Si le preguntáramos a día de hoy a un joven nacido a principios de este siglo XXI, mi hijo por ejemplo, si conoce a Antonio Ozores, probablemente le sonará a chino, y es normal; primero porque no es un personaje superfamoso y segundo porque su halo de celebridad se pierde en una o dos generaciones atrás; justo ese par de generaciones que no conocieron ese fenómeno social que fue para nuestra generación «boomer», y que de algún modo nos marcó, el que fue el concurso más famoso de la historia de TVE, el «Un, dos, tres».
Aquel programa, del que recuerdo haber hecho alguna reseña en este blog, fue aparte de un fantástico producto de entretenimiento, una auténtica pista de despegue para todo tipo de personajes del mundo artístico en nuestro país. El que pasaba por allí tenía casi un cheque en blanco hacia el estrellato. Uno de esos personajes era Antonio Ozores, y digo bien personaje porque más allá de su vis cómica y artística, lo que le caracterizaba era que se había creado su propio personaje (era como Danone para el yogur, que la marca era más sonora que el producto). Aquel personaje era un caballero bien vestido y educado, que comenzaba a hablar de cualquier asunto absurdo, que ese asunto derivaba en lo incomprensible y finalmente ni al propio personaje se le entendía nada de lo que decía, y en medio de todo, era más que obvio que improvisaba, y ello porque no podía ser de otro modo, y porque para hacer eso había que tener muchas tablas.
Más allá de esas divertidas apariciones semanales que datan del pasado siglo, sí, ya tenemos unos años, Antonio Ozores era mucho más que eso, era un hombre de teatro, un tipo versátil, bregado en los escenarios, capaz de interpretar, pero también solvente para escribir obras y dirigirlas. El teatro, de hecho, era su mundo y la televisión era el apósito para ganar cierta fama y dinero.
Desconozco mucho acerca del legado literario-teatral de Antonio Ozores, pero sí que es verdad que esta obra que hoy traigo a colación se nutre de esa estela del personaje del «Un, dos, tres», una historia absurda, diálogos que a veces tienden a lo incomprensible y personajes a los que, a veces, no se les entiende lo que dicen, hecho adrede, obviamente.
Este Ozores, apellido que nos evoca una larga tradición familiar dedicada al mundo del teatro, cine y televisión, fallecería en 2010, pero tres años antes nos dejó esta obra de teatro «El último que apague la luz» que aún sigue vigente, vigente porque su argumento es un poco atemporal y porque todavía se pone en escena, además en uno de sus dos personajes con la hija del recordado personaje polifacético, en una especie de alter ego de su propio padre, al que imita más que bien, y eso de algún modo nos llega a la fibra.
No me suelo fijar mucho en si la gente se ríe o no en una obra para que me induzca a ello porque no me contagio, pero sí lo hago para pulsar si el personal se ha enterado y/o la representación pasa la media del chiste fácil y accesible para el común de los mortales. A este respecto he de decir que la obra no pasó el corte, es decir, la gente se rio menos de lo esperable, pero fiel a ello debo decir que eso tampoco es influyente para mi calificación.
He de decir que a mí me gustó la representación, tal vez porque la última obra cómica que vi en Andújar (cómodo como siempre el Teatro Principal) fue un bodrio que ni siquiera he reseñado aquí y en el que aparecía como protagonista principal el mediático Carlos Sobera, una deleznable y soez obra «Inmaduros» fabricada para el enaltecimiento del célebre presentador y para hacer taquilla, quizá esto más importante. El listón era tan bajo que cualquier cosa me hubiera parecido que superaba el mal sabor de boca, pero esta obra de Ozores no es mediocre ni mucho menos.
Encasillada claramente en una comedia, tenía más profundidad y más complejidad que lo que pudimos presenciar, porque detrás del argumento al que nos invitaban los personajes teníamos guiños a la historia del teatro, del cine, o a la literatura del absurdo con un pasaje de «El rinoceronte», del franco-rumano Eugène Ionesco, tan insondable como genial.
No tiene la obra una trama lineal, casi podríamos decir que no tiene ni una trama, su esquema es un poco caótico, errático, un absurdo, pero con destellos de genialidad.
Los personajes son una pareja en distintos momentos de su vida, con momentos donde actúan, en otras no dicen la verdad, en otras simulan, y finalmente llegas a la conclusión de que nunca supieron quiénes eran. Parte desde el pasado hacia el presente y con una dimensión futura, nunca se sabe el espacio cronológico real y, en todo caso, en cualquiera de ellos los personajes están buscando conocerse entre ellos y duramente llegan a conseguirlo.
En este ínterin, estos personajes, un matrimonio teóricamente bien avenido, se suscitan las dudas de cualquier pareja asentada y devorada por la rutina y el malévolo punto muerto, primero si hay secretos entre ellos y segundo qué se puede hacer para doblegar la monotonía.
Pero mientras interactúan de forma no lineal en el espacio-tiempo, los personajes se adentran en una serie de juegos afectivos que tienen como fin desterrar el peligro de la rutina, la que siempre digo que tanto daña las relaciones. Esa ruptura les hará crearse un mundo paralelo, absurdo pero interesante a la par, en la que la pareja se convierte en protagonista de una película de gánsteres en la que tratan de ser tan duros en la ficción como blandos o normales son en la vida real.
En este juego burlesco los actores que ya llevan años representando la obra dan pie también a la improvisación, qué menos, en un papel que se tienen perfectamente estudiado y donde la morcilla que introduzca uno fácilmente puede ser seguida por el otro; así que hubo un guiño al «gran apagón» de unos días antes, y es de agradecer que la obra se permee de la actualidad.
Por cierto que aparte de Emma Ozores el compañero que la acompaña y que también proyecta un personaje lleno de giros y de enorme versatilidad es Rubén Torres. La obra siempre ha estado representada en el papel femenino por Emma y en estos casi veinte años sí que han entrado varios actores en el papel masculino, al menos tres. Con Rubén Torres la obra mantiene esa vigencia a la que aludía al principio y, por su atemporalidad, a buen seguro que seguirá representándose por muchos años.
Pues nada, obra vista y buena nota para ella, el buen teatro, distinto y de cierto humor inteligente, es siempre bienvenido y proporciona ese regusto agradable de obra que ayuda a elevar el ánimo en momentos de duda existencial.
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