DE PROFESORES NECIOS Y LA QUEMA DE APUNTES

Hace no mucho escuché en la radio a un periodista, no sé en referencia a qué, que comentaba que se le atribuye a Plinio el Joven un aserto relativo a que en cualquier libro, por malo que sea, siempre se encuentra alguna cosa buena. Eso me hizo recordar a un profesor universitario que yo tuve, que seguro que leyó al bueno de Plinio, y que reformulaba el referido aserto en el sentido de que cualquier libro malo es mejor que los más excelsos apuntes. Con esto quería desmarcarse de la manida costumbre o exceso de celo profesional que tenían muchos de sus compañeros de huir de los libros de texto, de los manuales consolidados, para impartir su enseñanza con un marcado matiz personal, la libertad de cátedra llevada a niveles extremos.

Por cierto aquel profesor universitario fue el mismo que dijo algo así como que el que empezaba una carrera universitaria la terminaba por muy zoquete que fuera, y casi le compro esta afirmación. Pues bien, en lo referente a apuntes y libros no le faltaba nada de razón, porque es la universidad un sector muy dado a los personalismos, los egos y las escaladas.

El apunte en sí, en lo que a la universidad se refiere, era el anticipo del libro; sí porque los profesores a los que se les adivinaba ese ansia por trascender en el tiempo a toda costa, alardeaban de impartir su pulcra cátedra sustentándose en unos papeles propios, porque tampoco se puede decir que muchos dieran la clase de memoria, queriendo desbancar a esos libros impecables de toda la vida.

Craso error les apuntaba yo a esos ególatras profesores que se creían mejores que las grandes figuras del Derecho de nuestro país. Y es que tratándose de Derecho, y no de Informática que está en permanente cambio, una buena parte de las asignaturas que se impartían ya tenían solera, imperturbables casi al tiempo y esos volúmenes asentados décadas atrás, muy bien redactados, ordenados…, no hacían más que perfeccionarse o mejorarse con el tiempo por mor de las posibles modificaciones legales que les afectaran. En definitiva, que unos míseros apuntes no iban a enmendar la plana de un, por ejemplo, Uría de Mercantil o un Díez-Picazo y Gullón de Civil.

Pero aun así, esos profesores deseaban perpetuarse, llegar a ser alguien, y es que el afán por publicar era una máxima de la universidad, posiblemente ahora sea igual; y la cuestión no era la calidad sino la cantidad; publica que algo queda, da igual lo que sea, aunque no tenga calidad, aunque no lo vaya a leer nadie. Por eso el horizonte de la publicación de un manual se convertía en la obsesión para muchos, aunque estuvieran escribiendo lo mismo que otros habían escrito ya antes, pero es que un libro de texto se convertía en la obsesión del docto catedrático que podría dejar para la posteridad su saber y conocimiento, dotando a generaciones futuras de esos apuntes que lo fueron pero ahora plasmados en el papel editado.

Por cierto que aquel profesor que señalaba que era mejor un libro malo que unos buenos apuntes, argumentaba que había una razón de peso nada desdeñable para conservar un libro y que era puramente estética, y es que un libro quedaba bien siempre en una estantería, mientras que los apuntes…, ¿cómo almacenas unos apuntes?, esos no te podían decorar una estantería.

Durante mi carrera tuve ejemplos para todo, profesores excepcionales que jamás quisieron hacer un manual porque entendieron que lo que ellos pudieran aportar era irrelevante y otros no tan buenos que tenían como enseña para dotar a su carrera pedagógica de la vitola del prestigio el tener su libro, porque «yo he venido a hablar de mi libro».

En esa carrera mía pero yo creo que ocurre en cualquiera, las asignaturas son teóricamente aburridas o atractivas, y los profesores igualmente, de tal forma que una asignatura insulsa se podía convertir en una maravilla del entretenimiento si el profesor de turno era capaz de hacerla amable a sus educandos, y al revés, asignaturas preciosas se podían convertir en pestiños de considerables proporciones.

Me voy a meter en un jardín aunque confío en la escasa difusión de este blog, tuve un profesor de nombre Antonio Marín López, que el hombre se las daba de simpático y en clase se limitaba a contar batallitas y anécdotas que, muchas de ellas, no tenían nada que ver con la asignatura, aparte de ser de derechas y más, recuerdo algún comentario sobre mujeres que hoy no hubiera soportado la censura en forma de presión mediática; el caso es que la asignatura de Derecho Internacional Privado, que se podía aventurar como una de las más chulas de mi carrera (en ella se trataban las adopciones internacionales), fue un suplicio, aburrida, pesada, un coñazo. Y lo era por su impartición diaria que además se nutría con las risas de sus acólitos, esos alumnos babosos, trepas, que le reían la gracia para encontrar su beneplácito o retroalimentación futura; y es que no hay cosa que menos me guste en esta vida que reírse de los chistes malos y mal contados, casi tanto como aplaudir por obligación que un arroz está bueno cuando te lo comes en el campo aunque el cocinero haya fabricado un bodrio en forma de mortero de obra.

He de advertir que a aquel profesor le tuve y le tengo una profunda animadversión, algo impropio de mi carácter, a ese profesor vanidoso, el cual me suspendió, máxime cuando ya murió hace años.

A la inexistente cátedra cotidiana de ese ínclito profesor se unía el summum del buenismo, es decir, el hombre se había hecho su libro, y el libro, créanme era el volumen más surrealista de la historia del Derecho, no había por dónde cogerlo, y no lo digo yo, yo lo constaté pero me lo ratificó otro profesor de esa misma asignatura. Como tuve que acudir en «segundas nupcias» a sacarme la asignatura con este nuevo profesor, este calificó literalmente el libro de su compañero como una «mierda», y además me añadió que cuando un libro es una bazofia lo son también los adláteres que lo firman con él, y eso ocurría en ese libro, que aparecían coautores colaborando en el crimen de esa obra magna del surrealismo escrito, y es que cuando uno se mete en el fango termina saliendo del mismo oliendo mucho.

A todo esto, quiero subrayarlo bien, estoy convencidísimo de que alumnos que reían gracias de profesores para obtener recompensas posteriores o miembros de departamentos aspirantes a ser algo más, trepas todos ellos, no necesariamente tenían que ser los mejores alumnos de cada clase; y este es un problema en nuestra universidad, no se quedan siempre los mejores y, de hecho, me consta que algunos son los peores; ahora veo libros universitarios con tales faltas de gramática y ortografía que inflaman los ojos.

Aunque no todos los catedráticos o profesores eran tan cuadriculados o tan encantados de conocerse lo cierto es que al final los apuntes se convertían en la herramienta básica para pasar por el aro del aprobado, o tenías que ir a clase sí o sí, porque el fantástico y asentado libro de toda la vida podría no servir, o te tenías que buscar la vida haciéndote con los apuntes de ese compañero que tenía buena letra y que lo copiaba todo a las mil maravillas.

Ni que decir tiene que en mi época (finales de los 80), puede que esto ahora esté superado, el tráfico de apuntes, que tenía cierto punto clandestino. Las tiendas de fotocopias proliferaban por doquier y llegó a haber en Granada si no recuerdo mal establecimientos que estaban abiertos las 24 horas para deleite del estudiante de última hora que acudía allí como esa tienda de barrio adonde ibas los domingos a deshoras porque no tenías pan para comer.

En el culmen de lo absurdo había gente, estudiantes, que hasta habían editado sus apuntes, los habían encuadernado y tenían sus pastas y su lomo; y es que puestos a aprovechar la ola buena, por qué no sacar rédito del trabajo de un abnegado alumno que lo copiaba todo fantásticamente bien. Muy probablemente había cierta mafia de los apuntes en determinadas carreras, puede que en la mía no, que era capaz de introducir grabadoras en las clases, a falta de los móviles que antes no existían, y que no se perdiera ni un ápice de la explicación del profesor o del dictado de los dichosos apuntes.

A modo de colofón de esta reflexión un tanto atolondrada, tengo que decir que en una carrera con veinticinco asignaturas como yo tuve, algunas no creo que me hayan servido para nada en la vida, pero había que estudiarlas, en todo caso te dan un bagaje y una formación general que no sé si llega a ser cultura general. La cuestión es que esa concepción de asignatura inservible ya la tenía incluso cursando la carrera, de tal guisa que en uno de los recuerdos más gratos, irrepetibles y también surrealistas de mi vida, llegué una vez a un acuerdo con un compañero de carrera para quemar los apuntes si aprobábamos el examen de una asignatura en cuestión.

El tal compañero no es otro que Leandro Torres Alchapar, a la sazón creo que llegaría a ser Alcalde de su pueblo, Orce; al bueno de Leandro le llamábamos con el poco original apodo de «el hombre de Orce», por aquello de los yacimientos prehistóricos de su pueblo. A Leandro no sé si le pusimos ese sobrenombre porque tenía una voz ronca profunda, casi de ultratumba, impropia diría de un tipo más bien menudo. Superado el trámite de la asignatura que avistamos que sería inservible para nuestro futuro profesional, bien pudiera ser Derecho Eclesiástico del Estado, en esas que nos fuimos una tarde de primavera a las afueras de Granada, nos metimos en la ribera del Genil, sucio y cochambroso, antes y hoy también, y allí resguardaditos quemamos los susodichos apuntes, que parecíamos nosotros los de Fahrenheit 451, o discípulos de Hitler, ¡qué barbaridad! Leandro fumaba y puso el mechero, y allí nos dimos el gustazo impagable de quemar esos apuntes, yo diría que papel a papel, para deleitarnos más. Si alguna vez esto lo lee el bueno de Leandro a buen seguro que se acordará y se echará unas risas como yo me las estoy echando escribiendo esto.

Lo que sí que desconozco es por qué no quemé al fin aquel libro del insidioso profesor de Derecho Internacional Privado, imagino que debe estar por ahí cogiendo polvo en una caja, en realidad está quemado en mi memoria, que es lo mejor.

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