NO TENÍAMOS "LA MEJOR SANIDAD DEL MUNDO"

Hemos vivido muchos años convencidos de que en España teníamos «la mejor sanidad del mundo», y a día de hoy es muy posible que no haya una sola persona en nuestro país que dude de este titular. Sí, porque lo que parecía una máxima que defendíamos con orgullo, porque era lo que nos decían, porque la sanidad universal tenía esas connotaciones de sistema protector general que, en comparación con sistemas de otros países como Estados Unidos, donde es privada, parecía que estábamos inventando la pólvora y que éramos el espejo en el que se miraba el mundo entero, y se nos ha caído de sopetón.

Tristemente la pandemia no ha hecho más que confirmar que ese titular era un mero eslogan (políticamente) interesado, y es que tener un sistema garantista y universal en nuestra sanidad no era sinónimo de que el sistema fuera bueno o el mejor. Lo curioso es que la ciudadanía, tiempo ha, ya sospechaba que muy bien no funcionaba el sistema, las listas de espera, las largas esperas en las urgencias, las esperas para citas en atención primaria, las faltas de coordinación entre los diferentes actores del mismo…

No obstante habría que puntualizar, una cosa es el sistema y otra muy diferente los profesionales que lo componen, somos un país desarrollado y con una universidad razonablemente de calidad, es probable que no tengamos las mejores universidades del mundo, esas en las que su currículum se mide por el número de premios nobeles que han pasado por sus aulas, pero tampoco podemos quejarnos. Tenemos muy buenos médicos, enfermeros, técnicos…, tal vez, o más bien con toda seguridad, donde se falle es en la gestión y esto tiene que ver mucho con la política.

La pandemia ha supuesto un test de estrés brutal para la sanidad, en España y en el mundo, pero yo voy a centrarme en mi país; para nuestro recuerdo eterno queda ya esas primeras fechas críticas de marzo y abril de 2020 cuando los pasillos de los hospitales se llenaban de contagiados de COVID-19 sin poder ser atendidos, cuando los equipos sanitarios tenían que decidir a quién dar la vida y a quién sentenciar por falta de respiradores, cuando los sanitarios tenían que enfundarse con bolsas de basura o sacos vacíos de abono porque no había suficientes equipos de protección individual, cuando la gente fabricaba pantallas de protección para llevarlas a los hospitales, cuando otra gente confeccionaba mascarillas caseras para ese personal sanitario, cuando hubo que construir hospitales de campaña aprisa y corriendo…

Fue la primera vez en nuestra historia contemporánea que nos enfrentábamos a una pandemia, la primera vez que teníamos que someternos a un examen severo y la resolución es bien conocida: No estábamos preparados.

No eran las personas era el sistema, no había medios suficientes, el día a día estaba cogido con pinzas. La sanidad requiere un importante esfuerzo financiero por parte de las administraciones y, no menos importante, una bestial planificación para que las piezas que la componen funcionen perfectamente cohesionadas, algo que como ya hemos visto, como sabíamos, no resultaba y ahora ha demostrado sus carencias pagando con decesos.

No sé por qué o a quién se le ocurrió proclamar eso de que teníamos la mejor sanidad del mundo, pero la realidad, en condiciones normales, ya se nos antojaba que tenía sus fallas, y no pocas.

Tristemente en los últimos años de vida de mi padre tuvimos que visitar las urgencias de un hospital, pongamos cualquiera porque tampoco se trata de señalar a uno concreto sino al sistema. En ese hospital, en la sala de espera, había y hoy persiste un cartel con la indicación del protocolo de duración prevista de espera en función de la gravedad de la urgencia; a todo esto hay que decir que es cierto que las urgencias se saturan en buena parte con ciudadanos desesperados o asociales (muchos de extracción social baja y de etnias muy concretas) que acuden con dolencias que se pueden resolver en la atención primaria; bien podría establecerse algún mecanismo para sancionar a esas personas que abusan y colapsan el sistema. Ese cartel era y es casi una sentencia de muerte para el hospital, es la demostración palpable de que el sistema no funciona bien, porque establecer una espera de 150 minutos en las urgencias, sean las que sean, incluso las que no son urgencias, ya es mortal de necesidad, es denigrante.

Cuando llevábamos a mi padre, varias veces con colitis, esas esperas se eternizaban y para él era un machaque de considerables proporciones, llegabas a primera hora de la tarde y salías de madrugada, imagino que con un sistema eficiente esto no ocurriría.

Del mimo modo tuvimos que tenerlo dos veces ingresado y en la planta todo goza de una normalidad y una cotidianidad que, para el que llega de nuevas le sorprende. Con esto quiero decir que el personal que allí trabaja da por hecho que tú tienes que saber cosas que nadie te ha dicho, qué hacer con la bandeja vacía de la comida , a qué hora vienen a limpiarlo, a qué hora pasan consulta, si puedes acostarte en la cama vacía de la habitación doble, para qué sirve el teléfono de la habitación, a qué tenemos derecho en definitiva.

A todo esto el personal que trabaja en los hospitales suele ser muy eficiente y profesional, lo cual no quita que percibas en algún número cierto síndrome del burnout (conocido en español como síndrome del quemado), personal saturado de la atención personal, por haber tenido, imagino, malas experiencias, y que tienen como se suele decir «el colmillo retorcido».

En el curso de mi experiencia en esos ingresos de cierta duración también advertí que hay falta de coordinación entre el personal, iniquidades, tareas que se realizan a medias, despistes continuados…, en definitiva determinado cansancio sistémico, ejemplificativo de que existen protocolos de actuación pero no se implementan adecuadamente.

Es posible que me quede en la anécdota y que esto no sea muy ilustrativo pero en esa mi experiencia un sanitario me prometió traerme una medicación para mi padre, con la coletilla de «ahora se la traigo», pasaron más de tres horas desde el ahora y cuando fui a reclamar la persona en cuestión se me rebeló y no con muy buenas formas, alegando la carga de trabajo que tenía.

No culpo expresamente a esa persona de su desliz, aunque es verdad que no es nada agradable encontrarte en un hospital, cuando estás en una situación crítica por uno mismo o por un familiar, a gente poco amable. Lo entiendo hasta cierto punto, considerando que algo de vocacional debe tener el personal que trabaja en la sanidad, y que el sistema debiera establecer protocolos para suavizar ese síndrome del burnout y reciclar de vez en cuando a ese personal díscolo que, por otra parte, es más que conocido. Falta psicología.

Ah, y me mojo también, no vamos a llamarnos a engaño, que entre esos profesionales en los hospitales encuentras a gente sin alma, con antipatía en vena, con mínimo corazón, manzanas podridas que amenazan con intoxicar allá por donde van. Si son profesionales intachables el sistema no recicla a este personal díscolo con charlas o formación específica destinada a inculcar la importancia de cuidar muy mucho la atención a ingresados y familiares, porque cuando uno va a un hospital no ha decidido estar allí y lo que se espera es tener una estancia lo menos pesarosa posible.

Por lo que respecta a las citas de atención primaria, más erráticas ahora por esto de la pandemia, uno intenta ser cauto en cuanto a acudir al médico de cabecera, pero si tienes un problemilla, encuentras citas para dentro de varios días, cuando tu mal puede que ya no exista: leve resfriado, ronchas en la piel, dolor de estómago, de cabeza…

Acentuando todo esto también convivimos con la innata precariedad laboral de la sanidad, no conozco sector público con mayor precariedad. Un laberinto de bolsas de empleo, de interinidades, de concursos de méritos, de infinidad de procesos selectivos, de traslados y destinos escasamente conciliadores, de contratos basura… El personal se eterniza en una interinidad o en una sucesión demencial de contratos a tiempo determinado, de tal forma que finalmente te encuentras a gente que en su vida laboral ha estado más tiempo a base de contratos que con un puesto fijo, y cuando alcanzan esta meta ya están a punto de jubilarse. No es de extrañar a este respecto que muchos sanitarios españoles crucen nuestras fronteras para ir a trabajar a otros sistemas sanitarios extranjeros adonde se les ofrecen mejores condiciones laborales y salariales, siendo más que bienvenidos, porque partíamos de que nuestro personal sanitario goza de excelencia profesional.

Tampoco he entendido mucho que haya profesionales que trabajan en lo público y que cuenten con una consulta privada, pero más allá de esa anomalía, que a día de hoy es legal, lo que no es de recibo es que haya filtraciones de un sitio a otro, o lo que es lo mismo, que por el hecho de que acudas al médico privado, luego todo vaya más rápido o más suave en su consulta en el sistema público, vía adelanto de consultas, celeridad en la práctica de pruebas, facilidad en la administración de medicamentos…, y esto no es que me lo haya contado nadie, lo he vivido yo directamente en mis carnes.

Y esa es otra, en la sanidad privada se gana más, y para colmo algunos personajes públicos son tratados u operados en esta haciendo un flaco favor a lo público. Si tenemos esa «mejor sanidad del mundo», por qué la sanidad privada sigue siendo una alternativa por la que muchos optamos dado que la presumimos mejor y más rápida en determinadas circunstancias. Y, por supuesto, al hilo de lo anterior, por qué algunas prestaciones están fuera del sistema de salud, por qué debe cualquier ciudadano tener una boca horrible y para tenerla medio en condiciones, con sus implantes dentales correspondientes, tiene que acudir indefectiblemente a lo privado.

Lo he comentado en esta bitácora también últimamente y es que la gestión ideal de la sanidad rehúsa el funcionamiento regionalizado y compartimentado, o lo que es lo mismo, que funcionar con diecisiete sistemas sanitarios, uno por comunidad autónoma, es manifiestamente contraproducente. En esta pandemia lo hemos visto, cada una funciona como un compartimento estanco, no como comunidades, casi como países. No es de recibo que cuando unas comunidades saturaron sus UCI en los peores momentos de esta crisis sanitaria, no hubiera sido posible mandar a un enfermo en helicóptero para poder ser atendido en un hospital de una comunidad autónoma fronteriza con disponibilidad de plazas y eventualmente haber salvado su vida.

Hace años, en el curso de una labor administrativa que tuve que hacer en mi trabajo se dirimía la necesidad de un nuevo centro de salud en mi localidad de adopción, dado el deterioro del existente en ese momento, y una señora muy sesuda apuntó a que el problema no era el lugar, este podía ser hasta un «chambao», lo relevante era la gente que atendía la sanidad y la coordinación entre sus profesionales, en definitiva, EL SISTEMA.

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