LA ANECDÓTICA Y EFÍMERA HISTORIA DE "ALEVINES RÍO GRANDE"

No tengo ni idea de cómo me vino la historia de esta entrada de hoy. Ya he comentado en alguna ocasión que el blog se está convirtiendo ya en una especie de disco duro externo de mi mente en el que voy metiendo lo que me va deparando la vida, y de algún modo, también promuevo cierta divulgación de alguno de los temas que toco.

Pero esta vez no, esta vez es un recuerdo que tengo bastante asentado en mi mollera y lo que tengo ahí no lo olvidaré, y por tanto, lo que viene ahora está entre lo divulgativo y lo anecdótico. Sí, porque ahora que «El hormiguero» tiene cada día una tertulia jocosa en la que se relata la actualidad y otros episodios menos noticiables, me sorprende que esos tertulianos tengan una vida tan azarosa y plagada de anécdotas y hechos curiosos, y pensé no hace mucho que tampoco tenía yo muchas cosas que contar de mi niñez o juventud, o sí…

Y el caso es que cuando recordé esta historia que voy a contar me dije a mí mismo que cómo no la había plasmado antes en esta mi bitácora, en la que, el que me sigue desde hace tiempo lo sabe, me desnudo abiertamente y se puede tener una radiografía bastante completa de quién soy.

Debíamos estar entre finales de los 70 y principios de los 80, vivía en un barrio obrero de Linares, y ya se sabe Linares, aquella época, con Santana funcionando a pleno rendimiento, las familias de clase media trabajadora y con no menos de tres hijos en su seno, proporcionaban una fisonomía de una ciudad emergente, trufada de vida, de alegría, bulliciosa, con las calles tomadas por zagales a los que nos daba igual si hacía frío o calor, si llovía, nevaba o había ventisca. Ni que decir tiene que el juego que dominaba nuestras largas salidas a la calle era el fútbol. Cualquier sitio valía para jugar, no había tantos coches aparcados ni pasaban tantos por nuestro terreno de juego, y si pasaban de tarde en tarde parábamos momentáneamente y asunto resuelto.

De vez en cuando jugábamos contra el equipo del barrio de al lado o incluso de barrios mucho más alejados, que aquello además tenía su nombre: «vamos a echar un desafío», inmediatamente se convertía en una final del Mundial poco más o menos. Así que insuflados del ánimo que nos proporcionaba el hecho de que éramos un verdadero equipo y que nos batíamos el cobre con niños «extranjeros», a alguno se le ocurrió en alguna de esas desafiantes tardes balompédicas, que debíamos subir un escalón más y hacernos unas equipaciones.

Y ahí nació la historia de «Alevines Río Grande», lo primero porque estaríamos en esa teórica categoría y lo segundo era porque pertenecíamos a esa calle de Linares, donde había niños para hacer varios equipos de fútbol de distintas categorías, el baby boom en su mayor esplendor.

La fórmula para conseguir financiación fue bien sencilla, hicimos mil papeletas a quince pesetas cada una (para llegar a recaudar las lógicas quince mil pesetas) y el premio era «una magnífica cámara de fotos». A todo esto no recuerdo que la cámara la hubiéramos visto pero sabíamos que no costaría más de tres mil pesetas, no tan magnífica por supuesto.

Imagino que la imprenta la pagaríamos con las primeras papeletas que vendiéramos. Y sí, nos liamos a patearnos todo Linares, y de hecho llegué a ver calles de mi ciudad natal que jamás había pisado. A mí nunca se me dio bien eso de vender papeletas, tal vez aquel bautismo de fuego me dejó marcado para los restos, a la gente le ofrecías papeletas y nadie te compraba, así que yo quiero recordar que sería de los que menos vendió del equipo y las que vendí serían compromisos. Después en mi vida me he negado en rotundo a vender papeletas, lotería, mantecados…, de hecho hubiera sido un pésimo comercial a puerta fría si mis derroteros hubieran ido por ahí, e incluso a puerta caliente.

Recuerdo como momento curioso que en una de esas rutas en busca del patrocinador anónimo, nos encontramos con unos chavales que estaban haciendo una rifa exactamente igual que nosotros; estos se llamaban «Infantiles Calvir» y la segunda palabra hacía referencia a las calles a las que pertenecían, Calatrava y la Virgen, bastante céntricas y que, por tanto, presuponía un poder adquisitivo algo más elevado que nuestro perfil de barrio obrero; y desde luego las papeletas que habían hecho lo denotaban, las nuestras estaban hechas a una tinta y las de ellos eran más chulas, en varias tintas, y encima no recuerdo lo que sorteaban pero el premio era mejor que el nuestro, seguro.

Por cierto, el equipo de Alevines Río Grande se componía de once chavales, qué menos y qué más, y dicho esto, cuando jugábamos lo hacíamos los once, ni había cambios ni nada, ni entrenador, y es más, nuestro terreno de juego propio tenía también nombre oficial era «La explanada», era y es porque sigue existiendo, nunca se edificó y hoy está cementado y con algunos bancos, pero de dimensiones reducidas y más que campo de fútbol tenía forma de campo de béisbol porque es triangular (en la foto actual que adjunto se puede apreciar). Con estos condicionantes, que jugáramos once contra once y con la filosofía de juego propia de la edad, sin sistema o con el sistema de todos detrás del balón, aquello era un ejercicio inverosímil de sobrevivir entre tanta pierna, y yo no era nada hábil, pero eso lo contaré después.

No sé qué plazo nos dimos para vender y hacer coincidir con el sorteo de la ONCE, antes llamado «los iguales», pero el caso es que la venta de papeletas fue bien, no gracias a mí, y antes del sorteo ya teníamos nueve mil pesetas que era el presupuesto que nos habían dado en una tienda mítica del gremio en Linares, Deportes Vargas, existente a día de hoy aunque no con el protagonismo de antaño, donde era la más importante de la ciudad.

A tan magno acontecimiento de la compra de las camisetas fuimos todos, acompañados de la madre de una pareja de hermanos que teníamos en el equipo (había dos parejas de hermanos entre los once); una señora con el desparpajo suficiente como para desenvolverse en la jungla comercial del regateo, que por aquellos años se estilaba mucho.

No llego a alcanzar si hubo regateo y si el trato alcanzado fue óptimo, aquella señora cumplió con diligencia la misión de ser un poco la madre de todos. Total: diez camisetas blancas con tres bandas azul marino en las mangas (cortas), diez pantalones azul claro con bandas blancas y los correspondientes números del 1 al 11. Las camisetas y los pantalones eran de tela de algodón o algo así, nada de licra ni tejidos sintéticos tan extendidos hoy, de una calidad regulera, aunque eso sí para el portero tiramos la casa por la ventana y la equipación era verdaderamente chula, creo recordar que negra con una franja multicolor en vertical, muy retro, un pantalón con almohadillas en los laterales y unos guantes que lo pararan todo. Y eso sí, todas las prendas eran anchitas, crecederas que se decía antes, para que duraran unos años. Escudos no había, hoy hubiera sido facilísimo crearlo e incorporarlo a las camisetas.

A todo esto los comentarios que hacíamos en torno al sorteo eran sumamente honrados, del tipo de «a ver si no toca y nos quedamos con el dinero», y sobre todo nos ahorrábamos el trance de ir a comprar una «magnífica» cámara de fotos de calidad a todas luces ínfima. Realmente creo que a la postre no llegó a tocar, porque o no se vendió ese número o porque al que le tocó ni se enteró o quiso hacer suya la causa y colaborar en la difusión del deporte patrio por excelencia.

En cuanto tuvimos nuestras equipaciones lo siguiente era echar un desafío con los de la calle de al lado, «los de Regina» (los llamábamos así porque en la susodicha calle había un quiosco de chucherías que regentaba la señora Regina), tan cerca y tan lejos, nos separaba una calle y nos parecían tan extranjeros como cualquiera que viniera de fuera de Linares. Es más, entre su campo de juego y el nuestro no habría más de cincuenta metros en línea recta y recuerdo haber jugado muy pocas veces allí. Este campo sí que era más cuadriculado que el nuestro pero por contra tenía una ligera caída y peor piso, nada que impidiera desarrollar nuestras habilidades futboleras. Por cierto, ese campo sí desapareció y construyeron en él.

El día del debut de Alevines Río Grande era todo emoción y nervios, tenía una cierta preocupación, gratuita a todas luces, que era la de la colocación del número. Yo llevaba el 6, y mi madre, muy cuidadosa, lo colocó apenas hilvanado con la idea de quitarlo con facilidad en el futuro, otros lo llevaban perfectamente cosido con máquina, y al final cada uno, lógicamente, de su padre y de su madre, aunque el peor con diferencia era el de P.V. (y ahora comentaré algo de él), que su madre lo colocó en un lateral de la espalda, a la altura de la paletilla.

Dentro de ese sistema de juego no sistema, la cuestión era simple, los buenos eran del 7 para arriba, los que metían goles y regateaban; el medio campo inexistente era yo y poco más, porque era bastante malo, las cosas como son; y la defensa eran los gordos o menos habilidosos, para contener y eso. El portero era el mejor con diferencia, hacía paradas de mérito y se tiraba bien, además le invitábamos a que probara bien las almohadillas del pantalón.

Aquel día del debut había más gente de lo habitual viendo el partido, salimos uno tras otro desde uno de los vértices del campo triangular y fue emotivo, parecíamos un equipo de verdad, de 1ª división. Aquel partido creo que lo ganamos, pero sobre todo lo bonito fue la sensación de pertenecer a un equipo. No creo que se hicieran fotos, antes no se hacían tantas fotos como ahora, y claro, tampoco teníamos al premiado con la cámara para estrenar el aparato, el caso es que hubiera estado muy chulo haber ilustrado esta entrada con dicha foto.

La existencia del equipo, como es imaginable, fue efímera; jugaríamos algún partidillo más, yo me fui bajando a la defensa, donde molestaba menos y, en todo caso, podía destruir algo el juego del contrario; de hecho, recuerdo una vez de esas que aún jugábamos con las camisetas que evité un gol con mis partes, y pude comprobar en carnes propias que es uno de los dolores más terribles, aunque momentáneo, que un hombre puede sufrir.

Recuerdo que a medida que el equipo se iba deshaciendo íbamos incorporando a otros chavales de la calle con los que no habíamos contado, esos ya no tenían camiseta, pero cualquier camiseta blanca valía.

Del mismo modo, como las categorías cambian con la edad nos comenzamos a llamar Infantiles Río Grande, y ya no hubo más historia.

Me ha gustado mucho jugar al fútbol, diría que hasta me encantaría jugar un partido a día de hoy, pero no lo hago porque aunque estoy en forma, no es lo mismo correr como hago habitualmente, que hacer carrera explosiva con giros y con un balón en las piernas, yo siempre he sido un poco patoso y no quiero arriesgarme a partirme algo sin necesidad. El caso es que pese a que jugué mucho al fútbol de pequeño reitero que no era muy bueno, o más bien que era malo, y luego tal vez fui algo más competitivo por ejemplo en el baloncesto al que le dediqué menos tiempo.

Aquellos chavales que llevaban del 7 hacia adelante, los buenos, tampoco es que triunfaran en el fútbol, recuerdo que al menos dos de ellos llegaron a jugar con el Linares en categorías inferiores, pero nadie se llegó a ganar la vida con esto. Es decir, que malos y buenos tuvimos el mismo destino, ajenos a este deporte.

Le he perdido la pista a algunos definitivamente y no quiero decir nombres ni hacer valoraciones de lo que fueron o como se portaron conmigo después, que de alguno tengo recuerdos poco gratos. Creo que al menos cuatro hicimos carrera universitaria y el portero como dato curioso creo que es policía nacional.

Retomando lo que comentaba al principio, no acierto a comprender cómo no he sacado esta historia antes en esta bitácora, máxime cuando hay algo sumamente sorprendente en la lectura que hago de este acontecimiento de mi vida en retrospectiva, y es que ya escribí una entrada en este blog sobre P.V. que formaba parte del equipo, luego fue el tipo al que intentamos linchar, imagino que pasarían de dos a cuatro años entre lo del equipo y el linchamiento.

Quiero pensar que lo metimos en el equipo para que no nos hiciera la puñeta, era el malote del barrio, como decía en aquella entrada del linchamiento, no era un delincuente, era una mezcla de bobo y malvado, amigo de lo ajeno, guarrete y que nunca tenía ideas constructivas, siempre malas ideas. Tal era el caso que el campo triangular en el que jugábamos daba a su chalet y cuando daba una pelota en su pared la familia e incluso él, imagino que años después, hete aquí la paradoja, nos la confiscaban.

En fin, mi camiseta murió pronto, se me quedó pequeña, el pantalón sí lo disfruté algo más pero también finiquitó. Las equipaciones murieron pero nunca el recuerdo de aquel equipo y la historia de cómo llegamos a crearlo.

Comentarios