"UNA PROPOSICIÓN INDECENTE", DE ADRIAN LYNE

El cine es, en general, testigo absoluto de todos las dimensiones del ser humano, no hay expresión de nuestra historia, de nuestro acerbo, incluso de nuestra imaginación, que no se haya plasmado en una película. También los dilemas que nos marcan desde que somos una sociedad avanzada o no tanto, el de dónde venimos y adónde vamos, o simplemente qué es el ser humano, y por supuesto, otros más profundos que nos marcan como los seres racionales que somos.

Dilemas morales, montones de ellos, que es probable que alguna vez nos hayamos planteado en alguna ocasión a lo largo de nuestras vidas. ¿Todo ser humano tiene un precio? O más exactamente su cuerpo, su dignidad; ¿estarías dispuesto a dar tu cuerpo a otra persona por una noche de pasión a cambio de una suma de dinero que te resolviera definitivamente la vida? Ese el dilema que nos presenta el director Adrian Lyne en «Una proposición indecente», bajo guion de Amy Holden Jones, a su vez basado en la novela de Jack Engelhard.

La película de 1993 yo diría que es un clásico del cine de los años 90, y que creo que la gente de mediana edad seguro que ha visto alguna vez en la vida. He tenido la oportunidad de revisionarla recientemente, y sin ser una película brillantísima, tal vez el dilema filosófico que plantea lo he acogido con la madurez que se me presume para pensar acerca de ello. Es, de algún modo, una película que ha mejorado con la edad, como el buen vino, y si hace años vi una película hoy he visto su trasfondo.

Desde luego no hay que obviar que, como producto comercial, Lyne puso toda la carne en el asador, Robert Redford en el papel del multimillonario dispuesto a pagar dinero por cualquier cosa que desee, Demi Moore una bellísima y atractiva joven capaz de destrozar corazones aun vistiendo de hippy, y Woody Harrelson, el joven inexperto, inseguro, de clase media, el ser imperfecto y perdedor en el que puede que nos reflejemos la mayoría de los mortales.

El dilema en la película, el centro de todo se resume de forma muy simple, ¿venderías tu cuerpo o accederías a que tu esposa pasase una noche con otro hombre a cambio de un millón de dólares? Así lo plantea el multimillonario, y el matrimonio responde a bote pronto como yo creo que responderíamos todos, que no, que la dignidad de la persona, de su cuerpo, que es el templo de cada uno, no se puede comprar. O sí, sí, porque el propio Robert Redford ofrece la clave para meditar el argumento más allá de una respuesta rápida que sale de las entrañas, y es que uno responde que no, que no vendería su cuerpo porque nunca va a ocurrir.

En esta película el juego es ese, es que sí, que hay un millón de dólares y que ese millón de dólares te soluciona la vida, y que solo tienes que sacrificar una noche, porque además la pareja en cuestión tiene problemas económicos. Claro que yo respondería que no, que no accedería, ni por mí, ni por la persona que tiene mi corazón, nadie me va a plantear eso, pero qué pasaría si en el metaverso alguien me pusiera en ese dilema, y además teniendo en cuenta que en ese eventual instante yo tuviera que afrontar un gasto extraordinario, por ejemplo, el tratamiento de una enfermedad rara de un íntimo familiar, de tal forma que de mi decisión dependiera la vida del mismo.

La película medra en las consecuencias posteriores de la decisión, sigue jugando con hipótesis que es evidente que en la vida de un ciudadano normal no se van a dar. El marido, cornudo a la fuerza y a sabiendas, se enfrenta a su propia indignidad, a su propia humillación, y a lo más terrible a compararse con el otro, con su imponente fortuna capaz de comprar todo, pero más que ello con su capacidad sexual, lo que probablemente sea el verdadero concepto que maneja el ser humano como macho desprovisto de su racionalidad, el ser sexual que todos tenemos dentro, un poco animal o un mucho y que perturba y perturbará por siempre, el sentir unos celos por otro al que tu le has dado las llaves de tu intimidad momentáneamente y a sabiendas.

Ese marido, como refería al principio, es cada uno de nosotros, el ser normal e imperfecto, con trabajo digno y sueldo justo para llegar a fin de mes y poco más, que se siente perdedor ante el derroche de un multimillonario que por el hecho de serlo incrementa su atractivo personal, de hecho, en la película Redford se presenta como un maduro impecable, guapo, elegante, correcto, educado, un ser perfecto que, por otro lado, también es un semental.

En ese progreso de la narración tendremos a Woody Harrelson queriendo saber lo que pasó y comparándose con el otro, y a Robert Redford, que en contra de lo que pudiera parecer, tiene sentimientos más allá del perverso dilema al que enfrenta al matrimonio, y es que puede pagar a la mujer que quiera, puede tener a esa y a otras muchas mejores, pero se enamora de esa.

Es evidente que todos esos problemas existenciales van girando en torno al problema principal y el desenlace tal vez no sea ni lo más brillante ni lo más importante, de hecho se resuelve todo en una mirada, pero ya nos ha dejado el poso de la reflexión, ese de cuestionarse si por dinero uno haría algo que moralmente sería reprochable.

Por cierto que, como añadido a esta buena producción, y a tenor de lo que comentaba al principio, de que hace años vi una simple película, es más que evidente que la banda sonora tiene notables similitudes con «Memorias de África», y efectivamente hice la comprobación oportuna, y no había duda, se trataba de John Barry, y esta película que es unos años posterior, es casi una evolución de la otrora famosa película, en la que también Robert Redford fue protagonista y también se planteaba una especie de trío amoroso, ¿casualidad?

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