REÍRSE DE LOS DÉBILES, OPROBIO DE LOS MISERABLES

Por más que uno se empeñe en no querer reconocer que le ha dado la vuelta al jamón y que la vida es efímera y que no va a dar tiempo de que el mundo avance hasta que la ciencia halle la inmortalidad (aunque ser inmortal o querer serlo plantearía toda una serie de cuestiones morales que por obvias razones no nos cuestionamos hoy), el caso es que cuando uno más mira hacia atrás en el tiempo con añoranza es más probable que uno ya haya aterrizado sobrado en la madurez, o sea, que soy un carroza.

El otro día me cruzaba en un centro comercial con un chaval de Linares, chaval de mi edad, o sea con más de media carrera vital recorrida, que hace años cualquiera lo podía ver correr como una especie de Forrest Gump por el Paseo de Linarejos, saludando a todo el mundo, incansable, a deshoras, signo inequívoco de alguna tara psicológica. Este día que lo vi iba bien arreglado, perfumado, con un corte de pelo cuidadísimo, también señal palpable de que estaba bien atendido, mirado y, sobre todo, bien diagnosticado, con su medicación correcta. Y no es baladí la cuestión, porque no solo se trata de que esta persona tenga su equilibrio psicológico y que pueda vivir una existencia normalizada, que es lo importante, sino que también aunque en menor medida que no sea el hazmerreír de la gente.

Probablemente de joven me reía de este chico y hasta en alguna ocasión le alentaría a que siguiese corriendo haciéndole algún comentario jocoso. Es evidente que no me siento nada orgulloso de mi comportamiento, antes no tenía el bagaje que tengo ahora, ni la educación, ni existía el soporte social actual y además uno «estaba en la onda» y no se reprochaba por la comunidad mi comentario y no pasaba nada si revictimizaba a los que eran enfermos anónimos.

El ser joven da pie a eso, a mezclarse con la manada para sentirse invisible y decir cosas o llevar a cabo acciones que individualmente o en privado jamás ejecutaría. Sin tenerme por un chico gamberro de joven si comenzara a indagar en mi memoria sobre las mofas que hube realizado a gente con taras mentales probablemente no dormiría en varios días.

Es todo un clásico, «el tonto del pueblo» o «la tonta del pueblo», esos seres inocentes, infantiles si acaso, a los que nadie les dio opción de ser otra persona, tal vez vetados por una medicina que no acertaba a ofrecerles una alternativa mejor, o entroncados en una familia que no tenía más horizonte que el de dejarlos en la calle para que tal vez no molestaran en casa, al libre albedrío de una sociedad que no hacía mucho más por protegerlos, lo que ayer era normal o cotidiano hoy sería inaceptable.

Ahora veo fotos en grupos de Facebook de esas gentes que se hicieron famosas por ser distintas, es Polonio que se ponía a la puerta del Simago de Linares a pedir a la par que trataba de esbozar algún cante flamenco apenas inteligible, vestido de forma extravagante o de mujer. Cuando niño recuerdo que se comentaba que lo que no le gustaba al Polonio que le dijeras «suelta la gallina», porque al parecer de joven lo pillaron robando estas aves domésticas imagino que por obligada necesidad. De él no me mofé jamás pero tampoco se me ocurrió darle ni una peseta de las que pudiera tener en mi bolsillo.

En aquel Linares de los años 70 y un poco los 80, el de mi infancia, el de mi colegio, te encontrabas con personajes que recurrentemente te los encontrabas casi siempre que salías a la calle. Aquel que pregonaba «llevo moraaaaaas» que según decían era ibreño y que tenía un aspecto como de personaje de cómic de los del inolvidable Ibáñez, y al que tampoco le compré moras, aunque durante años me vanagloriaba de imitar el pregón de un hombre que en su mendicidad o en su limitación de pensamiento también trataba de ganarse la vida.

También estaba el Juanillo, otro ser entrañable, un tipo a los que hoy definiríamos como inteligencia límite, cuya mayor ambición era acudir a todas las fiestas y mover su escuálido esqueleto ante el son de los últimos ritmos de discoteca, para el agrado de unos y el hazmerreír de otros. Otro ser que destilaba inocencia y bondad, y al que jamás invité a un refresco cuando tal vez pude hacerlo.

De bien niño, cuando estaba en párvulos, lo que hoy es jardín de infancia, tenía un vecino que iba a mi clase llamado Jose que seguramente tenía alguna tara mental mezclada con algún tipo de autismo. Apenas era posible razonar con él, pero Jose hacia apreciaciones con voz impostada que parecía repetir lo que un locutor había dicho en el telediario. Todos nos queríamos sentar con Jose porque sus comentarios absurdos, fuera de lugar para un niño de su edad, nos resultaban más sorprendentes que graciosos, y lo uno llevaba a lo otro.

A otro de un barrio vecino le llamábamos «el indio» un tipo con aspecto de científico despistado que siempre andaba muy rápido, como marcha atlética, y que fumaba compulsivamente. Es verdad que nunca le llamé por su apodo, que era como a él se referían mis conocidos, pero tampoco les reproché su acción.

En Linares hay un grupo de chicos y chicas de mediana edad llamados los tontos de la Vega, escuché a gente conocida mía que verlos por la calle, algo relativamente habitual, es sinónimo de buena suerte, diría que a modo de mofa. Hace no mucho alguien me dijo que incluso todos estos mal llamados tontos, junto con otras personas débiles, eran objeto de burla en las redes sociales formando parte de una especie de póster titulado los Másters del universo de Linares, jamás quise buscar dicha publicación, por ahí ya no paso.

En Begíjar, el pueblo de mis padres, recuerdo a Antonio, un chaval con síndrome de Down, no mucho más mayor que yo y que ya murió dado que la gente que tiene esta afección tiene un deterioro neuronal más acelerado que el resto de la población y les acorta la vida. Antonio era de esas personas nobles y buenas, al que hoy agradezco que pusiera el contrapunto que ofrecía cuando iba detrás de una banda de música tocando un trombón o un tambor imaginarios; no se perdía entierro, boda, procesión… Antonio representaba a tantos síndrome de Down que vivían en la calle, sin otros estímulos que ir de un lado a otro, pero también ofreciéndonos el testimonio vital de que la existencia podía tener siempre un lado amable, simpático, desenfadado. A lo mejor le di la mano alguna vez pero tal vez me hubiera gustado darle un abrazo.

Bromeé una vez acerca de una persona ya adulta que en el curso de mi gestión profesional lo había visto protagonizar algún acontecimiento insólito en público, tal como dejar una navaja sin venir a cuento encima de un pupitre, o haberse presentado desnudo en una entidad bancaria. Esas anécdotas las referí en una reunión de amigos y un familiar de esta persona me reprochó que se trataba de una persona enferma. He visto después a esa persona y está adecuadamente medicada, una vida normal, con una familia atenta, y esas excentricidades con las que a buen seguro sufriría él en algún atisbo de lucidez, solo quedaron en el recuerdo, y en el recuerdo de mi metedura de pata.

Me gustaría pensar que cada vez hay menos «tontos del pueblo», no porque no existan personas con inteligencia límite, esquizofrenias, discapacidades mentales…, sino que tenemos los recursos adecuados médicos y sociales para que esas personas estén perfectamente integradas, libres y acogidos por una sociedad justa, educada y preparada para tenerlos como iguales.

En Bailén, donde resido, hay una señora llamada Isabel la tonta que yo creo que con los años, debe ser ya nonagenaria, se ha hecho cada vez más entrañable, la gente del pueblo la quiere de verdad, da alegría verla por la calle, una mujer de su edad y que siga yendo a todo tipo de actos públicos, otro ser inocente. De las últimas veces que la vi observé que un ciudadano sentado en una terraza le ofrecía si se quería tomar un café o algo, fidedigna señal de que algo está cambiado, para bien, en nuestra sociedad.

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