Creo que ya he comentado en mi bitácora que no soy un experto en teatro y que en mi afición tardía por las funciones en directo me voy haciendo una composición de lugar; no estoy muy versado pero voy conformando un criterio que, sin duda, me vale para mí. Lo que sí es cierto es que no tengo tanto teatro a mi alrededor como para poder elegir o desechar, y ni mucho menos conozco webs que me digan, con cierto rigor, lo que me voy a encontrar, con opiniones honestas y no mera información divulgativa. Yo, por si acaso, hago mis reseñas para la doble función de ser mi recuerdo futuro y también por si a alguien le viene bien lo que yo escribí, y decide ir o no ir acorde a esta reseña.
Y es que si en la penúltima obra de teatro que vi «La dama duende» me parecía que utilizar esta forma de expresión cultural o literaria como un «todo cien», como un batiburrillo en el que metes comedia, flashbacks, actores que improvisan con el público, otros que caminan entre los espectadores, música en directo, iluminaciones psicodélicas, llamadas telefónicas con otras actrices que no están en el reparto…, me parecía un alarde que me significaba como que los árboles no te dejan ver el bosque, o más exactamente que con tanto artificio, con tan errático uso de esos instrumentos «modernos», a veces pierdes la perspectiva de lo que te están contando porque te pierdes en los fuegos de artificio.
Pues tal debe ser una moda o una tendencia del teatro moderno porque como decía aquel «vuelta la burra al trigo», y es que en esta obra de teatro «Las que gritan», escrita por Antonio Rincón-Cano y José María del Castillo, y dirigida por este último, el esquema de uso de artificios, que yo diría que no vienen a cuento o al menos no abusar de ellos, impide darle más potencia a una historia a la que se le podía haber sacado mucho más rédito.
Porque la historia parte de lo cotidiano y se vuelve única cuando la matriarca desvela los esfuerzos de una vida que se le escapa por entre los dedos, porque ya no es una chiquilla. Sí, es una historia cualquiera, quiero decir que es una historia de esfuerzo y dedicación a su familia, como muchas otras, aguantando sinsabores de su marido, pero justo ahora que puede vivir con mayúsculas es cuando le dicen que tiene una enfermedad incurable y que el reloj va descontando el tiempo inexorablemente. Ya me dirán que es una historia que por más sensible que nos parezca la vivimos tan cerca de nosotros ya, hemos visto esto repetido demasiadas veces, que casi no se nos demuestra extraordinario aunque realmente lo sea.
Es decir, que la historia de superación la vemos hoy en cualquier sitio, la desazón de una enfermedad incurable podemos verla en muchos ejemplos a nuestro alrededor y, sin embargo, no deja de generar un torrente de sensaciones indescriptibles. Una triste historia cotidiana a la que se le puede sacar un increíble fruto proporcionándole los instrumentos adecuados, no el «todo cien», sí utilizando la comedia aunque el trasfondo sea claramente un drama y, de vez en cuando, elevar el tono con la carga emocional. Pues en eso se queda corta esta obra.
La matriarca, Consuelo (Rosario Pardo) ha llegado a una edad en la que despojada de la cárcel del hogar familiar, con el marido fallecido y las hijas independizadas, tira la casa por la ventana y empieza a hacer lo que nunca ha hecho y soñó o no con hacer. Se pinta el pelo de colores, se va de viajes por ahí, se lanza en paracaídas, se fuma unos porritos…
Mientras, sus hijas nos muestran sus vidas, las que tienen y a lo mejor no las que les hubieran gustado tener.
Una es una ejecutiva agresiva, casada y frustrada, luego descubriremos que lo de ejecutiva es demasiado rimbombante y es una pantalla para no desvelar la vida de mierda que lleva. Va de diva pero forma parte de esa armadura que se ha fabricado.
Otra es la típica hippie que no ha encontrado su lugar en el mundo y se vuelca en asociaciones donde cuida y da de comer a animales de forma voluntaria; es sin duda una manera, que vemos en la sociedad aunque esta no sea la única explicación, de no permanecer en la soledad más absoluta, cuando alguien realmente está en esa situación más absoluta.
La tercera es monja, y vamos descubriendo que la vocación le ha llegado como una especie de «no había otro remedio», también encierra bastante frustración el personaje, porque es gordita y la sociedad etiqueta demasiado.
Pues la madre aparece ante las hijas con esa imagen renovada (pelo tintado y vestimenta rockera), y las chicas parecen ancladas en su propia frustración, tanto que son incapaces de asimilar que su madre haya dado un paso al frente, que para modernas, si acaso ellas, pero la madre…
Consuelo las convence para pasar un fin de semana en una casa rural, veladamente es casi una despedida y un impulso, porque su intención es no solo contar lo de su enfermedad, sino que eso sirva de acicate para que sus hijas se proyecten hacia el futuro, sean mujeres de bien, realizadas, empoderadas, que aprovechen el tiempo y que decidan ya porque mañana puede ser tarde, y parece que lo lograrán porque gritarán para comerse el mundo, y de esta manera más o menos entenderemos el título de la obra.
A todo se le podía haber sacado mucho jugo, pero el mensaje se diluye entre tanta fanfarria, cada actriz hace un solo musical, que no viene a cuento entiendo yo, ¿es porque todas ellas son conocidas y hay que darle empaque? Que, por cierto, eran Eva Isanta, Norma Ruiz y Pepa Rus (aunque esta última, imagino que por temas de agenda o enfermedad estaba siendo sustituida por Mariona Terés), aparte de nuestra jiennense Rosario Pardo.
Pues no, no en mi humilde opinión, a la historia se le podía haber dado más fuerza desde una perspectiva de comedia como era el esquema teórico de esta función, casi trivializando la muerte, de la que soy partidario de tomársela de manera más desenfadada de lo que lo hacemos, pero es tan errático todo que al final casi no sabes cuál es el mensaje final.
Otro aprobado justito para esta obra que vi, otra vez solo, el pasado 10 de enero en el Teatro Principal de Andújar.
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