"EL CEMENTERIO DE AUTOMÓVILES", DE FERNANDO ARRABAL

De algún modo me he preciado en este blog de manifestar que es muy raro que una lectura que caiga en mis manos no acabe por terminarla, tan raro que casi no me acordaba de cuándo fue la última vez que deseché una de ellas. No obstante, por las casualidades que surgen en la vida o en el subconsciente de uno, me dije que era el momento de afrontar una nueva obra de teatro y qué mejor que hacerlo con un consumado dramaturgo como es Fernando Arrabal, tan brillante como excéntrico, tan genial como caótico; mientras elegía una de sus obras de teatro puestas en escena, recordé que probablemente ese último libro que no había conseguido terminar era suyo.

Aquel libro no era una novela sino una colección de artículos de opinión, y no, no había conseguido terminar esa lectura porque me parecía especialmente enrevesada, surrealista, tal vez inalcanzable si te enfrentas a Arrabal sin poco más que un conocimiento leve de su estilo, era como emborracharse sin haber probado el alcohol hasta ese momento.

Curiosidades tiene la existencia de cualquier persona y en el caso de la mía se da la circunstancia de que una vez coincidí con Fernando Arrabal, yo era un niño, estábamos a finales de los 70 o principios de los 80; y sí que tenía cierta fama este escritor y no era infrecuente verlo en la tele, por lo que, de algún modo, me sorprendió verlo en Linares con ocasión de una de las ediciones del que fuera mítico «Torneo Internacional de Ajedrez Ciudad de Linares», también conocido como el «Wimbledon» del ajedrez. Y es que Arrabal, dentro de su genialidad siempre ha sido un amante de este deporte mental e incluso ha llegado a escribir libros de esta temática.

Con toda seguridad a Arrabal no se le ha reconocido su obra y trayectoria como en su patria de adopción, Francia, donde ha vivido casi desde que era joven y tiene un terrible estigma, ridículo si se quiere, por un error que cometió en la televisión de nuestro país y que no sólo no se le ha perdonado, sino que su nombre y su obra quedaron manchados para siempre. Corría el año 1989 y en un programa de TVE llamado «El mundo por montera», presentado por Fernando Sánchez-Dragó, un grupo de tertulianos debatía sobre el milenarismo, programa que era en directo a la sazón, y el ínclito Arrabal dio todo un espectáculo visiblemente borracho en el que se ha convertido en las imágenes de televisión más visionadas en YouTube, al menos en España; también se llegó a decir que no estaba borracho sino que tenía una dolencia y que había tomado algunas pastillas que le habían sentado mal, creo que para suavizar el asunto, sin ningún fundamento. A partir de ahí se le hizo la raya y su presencia en los medios de comunicación y en el panorama literario hispano ha quedado bastante soslayado.

Fernando Arrabal ha sido considerado un superdotado en toda regla, con esos ramalazos que coinciden algunas veces en estas mentes prodigiosas, su inconformismo, su radicalismo ideológico, su anticlericalismo, su crítica social, la obsesión por un erotismo despojado de estereotipos, un surrealismo desmedido y también, aunque pudiera ser puntual y haya sido tristemente repudiado, por esa tendencia a la bebida.

Los frutos de esa genialidad artística se ven reflejados en una literatura que abarca todo tipo de registros, la novela, el teatro, el ensayo, los artículos periodísticos… Me pareció, pues, más que idóneo seleccionar una de sus obras teatrales puesta en escena para aliviar esa especie de deuda que tenía con tan icónico y singular autor.

Barruntaba que la peculiaridad del título de la obra elegida podría cubrir mis expectativas, «El cementerio de automóviles», y en efecto, ha sido una experiencia con mucho jugo y que, de algún modo, puede reconocerse como representativa de la obra y personalidad de este dramaturgo.

La puesta en escena es impactante, el escenario es una colección de automóviles que, sin duda, están en un desguace, en un cementerio; no obstante, cobran vida en un universo distópico y atemporal, posapocalíptico, incluso pospandémico si me apuran, trasladándolo a la realidad actual. Los coches mismos son atemporales testigos de la realidad que se nos muestra, sobrios, sin marca, se enmarcan como plataformas por donde corren y saltan los personajes de esta obra. El cementerio es una suerte de hospedaje, no se llega a saber si puntual o definitivo para los habitantes de los vehículos, que comen, beben, duermen, jalean, copulan y viven en definitiva; mientras una pareja se encarga a modo de guardeses, regentes, realmente criados del negocio, de satisfacer las más aviesas y disparatadas necesidades de sus ocupantes.

Con un vestuario que también es atemporal, la obra es de 1958, su visionado también se me antoja que perdura en el tiempo, porque esa visión distópica permite, con los mensajes que transmite, que sea válida siempre. En un mundo caótico, donde algo siempre puede funcionar mal, y este mundo nunca ha dejado de ser caótico, la necesidad de una revolución es algo perenne y consustancial a cualquier sociedad.

Por cierto que la representación que yo he visto a través de «La Teatroteca» es de 2001, siendo director Juan Carlos Pérez de la Fuente y producida por el Centro Dramático Nacional y la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, y con una muy buena nómina de actores, algunos bastante conocidos como Natalia Millán o Juan Gea.

Hay toda una batería de mensajes que tienen como testigos a los habitantes del cementerio, metidos en sus coches, aunque también son los propios vehículos los que parecen adquirir una materialista personalidad. Los encargados del negocio representan a una sociedad volcada a los intereses del mejor postor, la propia pareja es una fusión de amor y odio, de malos tratos mutuos, de alienación, de servilismo, esclavitud y prostitución.

A la par que esta pareja alimenta a modo de «pan y circo» a esos coches como palmeros de una sociedad decadente, un grupo de músicos luchan por ser los voceros de una revolución, que luego comprobaremos que es una sátira de la muerte de Jesucristo y sus últimas horas o días.

La policía, anárquica de por sí, busca resarcir su ansia represiva con la persecución arbitraria del primero que se le ponga por delante. Emanu (sin duda hace referencia a Emanuel, a Jesús) es vendido por uno de sus compañeros de orquesta, un Judas que se vende a cambio de unas monedas.

Dila, la criada del cementerio, se convierte en una especie de María Magdalena que llora ante el descendimiento de Emanu, el cual yace sin vida con sus manos sangrantes.

Críticas las hay y muchas, en el momento de su concepción imagino que algunos verían un lacerante dardo al fascismo o al franquismo, pero es mucho más, o en realidad es otra cosa, viéndola con la perspectiva del siglo XXI, es una crítica a una sociedad que funciona de forma imperfecta y que se cohesiona a empellones, aunque no la gobierne nadie, y no sabemos si se administra mejor con una dictadura, sea o no democrática, o con nada, quizá piense el autor, que con la anarquía obtendríamos los mismos resultados, decepcionantes. Fernando Arrabal es un adelantado a su tiempo, casi el primer antisistema.

Y esto es todo lo que nos tiene que ofrecer Fernando Arrabal, que es mucho, un teatro complejo, un teatro culto, y una puesta en escena que no deja indiferente a nadie y que obliga a pensar sobre la obra y sobre la sociedad que nos rodea.

Comentarios

Antonio ha dicho que…
Me parece muy interesante vuestro blog y los contenidos sobre reparaciones de automóviles y sustitución de lunas.