OTRA LEY DE EDUCACIÓN, NO SE VAYAN TODAVÍA, HABRÁ MÁS

Debía estar yo a principios de los años 90 sacándome un título que se llama Certificado de Aptitud Pedagógica (CAP) que era una especie de salvoconducto para que los titulados universitarios pudiéramos dar clase en la enseñanza media (no sé si esto sigue existiendo y reconozco que era una chorrada porque te certificaba 180 horas, creo, y apenas fui a un par de clases, realicé dos o tres trabajillos e impartí un monólogo a alumnos de un instituto durante una hora a los que conseguí dormir a algunos). El caso es que en una de esas clases a las que asistí, llevábamos poco más de una década de democracia y la profesora de turno ya criticaba que cada vez que entraba un nuevo gobierno en España cambiaba la ley de educación para adaptarla, veladamente, a su ideología.

Nada ha variado desde entonces, es decir, estamos en 2020 y sin estar muy puesto en el tema, a la Ley Wert (PP) le ha sucedido la Ley Celaá (PSOE + Podemos), y antes de estas un montón en estos años de democracia que no han contentado a los de enfrente. Aquella profesora de mi CAP decía que desde la perspectiva pedagógica una ley de educación necesitaba no menos de una década para su engranaje, para su perfección, para, esa palabra que gusta tanto últimamente, su implementación, cuando en la realidad apenas llegan a durar lo que dura una legislatura o poco más.

No sé qué triquiñuelas habrá, qué sorpresas o tachuelas en el camino habría con la Ley Wert o con esta nueva, pero siempre, invariablemente, han generado desencantos en la ciudadanía, y especialmente en los adeptos de un partido o de otro, que son acérrimos e incapaces de ver los errores de los suyos y los aciertos de los rivales.

A mí no me preocupa la ideología si es que eso es lo que se está dirimiendo, lo que me preocupa es la calidad de la enseñanza, ese es el gran problema. Que tenemos unos políticos en este país que no nos merecemos es una eterna realidad, ¿es porque no tenemos tradición democrática? Los políticos viven en su mundo, hablan de casta cuando no están en el poder y se convierten en ella en cuanto se sientan en una butaca del Congreso, se tiran los trastos a la cabeza en tiempos de pandemia, son irrespetuosos, se mueven más por sus siglas que por el pueblo o por su territorio, por la gente que los vota directamente, y casi por encima de eso está su poltrona de la que no querrán moverse jamás (ya saben que en España dimitir es un nombre ruso).

La cuestión es que como nadie da su brazo a torcer, las leyes educativas solo reciben el aplauso de una parte de la población y es evidente que solo cuenta con el respaldo limitado de la comunidad educativa, la que tiene adherencia al partido que gobierne en ese momento.

Y el nudo gordiano es que ni con Wert ni con Celaá, ni con las leyes anteriores, hemos conseguido que la calidad de la educación en nuestro país mejore, más bien al contrario. No me gusta decir esto, sobre todo porque cada vez que lo sentencio me veo más bien como el abuelo Cebolleta de turno, y es que por primera vez en la historia de nuestro país, una generación moderna o actual está menos preparada que la que la antecede.

Igualmente yo lo aprendí de mis padres e imagino que mis padres de los suyos, que desean que sus hijos los superen a ellos, que sean más prósperos, más felices y también con mayor cultura. Mucha gente de mediana edad como yo tenemos la perturbadora sensación de que nuestros hijos no nos van a superar, y la educación recibida, y no solo la de casa que también, probablemente tenga mucho que ver en esto.

Hace unos meses le propuse a un universitario y de ciencias un acertijo que pasaba por realizar una simple resta de números de cuatro cifras. No me la resolvió bien puesto que la querencia a las calculadoras ha hecho olvidar a mucha gente conceptos muy básicos de las matemáticas, en este caso, tan básico como recordar que cuando el número del sustraendo es mayor que el del minuendo me llevo la unidad al sustraendo de la siguiente operación. Esto es un evidente fallo de la educación reglada y una rémora que seguro que acompaña y acompañará a muchos universitarios de hoy día en España. Sé que esto no es nada demostrativo ni mucho menos científico, pero es un indicativo fidedigno de una insoslayable realidad.

Tampoco puedo olvidarme de una conversación que mantuve con el tutor de mi hijo en los últimos años de primaria, y me señaló con tristeza que, de algún modo, había abandonado el apuntalar las reglas sobre acentuación de las palabras, considerando que ni sus mismos compañeros de claustro, sobre todo los jóvenes, sabían realmente tildar correctamente, y apostándolo todo a la futura madurez de sus alumnos a través de la lectura y de una educación más severa y exigente a medida que se avanza de curso. Hay otra realidad que no puedo negar y es que he podido comprobar en mis carnes cómo algunos profesores de primaria de mi hijo y actuales de secundaria me escriben mensajes y aparte de faltas de ortografía, tienen otros errores gramaticales y de sintaxis, además de una pobreza de lenguaje bastante flagrante.

Esta es la realidad que tenemos, esa realidad que cada año los sucesivos informes PISA y similares que, amén de las diferencias entre comunidades autónomas, cada una con sus propias normas que esa es otra locura, pone de manifiesto que el nivel de la educación española no es bueno.

Cuando yo era niño al grito de «¡que viene el inspector!» preparaban las aulas de mi colegio y las adecentaban para la visita de ese personaje que yo nunca vi, pero nunca nos dijeron que nos preparáramos ningún aspecto de nuestra enseñanza, porque en un día o en una semana no ibas a subirle el nivel a nadie. Hoy se dice que cuando se hacen las pruebas PISA el alumnado es preparado concienzudamente días antes para esa competencia y ni con esas se consiguen doblegar los malos datos, y es que llevamos varios años estando por debajo de la media de los países de la OCDE (países desarrollados, es decir, con los que nos tenemos que comparar).

A todo esto, en mi época, no hacía falta preparar a la clase para prueba ninguna, éramos cuarenta por clase como mínimo en aquella extinta Educación General Básica, y había niños muy brillantes, otros muy torpes y muchos del montón, pues hoy día incluso entre los del montón que yo recuerdo, bastantes llegaron a ser universitarios, tengo la conciencia de haber recibido una buena educación, seguro que mejor que lo de ahora, y eso que nuestros profesores tenían las aulas llenas y no era fácil bregar con cuarenta chaveas con las hormonas burbujeantes.

La solución a todo esto es tan simple y obvia como imposible, habría que dejar la política a un lado y juntar en una mesa a todos los actores implicados, no solo una muestra de la representación política actual, de todas las comunidades autónomas, sino disponer también de la participación del profesorado, padres y alumnos, y todos ellos con un único objetivo, con el horizonte del consenso. Deben tomarse todo el tiempo que requieran para sacar un proyecto de ley que sea del agrado de todos, donde habrá que ceder, porque si uno es inmovilista no se avanza, y muy fundamentalmente, que tenga en cuenta lo bueno que se hace en otros países y que pueda ser extrapolable al nuestro. Nadie se levantará de la mesa mientras no haya acuerdo, no puede haber vetos y, por supuesto, tiene que componerse de gente sensata y profesional, con sus ideas sí, pero ante todo gente cabal, más técnica que política, aunque sea elegida por los partidos.

Ya sé que es una utopía y repito, no es por la ideología, es porque nuestra juventud es mentira que sea la mejor preparada de nuestra historia. Ahora bien, lo que sí es triste es que los que están preparados, sí que están mejor preparados que nosotros y esos, los buenos, emigran a otros países donde sí los quieren. Y esa es otra somos un país de pacotilla que no fomenta la promoción de nuestro capital humano especializado, el que debiera ser nuestra referencia del mañana, no pierde la oportunidad de progresar allende los mares por encima de su propia patria que le da le espalda, que no le ofrece alternativas. Una pena.

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