"EL VIAJE A NINGUNA PARTE", DE FERNANDO FERNÁN GÓMEZ

Ha sido mera casualidad que justo cuando iba a hacer una incursión más o menos programada por el mundo del teatro, la última de las etiquetas incorporada a mi blog, quise ver algo de Fernando Fernán Gómez y hete aquí que coincidió con la rememoración del Centenario del nacimiento de este genial actor, dramaturgo y director de cine (justo es hoy el mismo día que publico y esto no estaba preparado).

Si alcanzó la fama en su juventud por sus papeles desenfadados en la gran pantalla, con su madurez se descubrió no sólo un actor mucho más versátil y con mayor calado artístico que lo que los papeles cómicos le otorgaban, sino que tuvimos a un consumado literato, un tipo con una vastísima cultura, capaz de desenvolverse tan bien con la pluma como en los escenarios, incluso ejerciendo la dirección artística en teatro, cine y televisión.

Se me ocurrió que este «El viaje a ninguna parte» podría ser una interesante elección para indagar en la carrera literaria, brillante aunque menos popular de este artista total. Recordaba de pasada que había sido también una película y esta representación es una adaptación de la misma.

Efectivamente todo parte de la novela escrita por don Fernando en 1985, la película es de 1986 (yo no la he visto) y con posterioridad se harían adaptaciones al teatro y me da la impresión, no lo puedo asegurar con certeza, que por lo que he estado mirando las primeras se harían con posterioridad a la muerte de este mito, como una especie de homenaje a su vasta carrera artística.

Sin el visionado de la película no puedo hacerme una idea precisa de si el guion permite con mayor o menor alteración su traslado al teatro; por lo que yo he visto me parece que la historia que se cuenta es completa y redonda, y además se vale de esos alicientes propios del teatro.

«El viaje a ninguna parte» es ante todo un homenaje al teatro, al teatro de toda la vida, el de las compañías pequeñitas familiares que recorrían de manera común la España de la posguerra, montando sus espectáculos de miniatura por esos pueblos de Dios, que iban casi al día y que mendigaban sus actuaciones para poder subsistir y para que perdurara su medio de vida, ese teatro al que se aferraban y al que amaban profundamente.

Ese viaje a ninguna parte se singulariza en el movimiento acompasado de sus personajes que vagan, caminan de pueblito en pueblito, aunque casi no se mueven del sitio; que duermen a la intemperie o si pueden lo hacen en fondas o posadas dignas pero pobres.

Esa compañía familiar ambulante, Iniesta-Galván, cuenta con un patriarca, Arturo Galván, y su hijo Carlos que es el eje principal de la obra. Carlos es un soñador, ese hombre de teatro que se ha criado entre bambalinas, que lo ha mamado desde chico y no conoce otra forma de vida que la de ir de pueblo en pueblo, de escenario en escenario para ofrecer un regalo a la gente.

Probablemente el regalo más valioso que un actor del tipo que sea puede hacer a la gente es el de actuar en un teatro, es un mérito que no se valora lo suficiente. Cuando alguien actúa en un teatro lo hace casi como si fuera su primera vez, el teatro es un ser vivo en sí mismo, ninguna representación sale igual que otra, el plantel actoral se sabe su papel pero las circunstancias de cada integrante pueden cambiar, su estado de ánimo, su salud, el hecho de que en alguna escena alguien pueda alterar algo, que se equivoque, eso también implica que estás ante un espectáculo único e irrepetible; por mucho que la representación se haga cada día ninguna será igual a otra, incluso la improvisación, leve o tal vez invisible para el espectador, otorga una estela mágica a lo que se percibe.

Es más, por darle otra vuelta de tuerca a esta última reflexión, y precisamente por la experiencia que yo he vivido como actor aficionado de teatro, en los ensayos también crecía como organismo vivo, se iba mejorando a medida que íbamos descubriendo algún giro que pensábamos que podía hacer más atractiva la representación. Obviamente en el teatro aficionado representas muy poco, pero en representaciones profesionales elucubro que a medida que se van sucediendo las puestas en escena diarias es más que probable que también se perciba ese crecimiento, que los actores o la dirección vayan incorporando pequeños detalles que contribuyen a mejorar la obra en su conjunto.

Con esta esencia transcurre la intrahistoria de esta compañía, viajeros ante todo que comen caminos, que son vagabundos pero en un sentido positivo, en busca de un nuevo refugio cada día, pero con el espíritu henchido, alegre.

En ese devenir, a ese poeta del pueblo como es Carlos Galván, al inicio de la obra le surge un hijo más o menos secreto, Carlitos, un gallego cerrado fruto de un desliz pasado. Carlitos es un chico sin vocación y aparentemente plano, pero que en su pasotismo vital traduce el mundo real a la compañía. Con objeto de que se incorpore a la misma intentarán que adquiera cierto cariño al teatro por la vía del apego a las faldas.

Montada la trama y presentados los personajes de la compañía se mostrará el nudo principal que no es otro que la lucha de la compañía por subsistir. Son duros años de posguerra en España y se malvive por doquier, en los pueblos la gente vive al día y el teatro es un lujo nada ordinario; amén de ello la compañía tiene que empezar a luchar contra un enemigo implacable, el peliculero, sí, la presencia cada vez más arraigada de una magnitud con la que casi no se puede competir, el cine. Ese cine que también llega a los pueblos de la mano de otro personaje que vaga de pueblo en pueblo, con sus rollos de películas a cuestas y su equipo portátil para transportar a las gentes las historias a las que nadie podrá acceder jamás en la realidad.

Tristemente la compañía no soportará los avatares del tiempo y de las modernidades sucumbiendo a un nuevo sino; se presentará su disgregación y de cómo se romperá ese idilio con el teatro, pero también la ruptura de amoríos, de una forma de vida, de un espíritu. Algunos optarán por ir a la costa, otros por incorporarse a otras compañías más boyantes y Carlos Galván se rendirá y se subirá a su pesar a esa ola «buena» de la cinematografía, participando como un devaluado extra.

La representación constriñe en algo más de noventa minutos una cascada de sensaciones; como buena obra de teatro que es tiene otra esencia que yo valoro mucho, y es que tiene que sorprender a cada momento al público. Aunque está escrita en tono de comedia no abusa del chiste por el chiste ni del chascarrillo fácil y opta por diálogos locuaces e inteligentes, la historia se para de vez en cuando para realizar sesudas reflexiones sobre el futuro del teatro.

No hay una crítica en sí misma al régimen franquista, aunque bien es cierto que se pone de relieve las penurias de la posguerra y más o menos directamente es una forma de criticar a un sistema que no hace lo suficiente por elevar el bienestar y la economía de su población.

Finalmente, también tiene la obra cierta vena surrealista, puesto que en un par de momentos Carlos Galván aparece atendido por una especie de psiquiatra, en lo que podría ser el final de su vida, en la que ha perdido la cabeza, persuadido por una realidad que no quiere aceptar.

Esta representación de 2014 grabada en el Teatro Valle Inclán de Madrid con la dirección de Carol López y que yo he podido ver a través de la ventana abierta y pública de la Teatroteca, cuenta con un elenco de actores muy reconocible (por sus participaciones en cine y televisión), y alguno de ellos encarna también a un par de personajes en un recurso muy dinámico que se da con habitualidad en el teatro.

Una obra de teatro muy recomendable que enlaza también con ese Centenario del maestro Fernán Gómez, al que creo que estamos tardando muy poco en olvidar.

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