"MEMORIAS DEL ALZHEIMER", DE PEDRO SIMÓN

No sé muy bien cómo cayó este libro en mis archivos ni la motivación que tuve en su momento para disponer de él; a veces acumulo libros de años atrás y cuando voy a leerlos no sé a qué me voy a enfrentar, es más pensé que era una novela y no, lo que me encontré detrás era mucho más sorprendente y atrayente.

La primera sensación que tuve al empezar a leerlo y saber de qué iba es de pena, la pena de no haberlo podido conocer antes. En «Memorias del alzheimer» de 2012, su autor Pedro Simón (escritor y periodista) lleva a cabo una especie de ensayo periodístico acerca de esta terrible enfermedad, y lo hace de una forma multidisciplinar, con entrevistas a familiares de personas famosas a las que les ha tocado este mal, con entrevistas a familiares de enfermos anónimos, con el testimonio en primera persona de personas famosas acerca de la enfermedad de sus familiares y finalmente con una serie de pautas (50), al estilo de libro de autoayuda, para sobrellevar el Alzheimer dictadas por expertos en la materia.

Mi pena no es otra que la de haber tenido que hacer una regresión en el tiempo y recordar los últimos años de mi padre, aquejado por esta enfermedad tan cruel, tal vez, nos habría ayudado a enfrentarla de otro modo. Aunque tiramos mucho del sentido común, algo en lo que coinciden muchos testimonios, sí que nos hubiera servido de apoyo en momentos de desasosiego, de incertidumbre, de desinformación…, que nos mantuvieron en vilo durante ese tiempo lúgubre.

Se sacan muchas reflexiones de este libro al que uno siente cierto afecto aunque sea a destiempo, porque te ves reflejado, y es que aunque cada Alzheimer tiene sus particularidades todos ellos tienen también bastantes elementos comunes.

Sin duda que se trata de una de las grandes enfermedades del mundo contemporáneo, huelga decir que la esperanza de vida ha aumentado en apenas unas décadas y lo que antes era una excepción, el llegar a mayor con setenta y cinco u ochenta años diría yo, hoy es algo muy habitual. Es verdad que antes, y lo hemos vivido, no veías a muchas personas ancianas y en alguna de ella percibías eso que se denominaba demencia senil que se resumía con un «se le ha ido la cabeza». La envergadura de este mal de nuestros tiempos es tal que la imprevisión que tenemos las familias cuando nos enfrentamos sorpresivamente a esto es equiparable a la falta de inversiones para poder atajar esta enfermedad. Con el dolor que genera al propio enfermo, con la crisis vital de sus familias, con lo extendido que está por ese incremento de la longevidad, con la cantidad de fondos que se están derivando para medicamentos, cuidados, recursos, bien estaría que hubiera un pacto mundial para investigar a fondo el Alzheimer, para cercar la enfermedad, para prevenirla y para obtener medicinas que paren y no retrasen, como hasta ahora, el deterioro cognitivo, o puestos a soñar incluso una vacuna o algo que pueda revertir sus efectos. Es curioso porque el mismo Pedro Simón a modo de prólogo hace una referencia de una cita del médico Drauzio Varella que no puede ser más real e irritante: «En el mundo actual se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y en silicona para las mujeres que en la cura del Alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará de para qué sirven».

En las entrevistas a familiares de enfermos «famosos», entre los que destaco a Pasqual Maragall y Adolfo Suárez, creo que la mayoría tienen conocimiento de la enfermedad de una forma natural, aunque no por ello deja de sorprenderles, de sorprendernos; vas viendo que los despistes van a más, las manías, los gestos o frases repetidas, los errores y… por mucho que quieras la enfermedad corre más deprisa que cualquier tratamiento o atención que pueda tener tu ser querido. En muchos casos, en la mayoría, cuando te quieres dar cuenta ya tienes de sopetón la enfermedad en casa y has de asumir, para los que somos conscientes, algo dolorosísimo, que la persona a la que quieres va a empezar a dejar de ser ella y que está comenzando a morir poco a poco, porque cuando se pierde la conciencia de ser uno mismo, cuando no controlas tu mente, estás perdiendo lo más preciado que tienes.

Las familias coinciden en pasar por estados de ánimo contrapuestos y muchos de ellos autodestructivos, sentimientos de culpabilidad, frustración, angustia, desesperación, enfado, y también alguna alegría porque has alcanzado un pequeño hito, pero esto último es casi una manera de engañarnos a nosotros mismos, porque recordando la canción de Ricky Martin no es un pasito p’alante (María) y un pasito p’atrás; aquí se da, si se puede, uno hacia adelante, y se dan muchos hacia atrás. La enfermedad es devastadora y en su fase extrema, muchos lo saben y lo han experimentado, la cabeza tiene tal deterioro que ya es incapaz de llevar a cabo tareas tan espontáneas como comer, deglutir, casi respirar.

Y por cierto, y es una inquietud lógica, puede que este «impronunciable alemán» tenga algo de hereditario, el solo pensar en esto me abruma. Y ni siquiera me consuela pensar que por mi propio bagaje vital y profesional uno de los músculos que más ejerzo es la mente, porque como queda claro en el perfil de las personas a las que llega esta enfermedad, esta es bastante democrática y no mira intelectos, gente con cerebros privilegiados, no solo el propio Suárez o Maragall, sino ministros, catedráticos, gente del teatro…, personas todas ellas con una cabeza muy bien amueblada y con una memoria indiscutible.

Cada testimonio tanto de personas públicas como anónimas es impactante, porque reflejan la dureza con la que las familias han de aceptar lo que se les viene encima, un dolor inconsolable. No obstante, sí que me paro a título de ejemplo en el capítulo dedicado a Adolfo Suárez, porque en el libro hace referencia a un hecho que yo recuerdo perfectamente y que fue el momento en el que creo que se dio a conocer de manera pública el Alzheimer que padecía, fue en el programa «Las cerezas» de TVE1, un espacio de entrevistas que presentaba Julia Otero, y allí su hijo Adolfo dijo esta frase lapidaria que sobrecogió a toda España: «Mi padre no recuerda que fue presidente».

Aparte del dolor de las familias hay una realidad nada desdeñable como es el hecho de que las familias de personas relevantes reconocen una economía más que acomodada y que cuentan con un ejército de cuidadores, pero la gente común con limitados recursos tiene que afrontar esos años de angustia casi sin ayuda; unas pocas personas, familiares directos, a veces una sola, tienen que cargar con todo el peso que supone atender a un ser humano cada vez más dependiente; aquí obviamente cabe pregonar que las ayudas vienen tarde y no son suficientes, y como el incremento de casos por la longevidad referida va a seguir creciendo, hay que reivindicar que los recursos públicos también han de ir en esta línea progresiva.

Al hilo de lo anterior también es más que reseñable que casi como efecto colateral del Alzheimer está la salud mental de los cuidadores, pero de esos cuidadores no profesionales que deben racionalizar algo para lo que no están preparados y sobrellevar el peso de sus vidas personales y la atención a un ser querido que a veces se puede convertir en asfixiante. Por eso todos los expertos insisten, y el sentido común también, que el cuidador se debe cuidar, tener su espacio, su tiempo libre, sus desconexiones, sus caprichos, porque si él no está bien difícilmente podrá cumplir el cometido para el que inopinadamente ha sido llamado.

En fin, por acabar como empecé y aunque me cuesta trabajo pensar en mi pasado, cada uno lleva a su manera la carga, yo asumí y me valió que mi padre estaba muriendo cada día y que jornada a jornada me iba a despidiendo de él un poquito. Y cuando murió traté de borrar ese tiempo en que no fue él, y ahora me emociono porque mis recuerdos de él son todos buenos, cuando estaba en su plenitud, cuando me metía en la cama con él los domingos por la mañana a escuchar la radio, cuando renegábamos en la aceituna, cuando nos bañábamos en el Piélago, cuando algunos domingos íbamos al canódromo, o cuando me alegraba aquellos días de verano en que venía del trabajo a desayunar a casa un par de huevos fritos y de paso me hacía uno a mí.

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