"LA PROFESORA", DE EDUARDO GALÁN

En esta cruzada personal que llevo protagonizando desde hace unos meses por asistir al teatro en directo, dado que es una de las expresiones culturales que más tenía injustamente desatendidas, he podido presenciar obras de variada tipología, aunque con el común marchamo del entretenimiento. Obras desenfadadas, con dosis de comicidad y que ponen el acento en los personajes casi por encima de la historia misma.

Debe ser esto una especie de ley no escrita para muchas representaciones teatrales, reconociendo que el teatro es una de esas vertientes de la literatura que menos conozco, con lo que voy descubriendo poco a poco un mundo que tenía hasta ahora escasamente explorado.

Para fortuna mía, aun asumiendo que algunas de las obras que he visto no han pasado de un mero entretenimiento con un calado moral muy limitado, esta me ha sorprendido gratamente, tanto ha sido el efecto que de las que he visto en los últimos meses es con diferencia la mejor, la más madura.

El autor de «La profesora», Eduardo Galán (muchos nombres de autores no son muy conocidos pero son escritores de culto para los que entienden de esto), con una amplia trayectoria en estos lares, parte de una historia cómica para construir un drama social que nos envuelve entre risas y al final nos atrapa, casi sin querer, en un escenario de melancolía.

De hecho, el juego que nos propone es de tal calibre que pone al espectador en el brete de hacernos pensar durante todo el tiempo que se trata de una comedia, lo es, pero revestida de ese drama social, de tal forma que podemos caer en la tentación y el juego de reírnos cuando ya no toca, y observé que efectivamente, algunas de las personas que me acompañaban reían a destiempo, sumidos en esa falsa sensación de que era comedia hasta el final; es todo muy sutil, y ni siquiera hay una obligación de no reír cuando tal vez lo que pinta es llorar. Incluso si me apuran los actores que representan la obra, con sus clichés o encasillamientos, porque son bastante conocidos, propician que el cuerpo nos pida reír hasta el final.

América Alcalá (encarnada por la actriz Isabel Ordaz, «la Hierbas») en una profesora de instituto, culta, enamorada de su profesión, que ve cercana su edad oficial de jubilación. Al poco del inicio de curso tiene cita de tutoría con Carlos Ortiz (el actor es Marcial Álvarez, entre otros papeles yo diría que por el que más se le conoce es por el que interpretó en la serie «El comisario»), el padre de Daniela, una alumna bastante rebelde a la que han expulsado por unos días de clase a causa de una conducta un tanto violenta. Carlos Ortiz es un pescadero de supermercado con escasos estudios, el cual intenta preocuparse por la situación de su hija, intentando minimizar su expulsión.

La obra es una sucesión de citas de tutoría en las que a medida que se avanza en el curso escolar la inicial distancia cultural y la diferencia de edad entre ambos, él unos diez años más joven que ella, parece disiparse, en tanto en cuanto cada uno va acercándose al otro pues se van contando mutuamente sus vidas. Influye sobremanera que Carlos, al que la vida casi lo ha obligado a trabajar desde bien joven apenas ha podido leer un libro, América, que se deduce que es profe de lengua y literatura, va facilitando sin mucha convicción a su visitante libros inicialmente sencillitos y poco a poco más profundos.

Carlos irá desvelando que Daniela tiene ese carácter porque se cambió de sexo recientemente, un acto sumamente trascendental en la vida de una joven, y la adaptación está siendo problemática y la aceptación por los demás también. A ello se une que Carlos a regañadientes aceptó que se operara y que su mujer estaba en desacuerdo, y además la mujer lo ha abandonado (otra curiosa serendipia en mi vida) para irse a Vigo con su profesor de pilates. Carlos se irá revelando a lo largo de la obra en un ser más humano y con más principios que la mayoría de la sociedad, un tipo muy maduro aunque huela a pescado, algo que de primeras le reprochará América.

América por su parte es viuda y desde hace unos años vive en soledad, tiene la vida resuelta pero es la soledad la que la ha elegido a ella y no al revés (más serendipias), de tal forma que aunque está cercana su jubilación, su trabajo es lo único que le permite aferrarse a la vida y se va a «reenganchar». Tiene un hijo que vive en Argentina y otra en Estados Unidos, con esta lleva algunos años sin hablarse. América lo tiene todo y, en realidad, no tiene nada, le falta lo trascendente.

Lo que al principio nos parece un enfrentamiento entre dos mundos completamente distintos, en lo cultural y en lo social, diríamos que al final son mucho más afines que lo que pensamos. La cultura no lo es todo y la aceptación personal o el afecto son los motores que mueven el mundo, el amor se revelará como el único horizonte que verdaderamente nos hace ser seres plenos.

A medida que Carlos va pidiendo ayuda a América, tanto para su hija como para él mismo en esa especie de reeducación, América percibe que Carlos también tiene que ayudarla a ella, siendo no solo esa persona que le da un trabajo moral extra, sino el hombro en el que apoyarse y descargar sus sentimientos, sus frustraciones y su tristeza.

Y es ese el momento, el momento entre chiste y chiste, porque tiene situaciones muy simpáticas, en que casi sin habernos dado cuenta, ya tenemos montado el drama social, Eduardo Galán ha sacado el conejo de la chistera y la historia se convierte en una bella historia de amor, sin perder el ambiente desenfadado y amable de unos personajes entrañables que a lo largo de la puesta en escena se van abriendo en canal.

Y así se orquesta esta obra absolutamente recomendable, con una duración de unos noventa minutos que se me pasaron en nada, dirigida por la mallorquina Carla Nyman y que tuve el gusto de ver en el Teatro Principal de Andújar el pasado 16 de febrero. Una obra de arte que conmueve y que me hará poner el foco en Eduardo Galán, no le perderé la pista.

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