10 AÑOS SIN ETA Y CÓMO VIVÍ YO AQUELLAS DÉCADAS DE TERROR

Cuando parecía tener todo preparado para soltar mi entrada habitual y casi canónica de cada fin de semana, la rabiosa actualidad que se dice, ha venido a impregnar mi estado de ánimo y me ha obligado a expresarme porque me lo pedía el cuerpo.

Ha sido importante esta semana que se recordara el décimo aniversario de la declaración de ETA de cese definitivo de la violencia, pero no ha sido este el hecho que me ha marcado, ni siquiera las erráticas y controvertidas declaraciones de Otegi. El 20 de octubre de 2021 a eso de las 11 de la noche, Televisión Española en su primera cadena emitió un espacio del género entrevista-documental titulado «Impuros» y dirigido por Alberto Utrera, en el que los exparlamentarios vascos Borja Sémper del PP y Eduardo Madina del PSOE, íntimos amigos a la sazón, se reunieron durante cuatro días para hablar de aquel pasado que sufrieron en sus carnes en la época de plomo del terrorismo y lo que ha supuesto para ellos estos diez años de paz.

El documental no tiene ningún desperdicio porque la opinión de dos personas de edad media y que fueron golpeados física y/o mentalmente durante aquellos duros años de represión de ETA y de la izquierda abertzale en el País Vasco, me vale más que cualquier político bocazas que trata de distorsionar el relato por aviesas razones.

Expresaron con tan inmensa lucidez sus vivencias que a medida que repasaban una de las partes más crudas y oscuras de la historia reciente de España me iba asaltando la necesidad de interpelar, de reafirmar, de opinar, esto me hizo recordar cómo vivimos cada uno aquellos largos y durísimos años, aunque viviéramos teóricamente alejados de los focos más calientes.

Miedo, era una de las palabras más recurrentes que utilizaban Madina y Sémper, y que denota el terrible sufrimiento de ellos y sus familias en aquellos años plúmbeos, y eso que ellos vivieron para contarlo, pero hubo muchos, tantos, hasta algo más de 850 personas que murieron a manos de la banda terrorista, personas de mayor o menor responsabilidad, de profesiones de todo tipo, de cualquier edad…; nadie, absolutamente nadie mereció ese fin.

Y es que como relataban ambos fue una dictadura del miedo, eran muchísimos más los que estaban en contra de las muertes, de la violencia, de los impuestos revolucionarios, pero la mayoría estaban callados por ese miedo insuperable a morir, y para algunos, si acaso, les era más fácil aplaudir las acciones de su vecino terrorista. Los etarras y filoetarras decidían cómo había que vivir y hasta cómo debía de morir el que ellos señalaban.

Hubo años concretos en los que como muy bien decían, se generaba un bucle insoportable de asesinato, lamento, entierro y vuelta al principio, había semanas en que se sucedían dos y tres atentados. Eran años en los que apenas nadie acudía a los entierros de las víctimas, aunque la mayoría hubiera deseado estar allí para dar calor y ofrecer respeto, pero no iban por ese miedo a que alguien los apuntara en una lista.

Debo decir que sin la crudeza con la que vivían personajes públicos y no tanto, aquellos años en el País Vasco, en el resto de España, creo que cada español por distante que estuviera, sentía algo de miedo, pero sobre todo una inmensa rabia cada vez que se producía un atentado.

La ETA tenía un entramado tan complejo y tan extraordinariamente bien urdido que intentó extender el miedo a cuantas más personas y territorios mejor; contaban con tal logística que establecieron mapas de objetivos para que en todos los territorios se apreciara su presencia y que todos los españoles experimentáramos cierto miedo, esa sórdida sensación de que en ningún sitio podíamos estar seguros.

Aunque suene un poco egoísta, para algo bueno tenía que servir que yo viviera en esa parte amplia de la España olvidada como es la provincia de Jaén, porque aquí «sólo» percibimos una sola vez sus tentáculos con la explosión de un artefacto en el Parador de Jaén que únicamente ocasionó daños materiales, pero que obviamente generó el desasosiego en mis comprovincianos que quizá desde ese momento sintieron ese miedo, o directamente lo reafirmaron aunque fuera en niveles relativamente ínfimos como era mi caso.

Cuando estaba en la mili me tocó hacer la mayor parte del servicio en Granada, en lo que antes se llamaba Capitanía, lo que también era el Gobierno Militar. Lo cuento casi como una anécdota tal vez, porque nunca quise verlo desde la trascendencia que debía tener, pero a mí me correspondía hacer la siguiente operación diaria, el establecer un calendario en el que aleatoriamente escogía un itinerario de entre tres opciones y un horario de entre tres posibilidades en el que un coche recogía a diversos oficiales. El itinerario oscilaba ligeramente de calles en el primer tercio desde su inicio pero los dos tercios restantes variaban bien poco porque para llegar a Capitanía en Granada capital poco margen había, las últimas calles del recorrido siempre eran exactamente las mismas porque eran en un solo sentido. El horario tampoco variaba mucho, yo elegía por ejemplo entre salir a las 8:05, 8:10 y 8:15, tampoco recuerdo muy bien las horas de salida pero la diferencia de un día con otro era de cinco o como mucho diez minutos. También sé que los conductores cambiaban el coche cada día, y probablemente las matrículas (eran matrículas no militares), pero tampoco había un parque amplio de vehículos y, desde luego, no eran coches blindados, eran coches normales y corrientes y algunos eran bastante cutres.

Esto se hacía como una estrategia para evitar atentados, aunque no sé si era realmente efectiva, si ETA se hubiera propuesto atentar, con un seguimiento de un par de semanas podías ver qué coches entraban en mi cuartel, una franja de horarios y apreciar las calles por dónde se llegaba. Incluso nosotros, los que hacíamos el servicio militar, nos servíamos de un espejo en el que mirábamos debajo de los coches cada vez que entraba o salía uno, para verificar si había alguna bomba lapa, aunque también es verdad que yo ni nadie sabíamos qué era una bomba lapa ni cómo identificarla porque jamás nos enseñaron una foto ni nada y obviamente no teníamos un acceso inmediato a Internet como hoy donde a golpe de búsqueda en Google te aparecen miles de fotos instructivas.

Desde luego que las medidas de seguridad que mantenían aquellas inmensas instalaciones eran bastante precarias. Para empezar los que estábamos asegurando los edificios éramos militares de reemplazo, o sea, que en un cara a cara con un terrorista teníamos todas las de perder. Yo creo que los oficiales o los que regían nuestros destinos pasaban bastante de nuestra suerte, imagino que porque estaban más pendientes de protegerse a sí mismos, que esto también me genera dudas.

Lo cierto es que no tenía mucho sentido que durmiéramos muy pocos en el acuartelamiento y, por ejemplo, cuatro personas tenían que hacer imaginarias para vigilarse a sí mismas cuatro personas. Por lo que respecta a las guardias que hacíamos con fusil, la ETA nos podía haber matado tropecientas veces porque los cargadores que teníamos estaban precintados con cinta de embalaje y no estábamos ni en una garita ni nada, al aire libre en una especie de patio alto donde se te veía a bastantes metros alrededor, o sea, un blanco perfecto. Por cierto que como bicheaba bastante entre los papeles de los oficiales, que algunos eran bastante descuidados, una vez vi una circular en la que se instaba a los mandos a reforzar la seguridad ante las sospechas de un inminente atentado de la banda terrorista, aunque la verdad es que yo no vi jamás que ese refuerzo se viera por ningún sitio.

Con todo y con eso puedo decir que vivimos esos tiempos con una especie de miedo relativo, ni éramos objetivos como militares de reemplazo y luego en la vida civil y durante muchos años yo viví con asco, rabia y estupefacción cada vez que ETA golpeaba. Recuerdo que estaba en la universidad, en un piso de estudiantes, y fue el primer asesinato del GAL, todos los presentes nos alegramos, muchísimos españoles se alegraron. Sí, no fue lo mejor, era una guerra sucia en la que el Gobierno no debió haber entrado, pero era como pagarles con la misma moneda, con terrorismo, a aquellos que cada semana nos compungían el corazón, era una especie de venganza barriobajera que era equiparable a ese champán con el que se decía que brindaban muchos filoetarras cuando un atentado había sido un éxito.

Dentro de esas vivencias que se me van viniendo a la cabeza, recuerdo que hice con mi exmujer, por entonces novia, un viaje de fin de semana a Benalmádena, a la vuelta a Linares-Baeza se nos sentó al lado en el tren un señor vasco que deseaba fervientemente que le tocara la lotería primitiva para poder dejar su tierra y disfrutar del clima pero sobre todo de la libertad del sur, porque la vida en el País Vasco era irrespirable, porque caminar al lado de los que aplauden asesinatos de seres humanos debía ser vomitivo, porque soportar la extorsión del impuesto revolucionario tenía que ser angustioso como refleja con acierto «Patria», la novela de Fernando Aramburu.

Gracias a Dios y a las instituciones, y al pueblo, el fenómeno de ETA fue arrinconándose, jueces, fuerzas de seguridad del Estado, ministerios y la colaboración inequívoca de Francia a partir de principios de los 90 comenzó a fraguar su fin. Pero también y muy fundamentalmente que el pueblo comenzó a hartarse, y sobre todo los vascos que en su mayoría estaban callados por miedo, en todas las extensiones de este, y que percibieron que nada tenía sentido ni los asesinatos de políticos, guardias civiles, militares o policías, ni la de empresarios, niños o víctimas colaterales de una guerra cruenta.

Una Irene Villa destrozada, el atentado en la plaza de la República Dominicana en Madrid, el cuartel de Zaragoza donde murieron niños, como en Hipercor de Barcelona y, muy especialmente, el secuestro de Miguel Ángel Blanco fueron hitos sin vuelta atrás de esa barbarie que fue poco a poco sacando a la gente de su estado de apatía y la lanzó a las calles.

Además como la mayoría de los proyectos humanos, la ETA también se percibía que tenía fecha de caducidad, si su fin era la independencia del País Vasco a través de la lucha armada, incluyendo la eliminación de los impuros, de los no vascos en su tierra, el proyecto se fue claramente desfondando, básicamente porque en tres o cuatro décadas no se consiguió políticamente nada y el único y deplorable éxito fue el de haber matado a seres humanos y generar muchísimo dolor.

Curiosamente también comenzó a percibirse que la ETA tampoco era una banda de terroristas con fines políticos sino una especie de mafia, de banda de malhechores sin más, que pensaban más en sus intereses personales que en unos cada vez más lejanos y oníricos objetivos trascendentes. Los líos de faldas y cuernos estaban a la orden del día, el tráfico de drogas también y finalmente muchos terroristas asumieron más que en cualquier anhelo de liberación del supuestamente alienado pueblo vasco, el que estaban ahí unos años para ganar un muy buen dinero (procedente de los suculentos e hirientes impuestos revolucionarios) y si no les pillaba la policía o la guardia civil podrían retirarse bien jóvenes a vivir la buena vida en unas vacaciones eternas a destinos tan paradisíacos como Venezuela, República Dominicana o el Caribe mexicano.

Por otra parte en referencia a todo este desfondamiento cabe comprender que cuando uno es joven ve el mundo de una manera, pero cuando hay terroristas que están en prisión durante décadas y perdiéndose los mejores años de su vida por defender una causa que no ha tenido ningún efecto, pues eso quema y no poco. Muchos de ellos se vuelven más sensibles, si se quiere más humanos y quieren vivir el resto de sus vidas de una manera más normal y, de forma contradictoria, de lo más pacífica posible. Desde las cárceles y con años entre cuatro paredes ya se ve todo diferente y las disidencias se sucedieron.

Tan paradójico fue el sinsentido de esta banda de sanguinarios que, aun defendiendo la pureza de la raza vasca, en un alarde de xenofobia propio de la Alemania nazi, muchos terroristas no eran vascos, o no lo eran de origen o si habían nacido en el País Vasco eran de familias inmigrantes procedentes de Galicia o Castilla León básicamente. Apellidos como Soares Gamboa, Troitiño, Carrera, De Juana Chaos, López Riaño o los muy castellanos López Peña o López Ruiz, apodos de Thierry o Kubati, dan idea de la desnaturalización de los principios o de ideas, ya saben «estos son mis principios y si no les gustan...».

Aquella larga entrevista de Madina y Sémper me deparó no pocas reflexiones, una de las más importantes es precisamente algo que queda patente en todo lo que he escrito hasta ahora, que el movimiento nacionalista vasco y, por ende, cualquier movimiento nacionalista, son profundamente xenófobos, son más que segregacionistas. También es una realidad y un peligro que se aprecia en los extremismos, la marginación de los distintos, de los impuros, de los extranjeros, de los que tienen otro color o hablan diferente a ti. Y es que no se puede ser más corto de miras y más zoquete porque en este mundo no hay nadie que pertenezca a una tierra, todos somos fruto de movimientos migratorios por diferentes causas a lo largo de la historia.

La realidad es que ETA ya no mata y a mí me vale, es verdad que no han desvelado quién hizo tal o cual asesinato, dónde están sus arsenales de armas, si es que no las han vendido ya en el mercado negro, si sus secuaces han pedido perdón o si van a dejar de hacer esos asquerosos homenajes a asesinos que salen de las cárceles (ongietorris). A mí me vale que sean así de inhumanos e insensibles más que tener que sufrir cada cierto tiempo una muerte en nuestras sobremesas, que vivan con su orgullo, con su rencor, con la imagen en sus cabezas de esas personas a las que asesinaron, a ver si les estalla su remordimiento. Mucha gente se quedó por el camino, nosotros ganamos y ellos, que eran los malos, perdieron.

Nunca he viajado al País Vasco y ahora precisamente he renovado mi interés por viajar a aquella bella tierra, en la que había y hay más gente buena que mala, la diferencia entre unos y otros es abismal, aunque en su momento otros prefirieron mirar hacia otro lado por aquel miedo insuperable. Curiosamente hilando con ese concepto que había indicado un poco más arriba acerca de que somos individuos herederos casi del nomadismo de nuestras generaciones precedentes, uno de mis ocho apellidos es vasco, soy Rezola de séptimo apellido, el segundo de mi abuela paterna, y al parecer oriundo de Guipúzcoa, existiendo una familia que tenía una empresa de jabones llamada Lizarriturri y Rezola en San Sebastián hasta 1992 y un familiar mío descubrió que eran nuestros parientes lejanos, así que pasearé por las calles de esa ciudad evocando qué le depararía a mis tatarabuelos hace un siglo sus vidas y qué les inspiró para emigrar al sur, un viaje teóricamente antinatural.

Y, por supuesto, Borja Sémper y Eduardo Madina me representan.

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