"PATRIA", DE FERNANDO ARAMBURU

Ya llevaba más de un año este libro en mi escritorio y tocaba definitivamente que le metiera mano, un libro del que hace un tiempo se estuvo hablando mucho. Un auténtico exitazo que, no perdamos la perspectiva, se puede escribir hoy y, sin embargo, hace un par de décadas, incluso menos, hubiera sido impensable.

«Patria» es una novela de ficción absolutamente real. Fernando Aramburu destila a través de historias familiares que se entrelazan, el devenir de la banda terrorista ETA en aquellos años de plomo en los que cada semana raro era que el telediario de turno no abriera con un nuevo atentado, con un asesinato que destrozaba una familia y que a la mayoría de los españoles nos compungía y nos llenaba de rabia.

Es ficción pero es todo tan real, o da esa impresión, aunque uno no tenga el tacto para haber pulsado directamente la realidad que se vivió en el País Vasco, que lo vives de un modo tan envolvente, que la historia te atrapa con fuerza tal, que la lectura se te hace breve a la par que apasionante. No obstante, tal apasionamiento tiene más que ver con la necesidad de encontrar respuestas que a un sentimiento de agrado al ir conociendo los detalles que se trazan en la lectura.

Y es que Fernando Aramburu intenta hacer, y no sé si lo consigue, tal vez los abertzales opinen distinto, una disección objetiva de lo que era el País Vasco en aquellos años terribles. Eran tiempos convulsos en los que la gente, los vascos, trataban de hacer una vida normal, pero el activismo radical lo impregnaba todo, atentados, asesinatos, comandos, kale borroka, impuesto revolucionario… En una misma familia te podías encontrar a gente que era radical, partidaria absoluta de la lucha armada, y otros moderados que estaban en contra de todo este movimiento. Había familias euskaldunas (que hablaban euskera) donde esta realidad era perceptible, pero también familias castellanas cuyos hijos se habían radicalizado, hijos que no sabían hablar euskera y que tomaron partido por la causa etarra.

Sin embargo, esta es la historia de dos familias vascas de toda la vida, probablemente con sus ocho apellidos vascos, porque esto es lo único que no desvela la novela y que confirma que es ficción, y es que no trascienden sus apellidos. Dos familias que eran muy amigas, de salir juntos, de ir de ferias, esposas que compartían todo, maridos que acudían a la sociedad gastronómica, al frontón y que salían con la bicicleta cada domingo, iconos del espíritu vasco. Pero hete aquí que el Txato montó una empresa de transporte y le iba razonablemente bien, trabajaba de sol a sol pero le daba para vivir con cierta holgura, por lo que se convirtió en contribuyente, a su pesar, del Impuesto Revolucionario. El Txato trató de esconder este hecho a su mujer, Bittori, y a sus dos hijos, pero al final fue imposible, y ello porque la gente del pueblo comenzó a darle la espalda; y es que el Txato pagó al principio, pero luego la extorsión era de tal magnitud que casi lo echaba a pique, o casi lo obligaba a irse de la tierra a la que amaba.

Y una de esas familias que le dio la espalda fue precisamente la que compartía más con ellos, sus íntimos. Joxian era otro trabajador a lo bruto, un currito en una fundición, y claro, su familia, de tres hijos, no vivía con tanta expansión como la de sus antiguos amigos. Joxian se resistió a dar la espalda a sus amigos, pero sí Miren, su mujer, convertida en acérrima del movimiento vasco de liberación, máxime cuando además su hijo Joxe Mari se había ido radicalizando y finalmente se convirtió en un gudari, un combatiente de ETA.

El Txato tenía a los enemigos en casa, y eran sus propios trabajadores los que pasaban todo tipo de información a ETA. Las pintadas señalándolo en el pueblo (supuestamente se trata de Hernani, en la periferia de San Sebastián) se sucedían cada día. El Txato se protegía a su manera, pero se resistía a abandonar el lugar donde nació.

Y ocurrió, ETA lo ejecutó, por muy euskaldún que fuera, y Joxe Mari participó en ello. Y la historia gira antes y después con el centro neurálgico del asesinato de este empresario.

Las paradojas que se vivieron en aquellos años en el seno de cualquier familia vasca fueron bestiales, no había un único pensamiento, las amplias paletas de colores se sucedían por doquier, Bittori y el Txato tenían dos hijos, Nerea, que en su juventud acudía con fervor a manifestaciones independentistas y el mayor, Xabier, que era médico y no se interesaba mucho por la política, su vida era su trabajo. Por otro lado, la familia de Joxian tenía de todo un poco, Miren todo vísceras, Arantxa la mayor, muy crítica con la violencia y a la postre se casó con un chico nacido en el País Vasco, de padres castellanos y que no hablaba euskera; Joxe Mari el etarra y Gorka, el pequeño, que huía de la kale borroka y que se implicaba en los actos para no caer mal a su cuadrilla, pero que al final no se dejó arrastrar y acabó en San Sebastián defendiendo su tierra y su lengua desde su pluma virtuosa y a través de las ondas de radio donde era locutor, salió homosexual.

Pasada la muerte del Txato, en un entierro al que no acudió casi nadie, ni sus obreros, las víctimas lo son aún más, sin el calor de nadie, asumiendo su pena a solas y siendo acosadas. De hecho Bittori se mudaría a San Sebastián, una gran ciudad donde la presión del pueblo se diluía.

Aquel movimiento de liberación, recuerda el autor, estaba completamente engrasado, los políticos, el cura del pueblo, la gente de la calle; y el miedo, un impuesto revolucionario que era un impuesto del miedo…, todo resultaba insuperable. En realidad, todo era muy mafioso, a la sazón, cuando todo empezó a desmontarse, lo conseguido fue nada, sangre y dolor, e incluso vidas de jóvenes cegados por unas ideas, que perdieron sus mejores años en la cárcel. Los propios líderes de aquellos años, se rebelaron como unos aprovechados, que se escudaron en toda esta trágica movida para enriquecerse, tal cual lo harían los mafiosos.

Y sí, fueron años odiosos, el Estado perdió mucho, es verdad, pero su maquinaria era inevitablemente más fuerte que todo un movimiento que supervivía de forma clandestina. Sí, fueron años donde a los presos se les dio para el pelo y Aramburu no elude ese relato.

Bittori volvió al pueblo, y eso pareció fastidiar a todos aquellos a los que una vez le dieron la espalda, a aquellos que se alegraron de la muerte de su esposo, a aquellos que no apretaron el gatillo pero que no hicieron nada para evitarlo; y parecía que la presencia de aquella mujer todo coraje era toda una ofensa. Ella era la víctima pero ahora era el pueblo el que se sentía víctima de ella, terrible.

Y es que pasando al mundo real, durante muchos años los ejecutores siguieron apretando la soga de las víctimas. Aún recuerdo un reportaje televisivo en el que salía una mujer vasca de toda la vida, a la que asesinaron a su marido empresario. Tuvo que soportar, no sé si hoy aún, que su asesino le montara debajo de su piso, una empresa de cristalería.

A Bittori, enferma de cáncer, no le llama otra cosa en lo que le resta de vida que intentar que Joxe Mari le pida perdón y, de paso, que le diga quién mató a su marido. Bittori conseguirá una aliada en la familia de Joxian, su hija mayor Arantxa, que aquejada de un ictus, malvive en su silla de ruedas, pero que es firme y determinada en sus ideas; ella será el impulso y el contacto para llegar a Joxe Mari.

Libro duro, que escuece, que lacera. Una realidad que hoy sigue latiendo, ese latido jamás se detendrá, fue mucho dolor, hay muchas familias que viven con el recuerdo de sus seres queridos, mujeres a las que les quitaron su amor, hijos que se criaron sin padre y nietos que jamás conocerán a su abuelo.

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