Pasados apenas treinta años desde que el cómic o tebeo clásico sucumbió a la televisión, a los videojuegos, y ya más recientemente con los ordenadores y los móviles se le terminó de dar la puntilla, es triste apreciar que aquellos personajes ficticios han pasado al olvido más absoluto, quitando a Mortadelo y Filemón, a Zipi y Zape y a muy pocos más, que eran, de algún modo, las historietas más populares.
Con el paso de los años a esos otros personajes se les va apartando del recuerdo y quedan velados en un rincón de nuestras bibliotecas o en un hueco entre nuestras neuronas asociadas al pasado. Pero si los personajes de tebeo se encuentran en esa tesitura, los padres de los mismos apenas gozaron, ni gozarán ya de un mínimo reconocimiento, ni tan siquiera de una lejana evocación.
Esto ocurre con el padre de este personaje, si ya pasados esos treinta años desde que se dejó ver en las revistas infantiles de la época ya es difícil recordar las aventuras y desventuras del tal Agamenón, quién sabe qué fue del gran historietista Nené Estivill.
Estivill en contra de lo que pueda indicar en primera instancia su apellido, no era catalán, pese a que se vinculara a las editoriales que en aquella época publicaban esos tebeos clásicos, y viviera en Barcelona, aunque afincado a la hora de su muerte en abril de 2011 y en sus últimos veinticinco años de vida en Palma de Mallorca.
Pero, qué homenaje se le dedicó a Nené Estivill, qué medio de comunicación recogió su óbito, y después de ello quién sabe quién fue el dibujante pontevedrés Alejandro Santamaría Estivill.
Por cierto que para valorar en su justa medida de qué pasta estaban hechos estos historietistas hay que decir que este gallego alternaba su pasión artística con su trabajo en Telefónica, y al parecer, precisamente el incremento de responsabilidades en esa empresa fue lo que le hizo dejar aparcadas las plumas de forma profesional en el inicio de la década de los 80, aunque ocasionalmente las retomó. Ahí es nada, este tipo dedicaba su tiempo libre para deleitarnos con personajes como este.
Bueno, pues para ese recuerdo tenue he de señalar que tuvo el mérito de introducir en el panorama historietista español una temática que hasta ese momento no había quedado reflejada en el papel y era el mundo rural. Si hacemos una breve recopilación nos damos cuenta de que algo fallaba en las historietas de los años 60, sus personajes eran de ciudad (los Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, el Botones Sacarino, Don Pío, Carpanta...), algo que precisamente no se correspondía con la realidad de aquella España que aún seguía siendo más rural que urbana.
Agamenón fue el reflejo, de algún modo, de aquel mundo rural, de ese mundo noble, sin prisas, sin agobios, algo rudo, pero sin maldad. Además, rápidamente se identificó con ese medio rural, no sólo por sus andanzas, sino también por su forma de hablar que reproducía la fonética de mucha gente del campo, juntando palabras, con algunas incorrecciones léxicas, con giros impropios. El propio Estivill reconoció que el habla realmente se correspondería con la de los habitantes de algún pueblo anónimo del Pirineo aragonés, aunque en puridad, el habla de los personajes de Agamenón, se podía asemejar al de muchas zonas de España, y hoy creo que seguiría estando vigente. Ese habla se identificaría también con la de Paco Martínez Soria, ese actor que con la repetición infame de películas por TVE, ha terminado por caerme mal, lo siento.
El personaje en sí de Agamenón representaba a un mozo bruto, natural, algo gandul y comilón, que resolvía los problemas cotidianos que le surgían, a lo bravo, con no mucho cerebro, aunque a veces, esa inocencia o ingenuidad, igual que ocasionaba trastadas monumentales, también se alternaba con que esas ocurrencias agamenonianas acababan por resultar brillantes y dignas de elogio.
Pese a que Agamenón fuera el más brutote de Villamulas del Monte, en esa localidad ficticia abundaban los personajes del mismo corte, el padre del propio Agamenón, el alcalde, los comerciantes, los amigos, salvando algún empollón, el médico o el maestro, que trataban de mantener un equilibrio exiguo y obviamente desigual en un pueblo donde el progreso apenas había llegado.
Al hilo de lo anterior, Estivill sentenciaba con rigor la tradicional pugna entre la ciudad (los listos, los avanzados) y el campo (los palurdos y chapados a la antigua), siempre a favor de este último. En este sentido, en alguna de sus andanzas, Agamenón se topa con jóvenes urbanos que, amparados en esa especie de privilegiado estatus de lo moderno, tratan de aprovecharse para su regodeo de los pobres e inocentes pueblerinos protagonizados por nuestro joven amigo. Y aquí Estivill no se andaba con rodeos, Agamenón solía revertir su desventaja cultural con soluciones directas que siempre le hacían salir victorioso, y humillados a los urbanitas.
Esa vida del pueblo era tranquila, de profundo amor a la naturaleza y los animales, sana y ociosa hasta cierto punto; a nuestro amigo Agamenón se le veía en muchos episodios sentado en un taburete, dedicado a comer chorizos o consistentes pucheros en los que el ingrediente principal eran las alubias. Esto sacaba de quicio a su padre que, de vez en cuando, le soltaba algún mamporro para despertarle de esa placentera holgazanería. Pero, eso sí, cuando se trataba de trabajar, Agamenón trabajaba como un auténtico mulo, y no tenía rival en este aspecto.
Había no pocas ocasiones en las que Agamenón tenía que emplear su fuerza bruta, para ayudar a una joven, salvar al pueblo de unos ladrones, o incluso de unos descarados niños de ciudad, entonces sacaba a pasear sus puños o blandía una porra, a modo de rey de bastos para darle candela a cualquiera de forma impenitente.
Lo curioso de esta historieta y que, tal vez, sea el recuerdo más relevante que tengan muchos de mi época acerca de la misma, es que gran parte de las historietas terminaban con una sentencia de la abuela de Agamenón que decía «Igualico, igualico que el “defunto” de su “agüelico”». Es decir, que de casta le venía al galgo y, además, cuando la abuela soltaba esa coletilla por su boca siempre se la veía afanosa haciendo tareas de lo más dispares (tejiendo, cocinando, arreglando cacharros, limpiando...).
Puedo manifestar sinceramente que la carga doctrinal de esta historieta era ninguna o prácticamente ninguna, o sea, que era un tebeo para niños y jóvenes, destinado a la risa y la diversión, sin más; y esta conclusión siempre la saco tras mostrar los tebeos que suelo ir leyendo a mi hijo, y este ha sido de los que más le han gustado, porque los ha entendido casi todos y se ha reído mucho, además eso de igualico, igualico..., le ha hecho mucha gracia, con lo que, de algún modo, reafirma el sentido con el que bueno de Estivill culminaba la mayoría de las historietas de Agamenón.
Con el paso de los años a esos otros personajes se les va apartando del recuerdo y quedan velados en un rincón de nuestras bibliotecas o en un hueco entre nuestras neuronas asociadas al pasado. Pero si los personajes de tebeo se encuentran en esa tesitura, los padres de los mismos apenas gozaron, ni gozarán ya de un mínimo reconocimiento, ni tan siquiera de una lejana evocación.
Esto ocurre con el padre de este personaje, si ya pasados esos treinta años desde que se dejó ver en las revistas infantiles de la época ya es difícil recordar las aventuras y desventuras del tal Agamenón, quién sabe qué fue del gran historietista Nené Estivill.
Estivill en contra de lo que pueda indicar en primera instancia su apellido, no era catalán, pese a que se vinculara a las editoriales que en aquella época publicaban esos tebeos clásicos, y viviera en Barcelona, aunque afincado a la hora de su muerte en abril de 2011 y en sus últimos veinticinco años de vida en Palma de Mallorca.
Pero, qué homenaje se le dedicó a Nené Estivill, qué medio de comunicación recogió su óbito, y después de ello quién sabe quién fue el dibujante pontevedrés Alejandro Santamaría Estivill.
Por cierto que para valorar en su justa medida de qué pasta estaban hechos estos historietistas hay que decir que este gallego alternaba su pasión artística con su trabajo en Telefónica, y al parecer, precisamente el incremento de responsabilidades en esa empresa fue lo que le hizo dejar aparcadas las plumas de forma profesional en el inicio de la década de los 80, aunque ocasionalmente las retomó. Ahí es nada, este tipo dedicaba su tiempo libre para deleitarnos con personajes como este.
Bueno, pues para ese recuerdo tenue he de señalar que tuvo el mérito de introducir en el panorama historietista español una temática que hasta ese momento no había quedado reflejada en el papel y era el mundo rural. Si hacemos una breve recopilación nos damos cuenta de que algo fallaba en las historietas de los años 60, sus personajes eran de ciudad (los Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, el Botones Sacarino, Don Pío, Carpanta...), algo que precisamente no se correspondía con la realidad de aquella España que aún seguía siendo más rural que urbana.
Agamenón fue el reflejo, de algún modo, de aquel mundo rural, de ese mundo noble, sin prisas, sin agobios, algo rudo, pero sin maldad. Además, rápidamente se identificó con ese medio rural, no sólo por sus andanzas, sino también por su forma de hablar que reproducía la fonética de mucha gente del campo, juntando palabras, con algunas incorrecciones léxicas, con giros impropios. El propio Estivill reconoció que el habla realmente se correspondería con la de los habitantes de algún pueblo anónimo del Pirineo aragonés, aunque en puridad, el habla de los personajes de Agamenón, se podía asemejar al de muchas zonas de España, y hoy creo que seguiría estando vigente. Ese habla se identificaría también con la de Paco Martínez Soria, ese actor que con la repetición infame de películas por TVE, ha terminado por caerme mal, lo siento.
El personaje en sí de Agamenón representaba a un mozo bruto, natural, algo gandul y comilón, que resolvía los problemas cotidianos que le surgían, a lo bravo, con no mucho cerebro, aunque a veces, esa inocencia o ingenuidad, igual que ocasionaba trastadas monumentales, también se alternaba con que esas ocurrencias agamenonianas acababan por resultar brillantes y dignas de elogio.
Pese a que Agamenón fuera el más brutote de Villamulas del Monte, en esa localidad ficticia abundaban los personajes del mismo corte, el padre del propio Agamenón, el alcalde, los comerciantes, los amigos, salvando algún empollón, el médico o el maestro, que trataban de mantener un equilibrio exiguo y obviamente desigual en un pueblo donde el progreso apenas había llegado.
Al hilo de lo anterior, Estivill sentenciaba con rigor la tradicional pugna entre la ciudad (los listos, los avanzados) y el campo (los palurdos y chapados a la antigua), siempre a favor de este último. En este sentido, en alguna de sus andanzas, Agamenón se topa con jóvenes urbanos que, amparados en esa especie de privilegiado estatus de lo moderno, tratan de aprovecharse para su regodeo de los pobres e inocentes pueblerinos protagonizados por nuestro joven amigo. Y aquí Estivill no se andaba con rodeos, Agamenón solía revertir su desventaja cultural con soluciones directas que siempre le hacían salir victorioso, y humillados a los urbanitas.
Esa vida del pueblo era tranquila, de profundo amor a la naturaleza y los animales, sana y ociosa hasta cierto punto; a nuestro amigo Agamenón se le veía en muchos episodios sentado en un taburete, dedicado a comer chorizos o consistentes pucheros en los que el ingrediente principal eran las alubias. Esto sacaba de quicio a su padre que, de vez en cuando, le soltaba algún mamporro para despertarle de esa placentera holgazanería. Pero, eso sí, cuando se trataba de trabajar, Agamenón trabajaba como un auténtico mulo, y no tenía rival en este aspecto.
Había no pocas ocasiones en las que Agamenón tenía que emplear su fuerza bruta, para ayudar a una joven, salvar al pueblo de unos ladrones, o incluso de unos descarados niños de ciudad, entonces sacaba a pasear sus puños o blandía una porra, a modo de rey de bastos para darle candela a cualquiera de forma impenitente.
Lo curioso de esta historieta y que, tal vez, sea el recuerdo más relevante que tengan muchos de mi época acerca de la misma, es que gran parte de las historietas terminaban con una sentencia de la abuela de Agamenón que decía «Igualico, igualico que el “defunto” de su “agüelico”». Es decir, que de casta le venía al galgo y, además, cuando la abuela soltaba esa coletilla por su boca siempre se la veía afanosa haciendo tareas de lo más dispares (tejiendo, cocinando, arreglando cacharros, limpiando...).
Puedo manifestar sinceramente que la carga doctrinal de esta historieta era ninguna o prácticamente ninguna, o sea, que era un tebeo para niños y jóvenes, destinado a la risa y la diversión, sin más; y esta conclusión siempre la saco tras mostrar los tebeos que suelo ir leyendo a mi hijo, y este ha sido de los que más le han gustado, porque los ha entendido casi todos y se ha reído mucho, además eso de igualico, igualico..., le ha hecho mucha gracia, con lo que, de algún modo, reafirma el sentido con el que bueno de Estivill culminaba la mayoría de las historietas de Agamenón.
Comentarios
Yo me encontré con muchas de sus historias entre mis montones de tebeos de aquella época que leia y releia..
Hoy me he puesto ha buscar el origen de aquella coletilla de la abuela "igüalico, igüalico que...", que aún deambula entre las neuronas de mi cerebro con agradable nostalgia, y me he topado con tu excelente aportación... Gracias de nuevo amigo!