"EL JARDINERO FIEL", DE FERNANDO MEIRELLES

El mundo ha entrado en una fase inquietante que para algunos puede parecer apasionante, nos ha tocado una vida donde vamos a experimentar casi de todo, no sé si nuestros ascendientes de apenas unas generaciones atrás podrían decir lo mismo. Que en un período vital tan corto, un soplo en los millones o infinitos años que tiene el mundo, hayamos vivido guerras, inundaciones, caída de regímenes, ascensión de populismo, pandemias o activación de volcanes es, desde luego, un escenario que nos informa de lo vibrante que está nuestro minúsculo planeta y lo que tal vez no imaginamos es lo que pueda ocurrir en los próximos meses o años.

Lo de la pandemia ha superado cualquier relato o producción cinematográfica imaginable, es un drama, escondido, pausado, en relación con las epidemias del Medievo, pero dramático y con un brutal coste de vidas humanas. En este sentido, las farmacéuticas han renovado su carácter de grupos de presión (lobbys) en un mundo que ha requerido con urgencia de su intervención en la búsqueda de soluciones. El COVID-19 se ha comportado como si tuviera un diseño teledirigido e inteligente, un virus que se lleva por delante a los más débiles, a los más mayores, a los improductivos (no se tome esto como peyorativo) es manifiestamente segregacionista; ya nos han convencido de que no ha podido ser creado por el ser humano pero tiene características intrínsecas a la maledicencia humana, con capacidad de autodestrucción como especie.

Que haya costado menos hallar una vacuna que un medicamento que cure el COVID-19 es algo que inquieta también. Y habrá que vindicar el papel de esas farmacéuticas en una situación crítica que, no creada por ellas, vamos a pensarlo, va a suponer una solidificación de sus posicionamientos. Si antes eran fuertes ahora lo van a ser más.

Escuchaba yo antes de la pandemia que las tres industrias más poderosas de este mundo son las armas, las drogas y las farmacéuticas, una de ellas inmoral, la otra ilegal y la tercera pues que cada cual ponga el adjetivo que crea conveniente.

Hace años, muy al principio de la génesis de este blog leí un interesante libro titulado «Los inventores de enfermedades» del periodista germano Jörg Blech, y en él destapaba los tejemanejes de la industria farmacéutica a lo largo de las últimas décadas, cómo han sido capaces de influir en los servicios sanitarios de todo el mundo para que los índices de las analíticas reflejen que un porcentaje increíble de población, que en algunos países desarrollados roza el 50 %, tenga el colesterol alto, para que lógicamente ellos puedan vender sus pastillas; o cómo se han sacado de la manga enfermedades que no son enfermedades para distribuir sus medicamentos elitistas y supercaros contra la disfunción eréctil, la ansiedad o la melancolía.

Todo un ejército de científicos, médicos, farmacéuticos, auxiliares, probadores… se ha puesto manos a la obra para la búsqueda de la vacuna, a la postre conseguida; escuché que detrás de una de esas vacunas había más de 40.000 personas, esto nos da idea del poder que tienen. Ahora nos van a poner la tercera dosis y decía un compañero mío de trabajo con sorna esta semana que deben ser unos magníficos comerciales estos de Pfizer.

Sirva todo esto de preámbulo para comentar esta película que me amenizó hace un par de fines de semana, la temática va por estos lares y precisamente porque no es una producción al uso he querido traerla a esta bitácora, porque gravita sobre el poder de este sector.

Esta película de 2005 dirigida por el exitoso director brasileño (Ciudad de Dios, 2002) pone el dedo en la llaga y saca a relucir los trapos sucios de la industria farmacéutica, probablemente no vivamos para conocer los chanchullos en los que andan metidos porque su poder es enorme, pero sí que nos ayuda a reflexionar y a tomar criterio y opinión.

Justin Quayle (Ralph Fiennes) es un diplomático británico destinado en Kenia y lleva una vida anodina de diplomático, convirtiéndose su afición a las plantas casi en el mejor antídoto para combatir esa vida un tanto plana. No obstante está ahí su mujer, a la que ama con locura, a medio camino entre periodista y activista que le ayuda a superar el sopor profesional.

La narración tiene saltos discursivos y, de hecho, prácticamente nace con la muerte de su esposa en el referido país africano en extrañas circunstancias. La construcción del relato es lo que le tocará hacer a Quayle, el saber qué hay detrás de lo que ha sido un asesinato, si ella le era o no fiel (murió al lado de otro activista del que tiene indicios de que podría ser su amante).

En realidad, sin intentar desvelar mucho de la trama, su esposa Tessa Quayle (Rachel Weisz) ha descubierto junto con su amigo y también activista Dr. Arnold Bluhm (Hubert Koundé) que una multinacional farmacéutica está probando un supermedicamento contra la tuberculosis en determinada población keniana, pobre, sin recursos, poniendo en riesgo sus vidas, obviando las funestas consecuencias de sus ensayos, cifradas en efectos secundarios terribles cuando no la muerte.

En esa huida hacia adelante de Justin Quayle, este tiene que abandonar su pacífico estatus de diplomático para acoger el espíritu tan distinto de su mujer, es una búsqueda de la verdad, la de saber si ella le era fiel y la de concluir el trabajo que ella empezó, ¿por qué la mataron?

Con la realidad presentada de bruces percibiremos los insondables tentáculos de las farmacéuticas, sus macabras triquiñuelas, su poder, su mafiosa y maquiavélica estructura, su asepsia, su falta de escrúpulos, intereses creados y que definitivamente son el estereotipo de un sepulcro blanqueado.

Justin Quayle llevará a cabo una especie de revelación póstuma al más puro estilo de la película «Amistades peligrosas», en la que habrá vencido en la batalla moral contra un poderosísimo enemigo.

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