BEGÍJAR, MI RETIRO ESPIRITUAL

En este rumbo sin definir o camino inexplorado por el que puede y debe discurrir esta bitácora particular, tengo también el deseo de que, de vez en cuando, sirva también como miscelánea de mis vivencias, de mi vida cotidiana, de mi opinión sobre este mundo.

Hoy hablaré de Begíjar, será porque este fin de semana voy a estar allí. Esta localidad jiennense representa para mí a día de hoy un retiro espiritual, un freno a la vorágine diaria y un encuentro con el pasado. Hoy con los cuarenta años ya rebasados, uno vuelve a sitios donde ha vivido mucho y que ahora visita ocasionalmente y todo desemboca en un reencuentro con los recuerdos.

Begíjar también ha representado siempre una especie de máquina del tiempo en la que parece que hicieras una regresión a hace cuarenta o cincuenta años. No digo con esto que mi pueblo (el que siempre está en el corazón) no sea moderno, pero siempre he tenido esa sensación. Puede ser porque la casa en la que me alojo, la de mis abuelos, mi casa, no ha sufrido prácticamente ninguna modificación decorativa desde que tengo uso de razón: muebles antiguos, enseres de antaño.

Por si fuera poco, la calle Espartero (al célebre General Baldomero Espartero le han quitado por costumbre el rango), una de las más céntricas de Begíjar se ha quedado algo muerta; la gente se ha hecho mayor, no ha habido relevo en los domicilios, por la emigración o porque los jóvenes han ido a vivir a otras zonas de expansión del municipio. Esto ha pasado en muchos pueblos, las calles céntricas están desiertas, no hay tráfico, las fachadas de las casas han permanecido inalteradas desde hace decenas de años. Por eso paseas por esas calles y no hay ruido, no hay nadie, hay paz y sólo olores, olor a pueblo, olor a lumbre de madera de olivo, olor a guisos, olor a campo...

También los pueblos como Begíjar tratan a duras penas de comulgar con tradiciones ancestrales y, no haría en mi casa moderna lo que, sin duda, me apetece realizar en esta isla de reposo y solaz: Comer tortillas (tortas de harina) los fines de semana, hacer jabón casero, comerse unas tostadas en la lumbre (ahora ya no tenemos), hacer embutidos...

El Begíjar interior, el del centro mantiene todavía muchas edificaciones antiguas, de piedra, como las que se hacían antes; el reencuentro con esas casas de antaño, con mujeres viejas que se asoman al quicio, le da sentido a mi vida. Todo es tan genuino, tan auténtico que, por momentos, pienso que este pueblo es el centro del mundo. Los entierros son recalcitrantemente protocolarios, las bodas son con mayúsculas, la autoridad manda, el que tiene estudios tiene un status y se le aprecia superior y, por descontado, allí no se va de bar en bar a tapear, allí coges el sitio en uno y no te vas hasta que no te canses o hayas cansado al camarero...

Allí están mis raíces, buena parte de mí, donde nacieron, crecieron y aprendieron a ser lo que hoy son mis padres. Moran mis gozos, mis penas, mis recuerdos, yacen muchos de mis seres queridos, ahí está parte de mi infancia, parte de mi yo.

Y Begíjar no tiene nada y lo tiene todo, para mí es un sitio al que, de vez en vez, gusta ir para descansar y disfrutar de una de las mayores pasiones del ser humano: estar con la familia.

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