SEVILLA Y LA SEVILLANÍA

No he ido muchas veces a Sevilla a lo largo de mi vida y las pocas que he ido lo he hecho de forma fugaz, “a calzón quitado” como se puede decir y sin tiempo para degustar las maravillas y la idiosincrasia de la capital andaluza.

Hace muy poco y por razones personales – familiares tuve que realizar con mi mujer un viajecito a Sevilla, para realizar una importante gestión para mi vida futura, y una vez resuelta pudimos disponer de la mayor parte del día para pasear por esta gran ciudad de la que apenas conocía lo principal y menos.

Quizá por ese velo de la capitalidad de nuestra región, la gente de provincias tenemos un concepto distorsionado de los habitantes de Sevilla, al igual que lo tenemos de los habitantes de Madrid. Por un oscuro misterio pensamos que los sevillanos o los madrileños son más chulos o más creídos porque tienen de todo y pueden presumir de ello, creo que esto nos pasa a todos y entiendo que no tiene mayor fundamento que el de temer que te vas a perder en la gran ciudad y que sus habitantes te van a engullir.

Es evidente que cuando uno pasea por las calles de Sevilla o Madrid, o Nueva York, nadie le va preguntando de dónde es, ni sus vecinos van con un cartel que diga “que soy de la gran urbe, ten cuidado conmigo”. Y tal vez esa falsa máscara que nos colocamos nos impide a veces llegar a la gente de la calle, a los habitantes reales de esas ciudades que no son ni más ni menos que como cualquier mortal.

Un día algo gris y amenazando lluvia acompañó nuestro paseo por las calles, cuyo primer destino era, como no podía ser de otro modo, la Giralda, ese monumento que ejerce de singular núcleo gravitatorio de la actividad comercial y turística de la capital hispalense. Esa majestuosa torre presidiendo la Catedral es, ha sido y será objetivo de millones de cámaras fotográficas que inmortalizan la esencia monumental de esta ciudad. Aparte, las calles que desembocan en la Giralda, repletas de extranjeros con mochila al hombro y mapa en la mano, se vertebran bulliciosas, femeninas y con su entrañable ambiente mezcla de pueblo y antigüedad, ofreciendo al paseante una sensación de paz y tranquilidad en medio del ruido, difícil de expresar. A propósito, muy bonito el entorno de la Giralda y, especialmente, la prohibición de acceso a vehículos, permitiéndose sólo los coches de caballos, las bicicletas y un tranvía que le da un aire sencillamente bohemio a esa zona.

Llegando la hora de comer había que buscar fonda para avituallarse y soy muy dado a no complicarme la vida y aspiro a un simple menú, porque no me gusta demasiado que me sorprendan con facturas atravesadas con un sable. No obstante, esta vez me dejé llevar por mi esposa que se empeñó, y al final acertó, en que aprovecháramos tan singular jornada para ingresar en el tapeo sevillano.

Surgió la duda, a mí siempre me surge cuando no conozco nada, de adónde acudir más que para acertar, para no fallar, para que el lugar elegido no estuviera especializado en “sablazos”. Nos dejamos llevar por la fortuna y quizá como único criterio el apostar por un establecimiento que tuviera concurrencia autóctona, por aquello de que “donde fueres haz lo que vieres”, o por analogía aquello de que “cuando estás en carretera párate a comer donde veas muchos camiones aparcados”.

Pues allí nos metimos en el Bar La Sevillanía, en el casco antiguo y castizo de Sevilla, y rápidamente percibimos que habíamos dado en la tecla. Es de ese tipo de bares pequeñitos con una buena terraza fuera y con muchos camareros que se muestran serviciales, pero sin agobiar, y que te venden sus productos con salero. Unas cañitas con sus tapas aparte (que no van incluidas en el precio de la caña como en nuestra provincia de Jaén) nos repusieron ampliamente de la caminata matutina: arroz caldoso, albóndigas de choco, croquetas, boquerones, paella..., una extensa retahíla de tapas que era anunciada por los camareros con toda suerte de calificativos, “boquerones, muy ricos y frescos”, para que al cliente se le hiciera la boca agua.

Al poco entró un vendedor de la ONCE que se sentó a nuestro lado, un sevillano propio que era claramente un fijo del bar, porque apenas sentarse ya le estaban sirviendo y lo trataban por su nombre. En esta que los varios camareros del bar mantenían un ambiente muy simpático entre ellos mismos, esa camaradería, ese compañerismo que debe imperar en las relaciones humanas y profesionales, pero que en un oficio y en un lugar como ese, de cara al público, es más necesario. Estos camareros se reían de su estampa, hacían bromas a sus compañeros, era como un teatro en vivo en el que sólo tenías que esperar a que cualquiera de ellos saltara con algún golpe gracioso, en ningún caso forzado, para hacerte sonreír y que se tornara más placentero aun, este mandamiento nacional de la caña y el tapeo.

Entonces uno de los camareros más jóvenes tuvo la ocurrencia de pedir al de la ONCE un número al azar. Yo desconocía hasta ese momento, no juego mucho, que la máquina que llevan estos vendedores te proporciona cualquier número de tus sueños en el instante. Y el número que elige es el 00005, además pide dos, entonces sus compañeros que están al quite y por si no tuvieran ya motivos para la sorna con ambiente tan gracioso, consiguen un nuevo elemento para el chiste, el cachondeo y la socarronería. Que si no te toca, que si te toca qué vas a hacer, que ese no sale, que cómo has sido capaz de pedir ese número, y luego ya alguno un poco mosca le dijo “vamos a medias”, pero el joven, que naranjas de la China. En vista del fracaso de las negociaciones uno de los que más había pujado al joven, se le ocurre pedir otro número al vendedor, “el año de mi nacimiento, el 1962”, señala el camarero, y también compra dos boletos a medias con otro compañero. Y nuevamente cachondeo, risas e intentos de intercambiar ambos números. En fin, un rato agradabilísimo y que no podía ser más acorde con el nombre del lugar en el que estábamos, el bar se llamaba La Sevillanía, y creo que en ese punto me convencí de lo que la gente llama sevillanía.

Y no acaba ahí todo, porque cuando nos íbamos, por cierto no nos clavaron de ahí que acertáramos de pleno, no me pude resistir y pedí un número yo también para que los camareros se dieran cuenta y siguieran con la gracia el resto de la jornada después de que nosotros nos hubiéramos ido, era una manera de que me recordaran si hubiera tocado y, por supuesto, el número tenía que ser singular y fácil de recordar, el 44444.

Por la tarde seguimos disfrutando de esta Sevilla con tantos rincones donde inspirarse, primero a tomarse un cafelito y lo hicimos en una de esas plataformas flotantes que están ancladas en el río Guadalquivir, muy cerquita del Puente de Triana; además aprovechamos que empezó a llover un poco y nos resguardamos un rato, casi sesteé. Por cierto que a pocos metros de ese Puente se alza un engendro denominado el Monumento a la tolerancia de Eduardo Chillida, confieso que primero lo vi, después opiné, “menuda caca”, una serie de bloques de hormigón ensamblados sin ningún gusto artístico desde mi punto de vista de lego en la materia, y por último, vi quién era el autor. Y claro, esto me lleva a la reflexión de que como ocurre en cualquier campo artístico vale más el nombre y la fama que lo que haces, y a muchos artistas les pasa eso, se hacen célebres y ya da lo mismo lo que publiquen, pinten, dirijan, decoren o esculpan, que si lo hace cualquier persona anónima dirán que es una mierda y si lo hace Chillida dirán que es una obra de arte.

Prolongamos nuestro paseo por el margen del Guadalquivir que llega hasta la Torre del Oro, otro punto insigne y obligado de la Sevilla de siempre; tras ello nos trasladamos a la Antigua Fábrica de Tabacos que hoy es la Universidad de Sevilla. Me trae buenos recuerdos el paseo por un edificio de antaño convertido en universidad, me evoca mis años mozos en Granada, cuando uno se sentía un privilegiado al estar en un aula donde muchas generaciones de estudiantes, algunos de ellos figuras a la postre de la jurisprudencia, habían estado recibiendo lecciones magistrales en tiempos pretéritos.

No obstante, lo que en realidad estaba yo buscando con ese largo paseo, era que nos orientáramos hacia el monumento que más me gusta de Sevilla, la Plaza de España, esa maravilla de la arquitectura relativamente moderna que es una poesía al arte y la esencia de lo andaluz. ¡Cuánta gente habrá acudido allí durante décadas para sentarse en el banco de su provincia y para tomarse la correspondiente foto! Y, ya saben, el banco de Bailén es “La Batalla de Bailén”, de Casado del Alisal.

Culminamos el día con un breve garbeo por la Judería sevillana que yo jamás había pisado, nuevamente parecíamos perdidos en un pueblito andaluz con sus casas bajas, sus macetas en las puertas y el caminar de la gente que se volvía más pausado, más acorde con la sensación de paz que destilaba esta zona.

¡Bella Sevilla y qué grande su sevillanía!

No sé por qué, pero tenía el pálpito de que el rollo de los números en el Bar La Sevillanía tendría su secuela. El sorteo correspondía al viernes 4 de marzo, y a la mañana siguiente comprobé en el teletexto, más que nada por si terminaba en 4, pero ¡oh sorpresa, el número premiado fue el 61962! Así que dos de los camareros del Bar La Sevillanía recibieron ese mismo día un premio por haber nacido en 1962 y seiscientos euros por cada uno de los dos boletos que llevaban.

Espero que si alguna vez leen esto se acuerden de que yo fui “er notas” del 44444.

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