NO TODOS LOS ARROCES EN EL CAMPO ESTÁN BUENOS

Pues estaba el otro día en uno de esos eventos en los que una asociación celebra un acto benéfico para recaudar fondos, y ya se sabe que en Andalucía y yo diría que buena parte de España, uno de los mejores modos para ese fin es colocar una barra y ofrecer cervezas, vinos y viandas pasadas por la plancha, a precios populares. También suele ser habitual que estas iniciativas cuenten con un plato estrella como es la paella, convertida en la atracción del gran público que espera con ilusión a que esta delicadeza de nuestra gastronomía patria esté lista para ser servida, con el consiguiente enloquecimiento del respetable que pareciera que es la primera vez que come arroz en su vida.

Llegó nuestro turno y allí nos sirvieron nuestro platillo, que costaría un par de euros, no lo sé porque yo no los pagué; eso sí al más puro estilo campestre, en plato de plástico y cubierto del mismo material. Me senté con mi familia y en la primera cucharada ya tenía el veredicto de esta excelencia culinaria: incomestible. Para ser verdad me lo comí, porque soy persona a la antigua usanza que no deja nada en el plato, por respeto a los que no tienen y porque me enseñaron de pequeño que la comida no se tira por mala que esté.

No me pude reprimir, y eso que había gente a mi alrededor que no sé si tenían relación con el cocinero que había obrado el milagro de convertir un plato exquisito en bodrio, que había llevado una maravilla de los fogones hispanos al Olimpo del mal hacer y del peor gusto, y lo comenté a viva voz, aquel arroz estaba asqueroso, insípido y pastoso; era una amalgama en la que introducías la cuchara y se quedaba de pie, un empedrado compacto que bien pudiera haber servido de mortero para hacernos un muro de las lamentaciones.

La familia de al lado, que siempre la he tenido por bastante comedida, aprovechó mi alarde de sinceridad para confirmar lo que era más que una apreciación mía, es decir, que el arroz era un atentado al noble nombre de la paella española, y que se lo estaban comiendo, aparte de lo que yo había esgrimido antes, porque su dinerito les había costado y no está el horno para bollos.

Y viene esto a colación porque he tenido que asistir en mi vida, y seguro que me quedan muchos eventos de este tipo, a celebraciones, días de campo, reuniones familiares, despedidas de soltero..., en las que el primer valiente que se cree Arguiñano porque una vez vio hacer un arroz a un profesional, se adjudica el peligroso honor de intentar el sacrilegio de convertir la paella en una comida odiosa para mí.

Hablo, por cierto, en género masculino, casi en plan antimachista, porque tenemos los hombres esa atávica pasión de querer ser cocineros cuando no estamos en nuestra casa, bueno a mí no me pasa porque yo soy muy respetuoso con la comida, y no me atrevo a hacer algo para que lo no me considero capacitado. Y eso, aquí en Andalucía y en una buena parte de España, cuando las temperaturas lo permiten, especialmente en otoño y en primavera, es muy tradicional irse de campo para “comerse un arroz”. Y me da pánico, lo siento soy muy sincero, cuando un hombre dice las palabras mágicas, “el arroz lo voy a hacer hoy yo”, o “dejadme solo que yo me apaño”.

Para empezar, las condiciones para elaborar esta delicia susceptible de convertirse en atropello, no son las mismas que en tu casa. Generalmente la persona que trae o ha comprado los ingredientes no es la misma que la que cocina. Y tú ves que comienza a trajinar y si hay lumbre, aquello ya se convierte en un insondable arte, que si tiene poco fuego, que si echa un palo por aquí, que las trébedes no están equilibradas. Y, por supuesto, surgen comentarios del tipo de: “pero qué habéis traído”, “falta esto” o “poco tomate” o “muchos guisantes”, “o si es que tenía que haber hecho la lista yo”. Y avanza el sacrilegio, aderezado con los mirones que empiezan a hacer sugerencias, pero el que manda es el que lo hace y no acepta intromisiones. Yo particularmente me fiaría de lo que dicen las amas de casa, acostumbradas a realizar en su hogar este plato y más duchas en el manejo de los ingredientes principales.

Llega, pues, el momento cumbre en que emerge la paella o arroz campero, custodiada por el orgulloso cocinero que espera sí o sí a que la gente se coma su engendro y sobre todo que le dediquen palabras de aprobación que le refuercen en su excelso papel de ranchero de fin de semana por los siglos de los siglos. Y nada, que no, que más de la mitad de los arroces que me he comido en el campo son una argamasa cereal con tropezones de ingredientes diversos y no siempre los mismos.

A ver, me considero un buen catador, eso no quita que cuando me ocurre esto me quede callado por respeto, especialmente si es una persona mayor el obrante del atentado. Lo que peor me sienta de esta situación, más allá del mal trago que supone comerte el plato estrella con poca alegría, es que parece que todo el mundo está sujeto a una abducción extraterrestre, y celebran el plato con inopinada satisfacción, ¡qué rico!, ¡buenísimo!... ante la jactante mirada de satisfacción del cocinero que se pone ancho de orgullo y que tendrá confirmación de que puede repetir el pecado pues es claro que ha gustado a todos.

Yo, siendo respetuoso con la comida, no la tiro y me la como a regañadientes aun cuando sea hormigón armado, también intento no colaborar en este engaño, es decir, no todos los arroces en el campo están buenos, y no sé por qué demonios hay obligación de decirle al cocinero que el arroz está muy rico cuando objetivamente no es así. Por suerte mi mujer me acompaña en este sentido, y es a la única a la que puedo decirle por lo bajini que aquello es una bazofia. Entiendo que la gente premie al cocinero por educación o por costumbre, pero es que de verdad, he asistido a campos donde ha sobrado más de la mitad del arroz porque era malísimo y todo el mundo insistía en la pantomima de decir que estaba muy bueno. En estos casos, mi límite del respeto está en no decir nada y no colaborar en semejante profanación salpicada con gratuitos calificativos, todo lo más que hago cuando me preguntan si me ha gustado es asentir con la cabeza o como extremo decir un “sí” que casi no me sale del cuerpo, porque en realidad me gustaría ser íntegro y sincero y decir la verdad.

Además resulta curioso comprobar que el maestro eventual de la cocina que se atreve de higos a brevas, suele quemar bastante el arroz, o sea, que uno de los indicios de que el asunto va a ir peor que mal es que el arroz esté pasado, y claro existe una excusa perfecta para eludir la responsabilidad y hasta dárselas de que uno ha calculado todas las magnitudes: Decir que con suma pericia ha dejado que se queme parte del arroz por debajo, y entonces utilizan esa palabra valenciana que parece que aprendieron antes de ejercitarse en la profanación del arroz, que es “socarrat”, y que a mucha gente gusta realmente, pero ese recurso está al alcance de pocos (los profesionales y amas de casa), y cuando en el campo se te quema el arroz, es que se te ha quemado porque no has sabido controlarlo.

Como he dicho antes, si yo fuera al campo y me dieran a elegir a la persona que quiero que cocine, siempre pensaría en un ama de casa, que no se me tome esto como comentario machista pues es la pura realidad. Vamos a ver, quién hace en buena parte de nuestras casas la comida, quién hace del hogar casero su profesión absolutamente respetable, quién cocina diariamente, quién puede saber mejor que nadie de medidas, ingredientes, tiempos de cocción y fritura... Yo no me atrevo a cocinar en mi casa más que cuatro cosillas muy básicas, a pesar de que en mi época de estudiante sabía cocinar platos elaborados (guisos fundamentalmente), ahora no me atrevería a ponerme delante de una cocina y menos en el campo para preparar una receta que hace años que no practico. Pues esto le pasa a algunos, que preparan un arroz de vez en cuando, les falta el oficio diario y ocurre lo que ocurre.

Por otro lado, también indicaba que cuando vas de campo, la realización del arroz que parece un acto que eleva a algunos a un plano superior, viene precedida de la compra de los ingredientes. El que compra lo hace de una manera, el que cocina de otra y como cuando vas de juerga el número de personas varía con respecto a la última vez que te atreviste a hacer el arroz, las medidas como que no te concuerdan. Así que lo que decía antes que como tú lo haces de otra manera y los ingredientes no son los que tú hubieras precisado, pues la paella viene siendo un laboratorio de investigación en el que probar nuevas maneras de elaborar este prestigioso plato, teniendo de inusitados conejillos de Indias a los potenciales comensales de un día que hasta ese momento era excelso (sí porque antes de eso se tapea y yo intento tapear bien porque sé lo que viene), y que alguien ha decidido dedicarlo a hacer experimentos, ¡vaya!

De tal forma, querido lector que has llegado hasta aquí y no te has marchado, que el arroz que te vas a comer en el campo es un prototipo en todo su ser y tú eres la cobaya de turno, así te encontrarás con infinitas versiones: arroces caldosos, otros secos, sólo con carne, sólo con pescado, de todo un poco, a veces con tal cantidad de marisco y atavíos que haces una fiesta cuando encuentras un grano de arroz, con verdura o sin verdura, con picante o sin picante, con todo o con nada, con color o sin color, sosos o pasados de sal, y como digo la variante más habitual es que recién salido del fuego ya pueda servir perfectamente como munición, aspirando a ser arma de destrucción masiva en cuanto se oree un poco.

Por supuesto, habrá quien sea un poco avispado y tiente la suerte de decir que tiene un sabor diferente, a lo que el cocinero aludirá que cada maestrillo tiene su librillo, y todo el mundo lo felicitará por ese buen sabor que le ha dado y que todos desconocíamos hasta ese momento.

Ah, y por no hablar del tiempo de elaboración, pues he asistido a elaboraciones tan largas y tardías que cuando íbamos a comer eran más de las seis de la tarde y ya casi hubiera preferido un café con pastas. Esa es otra, el que lo haga tiene que saber que si consideramos a la paella como el plato estrella de la celebración tiene que comerse en el punto culminante de la fiesta, no cuando todo el mundo está deseando coger los bártulos y largarse.

El problema es que en este país todos queremos ser maestros de cualquier cosa y hay que dejar hacer a quien sabe, yo podré querer ser fontanero, pintor, albañil o electricista en mi casa, pero no soy profesional y no me saldrá la chapuza como a alguien que se dedica a eso en cuerpo y alma. Pero lo peor de todo, es que en el arroz hay una finísima frontera entre un buen arroz y un comistrajo, basta que no llegues o que se te pase, y ya la has cagado, aunque todo el mundo por educación alabe la propuesta del chef.

En fin, recuerdo que más de la mitad de los días de campo que he echado y en los que se ha hecho arroz, mi calificación es de suspenso, es decir, era conglomerado cereal. Los mejores arroces que recuerdo han sido los de las amas de casa y, por supuesto, los de cocineros o cocineras profesionales, de hoteles, restaurantes o guarderías, que le otorgan a un plato tan insigne y emblemático la categoría que le corresponde. Que siempre nos lo han dicho nuestros padres, que con las cosas de comer no se juega.

ACTUALIZACIÓN (mayo de 2017): No me he podido resistir a incluir en esta entrada algo que me ocurrió hace unas semanas. Con ocasión de un evento particular, el cocinero de turno, hombre, amo de casa esporádico y con notas de ego subido, hizo ese arroz, ese material de construcción que competía con el hormigón armado. Ese arroz que era todo menos arroz, porque si el arroz es arroz tiene que llevar arroz, y no cien mil cosas, y lo que menos, arroz.

Pues ese arroz llegó demasiado pronto, pero aun así incomible, asqueroso. Y vuelvo a insistir, como no rompamos este círculo vicioso, vamos a seguir teniendo cocineros que perpetran platos tan egregios como este. Todo el mundo le dio sus parabienes, cómo no, y el individuo en cuestión, que es una especie muy popular de la Península Ibérica, se vino arriba y en su ego exacerbado por las circunstancias, se atrevió a decir que él, un ciudadano anónimo de la provincia de Jaén, había ido una vez a hacer una paella a Valencia, la cuna de este plato, y se había atrevido a decir a los valencianos que no sabían hacer la paella y que el plato auténtico era el suyo.

Lo dicho, o rompemos este bucle o vamos a seguir conviviendo con estos delincuentes gastronómicos. Ahí lo dejo.

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