SACRALIZANDO O DEMONIZANDO A LOS MÓVILES

Pues ni lo uno ni lo otro, partamos de la base de que soy un individuo atípico en esto de la telefonía móvil, porque nunca o casi nunca llevo encima un móvil. Puedo ser, calculo yo, de ese 5 o 10% de españoles adultos que no han sucumbido a esta plaga.

A decir verdad, sí tengo móvil, uno, que es de la familia y que generalmente está en mi casa, lo tiene normalmente mi mujer, y sale a la calle con ella o cuando vamos los dos juntos. Que conste que no soy un enemigo del teléfono móvil y sí de sus formas y momentos de utilización.

Me remonto a los orígenes del móvil y a su rápida popularización; he de decir que la utilidad estaba más que demostrada, no sólo podías estar localizado siempre, algo importante para gente importante, sino que te resolvía apuros (tenías un accidente y llamabas a las emergencias, necesitabas quedar con alguien en mitad de una multitud, o tu padre te tenía que recoger cuando terminara el cine). Es decir, esa localización total y ese permanente estar en contacto con alguien cercano a ti, suponía romper muchas barreras de comunicación actual, ha salvado vidas y ha resuelto problemas de muy diversa índole.

Fue en los inicios de la década de los 90 del pasado siglo cuando comenzamos a ver los primeros móviles circular por las manos de personas con una cierta “importancia”. Eran entonces fabulosos mamotretos, que no invitaban a llevarlos consigo más que lo estrictamente necesario. Yo que conozco algo del paño, era muy típico, por ejemplo, que los alcaldes lo llevaran en su coche para estar siempre localizables, y hablaban con cierta tranquilidad, porque era un fenómeno poco extendido y la Guardia Civil no perseguía estos comportamientos, de momento.

Esa fue la primera revolución, la de la instauración del móvil como una extensión del teléfono fijo, sin más prestaciones. Y en esos inicios nos burlábamos de esa “gente importante” que iba con los móviles por todos lados, hablando en la vía pública, en un ascensor, en la cola de un banco...; no era inhabitual que se asociara la tenencia de este teléfono con los bróker de la Bolsa, y bromeábamos cuando los veíamos, entonando eso de “vendo, vendo, compro, compro”.

Después de la primera revolución, vendrían bajo mi punto de vista la segunda y la tercera. La segunda se generalizó en la década pasada, cuando los móviles que ya habían sido sometidos a una cura de adelgazamiento previa, comenzaron a llevar añadidos que poca relación tenían con el objeto principal de su uso, la comunicación. Así, se les dispuso una camarita que permitía tomar fotos y vídeos, fue toda una locura, alimentada más aún por las redes sociales, puesto que la proliferación de fotos y vídeos fue brutal, podíamos ver fotos de todo y de todos, aquí y allá, aunque la mayor parte de ellas irrelevantes. Sólo salvo al pequeño porcentaje de documentos gráficos que alguien había recogido en el lugar de la noticia: inundaciones, cargas policiales, terremotos, accidentes, escenarios deportivos. Nos convertimos en periodistas anónimos, y difícilmente cualquier acontecimiento con cierto interés mediático queda sin ser reflejado en una instantánea o vídeo. Esto desde el punto de vista de la información inmediata era fabuloso, donde había y hay una noticia es difícil que no encontremos a alguien con móvil en ristre.

La tercera revolución es la que vivimos en la actualidad, el móvil tiene acceso a Internet y todos estamos comunicados con todo y con todos, a todas horas y en cualquier sitio. Para colmo se han postulado en apenas un par de años una serie de aplicaciones que hacen más atractivo el móvil, entre las más populares está “whatssap”, que permite chatear con cualquier contacto en el móvil de forma gratuita (siempre que tengas contratado Internet o tengas acceso wifi). Nuestro teléfono casi se ha convertido en un pequeño ordenador, realmente poco le falta.

En fin, vamos a reconsiderar las múltiples funcionalidades de nuestro móvil, es un teléfono que nos comunica con cualquiera y que va con nosotros, se pueden hacer fotos, vídeos, nos permite grabar música y oírla, escuchar la radio, tiene juegos chulísimos, tiene miles de melodías de llamada, GPS, dispone de Internet..., o sea, el aparato es atractivo a más no poder, es un instrumento que puede enganchar a cualquiera, es un artilugio sumamente adictivo y, de hecho, es lo que está ocurriendo.

Vale, a veces en mi casa casi me pico un poco, pero sinceramente no he sucumbido al poder letal de este cacharro; por contra, veo actitudes en bastante gente que son preocupantes, veo por ejemplo de vez en cuando en el lugar donde desayuno los días laborables a un par de pavos que se pasan todo el rato el uno enfrente del otro pegados al móvil y tecleándolo compulsivamente.

Si hace años nos parecía un poco ridículo ver al bróker de turno hablando a la vista y el oído de todo el mundo, ahora esto es generalizado, todo Dios va hablando por el móvil por la calle, y no lo puedo negar, será que soy un retrógrado pero a mi me parecía y me sigue pareciendo una solemne ridiculez. Ves caminar a alguien y lo escuchas hablar de asuntos particulares que a nadie importa y como no sabes si realmente hay alguien al otro lado, yo algunas veces he pensado que la gente lo hace para sentirse importante y transmitir importancia. El móvil democratiza la importancia. Yo me resisto a hablar en público con el móvil, salvo en contadas excepciones, y menos aún andando y mostrando mis intimidades más o menos reservadas a cualquier viandante.

Pero el colmo de la mala educación lo vemos tan a diario que exaspera, sobre todo en esos lugares donde debiera haber un cierto respeto. En las iglesias, por ejemplo, de vez en cuando suena algún móvil, hay algunas señoras mayores que se han aficionado al chisme y puedo aceptar que se les haya olvidado apagarlo al entrar al templo; pero lo que es de todo punto inaceptable es que el teléfono suena, lo cogen y hablan, he visto gente que se sale fuera, pero es que una vez, lo juro, vi a una mujer que se levantó del banco se fue a un rincón dentro de la iglesia y allí estuvo hablando un rato, hablaba en voz baja pero en el silencio del respetable se podía oír lo que decía, realmente lamentable.

Este tipo de actitudes se repiten con cierta frecuencia, seguro que más de uno que lee esto recuerda a alguien que ha respondido al móvil en un lugar inadecuado y dando el correspondiente cante: reuniones, congresos, en un colegio, en un programa de televisión, en mitad de una conferencia...

Por cierto que hablando en general de telefonía y no estrictamente de la móvil, aunque con esta última el efecto que voy a comentar se magnifica, tenemos la mala costumbre en este país e imagino que en el mundo, que los que trabajamos en la Administración, le damos prioridad a un teléfono por encima de aquel ciudadano que está físicamente delante de ti. Es decir, que a veces tengo en mi mesa a una persona que me viene a preguntar algo, que se ha preocupado de venir desde su casa hasta mi sede y en mitad de la conversación me llama alguien por teléfono, que me pregunta lo mismo que la persona que tengo enfrente, pero paso de ésta y resuelvo todas las dudas del ciudadano anónimo que tranquilamente en su casa ha descolgado el teléfono y se ha puesto en contacto conmigo. La otra se queda con un palmo de narices, aunque lo ve normal, y yo cometo una falta de educación descarada, aunque se ve normal.

No obstante, el fenómeno que más me preocupa en el futuro es el que comentaba antes, la alienación del consumidor compulsivo de telefonía móvil que se aísla durante largos períodos del día para “whatsapear”, “tuitear”, “facebookear” o “tuentiar”, entre otros ejercicios, normalmente carentes de productividad. La peña está embobada con el artilugio y no suelta prenda, viven con él, duermen con él, y lo primero que hacen al despertarse es ver si alguien le ha mandado un mensaje. Esto es cualquier cosa menos una conducta normal, no digo que no sea habitual. Porque seamos sinceros el 95% de los mensajes de “whatssap” son chorradas, y del resto de redes sociales tres cuartas de lo mismo.

Y, por cierto, cuando he señalado unos párrafos más arriba que el móvil democratiza la importancia, en realidad, he querido decir también que el móvil crea la falsa y momentánea sensación de que somos todos iguales, iguales de importantes, de poderosos, de mundanos. Crea esa falsa apariencia de que no hay diferencias sociales, y es que una persona con escasos recursos se puede permitir el lujo de manejar un móvil de última generación, el mismo que usa un joven aristócrata reconvertido en ejecutivo agresivo.

Pero digamos sin ambages que, efectivamente, es sólo una falsa apariencia. El negocio redondo, redondísimo, de las operadoras de telefonía móvil es el de proporcionar el teléfono móvil o celular (como se le llama en Hispanoamérica) a todo el mundo, y con la estrategia de que lo tengamos a un precio bajo, casi ridículo, porque lo sustancial es el contrato o la tarjeta, es decir, enganchar al usuario porque nadie tiene un móvil para no gastar nada. Es más, suele ocurrir que la gente que menos tiene, sacrifica gastos de primera necesidad por tal de estar localizable.

No nos engañemos, el móvil podrá ser todo lo sofisticado que queramos, que te lo regalan por cambiarte de compañía, y no vale ni 300 ni 400 euros, eso es parte del negocio. Para que te regalen un móvil el precio de fabricación en el mercado asiático tiene que ser y es bajísimo, casi grotesco. Estoy convencido de que un móvil normal con pantalla táctil y acceso a Internet, de los que vemos en cada esquina seguro que no vale hacerlo más de 3 o 4 euros. Dicho esto, lo que las operadoras desean con este atractivo caramelo a tu disposición es que te ciegues y consumas: que hables, que descargues, que navegues; en definitiva, que el mínimo gasto que le supuso el regalo de este artefacto del diablo se amortice rápido y en unos días comiences a resultar rentable, y seguro que la mayoría de la gente les resulta rentable.

En resumen, no sucumbo al móvil, vivo libre, puedo ser raro, el que me busca me encuentra en el buen sentido, no me considero importante, y no me pierdo tanto como para que los que me importan no sepan localizarme. No demonizo al móvil porque reconozco su utilidad, pero tampoco lo incubo como mucha gente sí que hace, a sabiendas de que no saldrá un pollo del mismo. No soy importante, no lo quiero ser, esto es lo que hay.

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