LA VIDA EN UN CÁMPING EN EL SIGLO XXI

Ya lo he comentado en este blog que este verano estuve en un cámping después de muchos años; es más un par de meses después repetí experiencia de fin de semana en otro. Ambos en la sierra de Cazorla, y desde aquella primera experiencia estival fui anotando en mi mente detalles para plasmarlo en esta mi humilde bitácora. Como me suele pasar en algunas de mis vivencias, no soy de los que se mueven por impulsos para expresar mi opinión, sino que las mismas las dejo en algún recoveco de mi mente para que vayan macerando y provoquen finalmente en mí una corriente de pensamiento, humilde también y absolutamente personalísima.

Días antes de irme de cámping, aparte de meterme en Internet para buscar la información del lugar al que iba con mi familia, hice también una abstracción y puse en el buscador algo así como «¿qué hacer en un cámping?», y me salió un curioso blog de un tipo que comentaba su opinión acerca de estos espacios de paz y descanso, el blog se llamaba si no recuerdo mal «Diario de un gilipollas». Este ingenioso bloguero sacaba punta a todas las interioridades de la vida en un cámping, que bien mirado, desde el punto de vista objetivo, no es un lugar ni higiénico, ni limpio, ni cómodo, o al menos no lo es más que en tu propia casa y, sin embargo, por esas rarezas del ser humano, suele ser un lugar al que acude mucha gente, desde un profesor universitario, una abogada de prestigio o un currante del andamio.

Bien es verdad que cuando uno acude a un cámping tiene que saber a lo que va, tienes que modificar tus niveles de tolerancia, sabes que no hay una bañera para ti como en tu casa, que puedes acudir al váter y que puede que esté ocupado, que el de al lado pone la música a toda marcha y que los mosquitos, la mugre y ese colchón de aire intentan hacerte menos confortable tu estancia. Y, sin embargo, como diría aquel «se mueve», es decir, pese a los muchos inconvenientes que nos procura un cámping, es y seguirá siendo un formato vacacional, seguro que por muchas razones, pero yo veo dos principales y muy claras: 1. La primera es el precio, es más barato irse de vacaciones a un cámping que a cualquier otro lugar, apartamento, hotel..., salvo que tengas la fortuna de contar con un familiar o amigo que te proporcione las llaves de su piso playero. 2. Creo de verdad que para el hombre occidental el contacto con la naturaleza le sigue produciendo una atracción inexplicable; gusta más comerse un bocadillo de chorizo en el campo, aunque sea el mismo que el de casa; gusta la anarquía; y gusta, de algún modo, la vuelta a nuestros orígenes, no la vuelta al salvajismo, sino una especie de vuelta al primitivismo, de reivindicación de lo que sería de nosotros si no tuviéramos tantos adelantos y comodidades.

Nos aventuramos a acudir al primer cámping en pleno mes de julio, a sabiendas de que no estaríamos ni mucho menos solos. Más gente implica una mayor presión sobre los servicios comunes que se ven desbordados, en proporción al exceso de usuarios que a buen seguro el cámping de turno alienta por razones económicas aun cuando pueda estar en el filo de la navaja de las transgresiones legales. También puede ser que el cámping de turno no esté bien dimensionado y a la dirección del cámping le dé igual por razones también económicas, son concesionarios y no propietarios, y más infraestructuras suponen inicialmente más inversión y después más consumo y más mantenimiento, luego menos beneficio.

Estas anomalías logísticas podrían atemperarse relativamente si los usuarios cedieran parte de su egoísmo natural, de nuestro egoísmo natural, en beneficio de la comunidad. Me comentaba mi mujer que desde las largas colas de las duchas observaba como había mujeres que se recreaban en ese espacio, acicalándose, lavándose el pelo con parsimonia (como en casa), o sepa Dios qué misterio se encierra cuando una mujer entra en el baño acompañada por otra en ocasiones, y sí este ha sido un comentario machista.

Por cierto que en un cámping grande como en el que estuve en julio (Fuente de la Pascuala), existe una delgada línea de la salubridad, todo está limpio aun cuando pueda haber muchos usuarios, pero el castillo de naipes se desmorona justo en cuanto eliminemos una de las muchas cartas de la base. Si un usuario es de suyo guarro, y no es capaz de abstraerse a que está usando unas instalaciones compartidas por muchos, en cuanto hace la primera guarrería, es como si hubiera una especie de carta blanca (negra) para seguir guarreando. Por no ser demasiado escatológico, si alguien machacó un mosquito en un espejo del baño a las 10 de la mañana, a las 10 de la noche el espejo se había convertido en un cuadro puntillista.

También es cierto que en aquel cámping concretamente se permitía la presencia de perros, y que estos deberían estar siempre atados y, por supuesto, con los dueños recogiendo sus deposiciones, pero ocurría lo mismo que en el caso anterior, bastaba con que uno o varios dueños se saltaran a la torera esta norma, con la vista gorda o falta de interés de los gestores del cámping, para que todo se convirtiera en un amplio cagadero perruno, por aquello de que como todo es campo..., y por supuesto, con los canes sueltos sin demasiado control, y que conste que soy un amante de los animales y he tenido una perra fantástica hasta hace bien poco.

Por lo demás la vida en un cámping transcurre plácidamente, aunque para un usuario ocasional como yo, tuve la sensación de estar de prestado en comparación con esa serie de familias que tienen su caravana o caseta de obra o chiringuito casi fijo con sus macetas decorativas alrededor, y que más o menos parecen ser dueños de su parcela y de parte del cámping. Uno tiene esa sensación, la sensación de que hay gente que tiene más galones que tú, y que tú aspiras y aspiras pero jamás llegarás a tener sus infraestructuras, porque no puedes, o a lo mejor es porque no quieres.

El espíritu del cámping también permite que todo lo cotidiano se convierta en un remedo de libertad, donde las normas básicas se van cumpliendo pero otras más selectas, las sociales, se disipan o se suavizan por aquello de que todo se hace «a mí manera». Dicho esto, es normal que uno vaya sin camiseta todo el día, es un poco chabacano lo sé, y es casi la única norma social más avanzada que desacato, porque es una manera de sentirme libre de ataduras, un anticipo de estar desnudo. Pero dicho esto, también veías gente en bragas y calzoncillos, señoritas con su sujetador que paseaban como Pedro por su casa, niños pequeños con toda su humanidad al aire, muchas camisetas con manga a la sisa qué tanto daño han hecho a la moda; igual que horteras que llevaban todo tipo de abalorios que serían incapaces de llevar en su vida normal.

Y gordos, muchos gordos, es como si existiera una norma no escrita para que ellos acudan a un lugar de este tipo, donde la gente ha de ser más tolerante, y lo es. Y no quiero decir con esto que no tengan derecho los gordos a ir a un cámping, que no tengo yo nada en contra de la gente oronda, sino que ello puede desentrañar que no son bien recibidos en otros contextos, y esto sí que es deleznable.

Se prodigaban en mi cámping estival las personas con tatuajes, muy por encima de la media española sin temor a equivocarme. Nada tengo en contra de los tatuajes, pero a mí no me han gustado nunca y algunos me parecen un poco ordinarios, y sí, hay gente normal y respetable que los lleva y son discretos, pero hay otros.... Y bueno, encuentras a más tatuados dentro de las gentes chusmillas, que cada cual saque sus conclusiones.

Casi al hilo de este comentario un poco borde, no voy a privarme de hacer otro que es de tinte machista y lo reconozco. En aquel cámping e imagino que en muchos de los de este mundo, como decía al principio, se da cita una muestra casi fiel de nuestra sociedad, mucha clase media, pero también familias que estaban por arriba y por abajo; personas trabajadoras de cuello blanco pero más preponderancia de las de cuello azul; así como mayores casi ancianos a los que le gusta este estilo de vacaciones, gente de mediana edad como yo y jóvenes. Y aquí viene lo bueno, observé no en la generalidad, pero si en algún caso que hay chicas jóvenes, impolutas (sin tatuajes), de buenas familias y atractivas que estaban fuera de sitio, englobadas en grupos con chicos tatuadísimos y con pinta de pandilleros juveniles, de esos que tienen como animal de compañía a un perro potencialmente peligroso. ¿Adónde voy? Pues que existen muchas jovencitas que se enamoran de chulos de barrio moteros que tienen un nivel de vida, una forma de ser libre y libertina susceptible de captar a inocentes chavalitas y cuando las chicas quieren romper a veces es demasiado tarde o esa ruptura no se desarrolla por cauces pacíficos, y pasa lo que pasa, repito, pasa lo que pasa. Aunque a veces puede haber esperanza, porque un día vi a esos pandilleros sentados muy atentos, viendo a Bob Esponja en la tele y riéndose, como unos niños.

Pero bueno, no era este último comentario el objeto de esta entradilla, era más bien dejar una pequeña reflexión sobre la vida en un cámping en el siglo XXI, que es una pequeña feria en el campo, donde cada uno hace lo que le viene un poco en gana, no tiene que dar explicaciones a nadie, tiene unas pocas normas y las que hay pues se respetan así así, depende del ánimo especulativo de los que dirigen la instalación.

Ya está, uno sabe a lo que va, nadie se puede llamar a engaño, y si no le gusta la instalación o el ambiente, con cambiarse de sitio o irse a su casa tiene la solución. Ah, y tiene mucho surrealismo, porque no sabes qué historia sorprendente se podría encontrar en cada campista, si a tu lado tienes a un pederasta, a un deshollinador, a un sacerdote arrepentido, o a una reputada escritora...

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