JUGANDO A LAS CANICAS PARA MANTENER LOS RECUERDOS VIVOS

¿Hace cuánto tiempo que no habéis visto jugar a niños en la calle a las canicas? Imagino que años y años, que probablemente ni os acordéis de la última vez que asististeis a semejante acción lúdica, otrora común y hoy extraordinaria.

Con ocasión de la última de mis entradas en este blog dedicadas a la etiqueta «Juegos», estuvimos charlando en mi trabajo un rato y recordando aquellos entrañables juegos de antaño y a los que hoy ya no se juega, ha sido todo cuestión de unos años, apenas una generación contempla el sistemático cambio de la forma de relacionarse los niños con el mundo a través del juego.

Yo sigo rejuveneciendo cada día, porque buena parte de mi vida la paso estando con un niño, mi hijo, con el que comparto sus anhelos, sus inquietudes y sus chanzas, de tal guisa que me permeabilizo con su forma de ser y muchas veces me convierto como él en un niño. Por eso también quiero experimentar con él, cualquier juego en el que él quiere explorar, a la par que yo intento que conozca un abanico de juegos mucho mayor que los que practica con otros niños de su edad en la calle, las menos de las veces, o en el recreo del colegio.

Ocurrió en Nochebuena y mi hijo y yo fuimos a comprar artículos de broma a Linares, en una de las tiendas con más solera en este sector de la provincia de Jaén. Lamentablemente parecía ser que la época navideña no era propicia para la venta de esos artículos y andaban escasos de existencias; así que no me pude comprar una gafas de «culo vaso» para hacer un poco el ganso, y mi hijo adquirió algunas fruslerías entre las que se encontraban esos polvos que provocan estornudos, y que básicamente utilizó contra mí en los sucesivos días el muy ladino, a quien sabe que no se va a molestar. No obstante, también aprovechamos para comprar canicas, ya que alguna vez habíamos comentado que teníamos que jugar porque suponíamos que pasaríamos un rato de divertimento.

No sé cuánto costarían las canicas cuando yo era chico, pero ahora con un euro conseguimos varias decenas de canicas, que puestas en manos de un niño, puede ser un caos, y mi hijo es un poco trasto, con lo que meses después de aquella compra hay todavía bolas en el coche, en bolsillos de mis camisas, en la casa de mis padres y en mi propia casa.

Aquella tarde de Nochebuena intentamos apenas entretenernos un rato con nuestras canicas nuevas e inmaculadas, pero ya vimos que las baldosas de un domicilio particular no son el escenario más cómodo para chocar bolas y menos aún considerando el montón de obstáculos y recovecos existentes, muebles, sillas y mesas que propiciaban la momentánea pérdida de visión, y no tan momentánea, porque a buen seguro que debajo de muebles que se mueven muy de vez en cuando, hay algunos restos de la batalla.

No fue hasta algunas semanas después, cuando tras intentarlo varias veces y no concretar por lluvia, barro o perreritis, por fin, aprovechamos un día de campo para jugar donde había que hacerlo en la tierra, con sus desniveles, sus obstáculos naturales... Lo cierto es que tampoco recordaba muy bien las reglas de los juegos que con las canicas se hacían en mi barrio, uno era básicamente el de chocar unas bolas contra otras saliendo de un círculo que era «la casa», y a la que había que acudir de vuelta, una vez conseguido el propósito de golpear las canicas contrarias. Otro se jugaba con un hoyo, que se convertía en centro gravitatorio, al que había que acudir tras haber percutido contra las bolas contrincantes, y ese hoyo era la confirmación de que habías ganado y de que te podías quedar con esas canicas.

Tengo que decir que yo no era nada bueno jugando a las canicas, y no recuerdo haber tenido demasiadas en mi casa, más que nada porque no era de los que jugaba apostando (las canicas), era bastante agarradete con mis posesiones y me sentaba mal, y me sienta, perder arriesgando; máxime cuando, como siempre he comentado en este blog, tuve una infancia feliz sin carencias pero tampoco con excesos, y jugarme algo que había comprado con el dinero que me daban mis padres y perderlo en cuestión de segundos no entraba normalmente en mis planes. Por eso, yo jugaba en el bando de los blandengues, esos que jugaban a las canicas sin apuestas, lo que no dudo que era sacrificar la salsa del asunto.

Mi hijo y yo estuvimos jugando un buen rato, en un plan muy informal, prácticamente un entrenamiento, aunque realmente capturábamos las piezas contrarias, a la postre, todas volvieron al final de la jornada al bote en las que estaban depositadas. También he de decir que gane yo, porque a igualdad de impericia, pudo más la desarrollada motricidad fina de un adulto con respecto a un niño de nueve años.

Mientras jugábamos yo recordaba alguna de las especificidades del manejo de las canicas. Se podía jugar utilizando una cuarta, dos y hasta tres, que eran los límites permisibles para acerca y ayudar a conseguir impactos más certeros. Nunca hubo en mi barrio una postura clara acerca de si la cuarta había de tomarse entre el pulgar y el índice, o entre el pulgar y el meñique.

Del mismo modo, también rememoraba cuál era la técnica de lanzamiento más precisa, realmente había dos estilos, el que pudiéramos denominar clásico o natural que aquel en el que la canica se deposita en la base que se forma al doblar las articulaciones de falanges primera y segunda, y segunda y tercera, del dedo índice, de tal forma que se introduce el pulgar casi desde abajo para catapultar la bola. Otros, los más raros, eran capaces de colocar la canica entre la yema de los dedos pulgar y corazón, e impulsaban la bola con el dedo índice, realmente con la uña. Para gustos..., siempre lo mejor es probar, yo siempre me decanté por el estilo clásico y mi hijo también.

Pasamos, como digo, un muy buen rato, yo recomendaría a cualquiera de mediana edad como yo, que no dejara escapar la oportunidad de volver a practicar su destreza con las canicas; aquella época de antaño donde los niños jugábamos en descampados, en la que atesorabas tus bolas como joyas, incluso mantenías aquellas que estaban desportilladas, tal vez consecuencia de algún golpe de una bola de rodamiento (el que la tenía era el rey), o esas otras llamadas «defoscao», que no eran de cristal transparente, sino que parecían de mármol, muy bonitas y que esas sí que te costaba trabajo perder en una apuesta. Pero el juego daba y quitaba en función de tu pericia y de tu osadía para arriesgar.

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