Corría la Guerra Fría, allá por el año 1981, los medios de comunicación nos atemorizaban con una inminente 3ª Guerra Mundial, realmente nos asaeteaban con noticias sobrecogedoras cada día. Y en esas estábamos la gente de mi generación, sorteando cursos y disfrutando de la niñez o la preadolescencia de la manera que creíamos mejor, sin alardes ni excesos, pero con alegría y reconozco que con bastante felicidad, cuando en mitad de ese inquietante panorama comenzaron a producirse en España unas misteriosas muertes, aquejadas con similares síntomas, pero con la peculiaridad de que los casos se sucedían en puntos muy dispersos de nuestra geografía patria.
La congoja fue generalizada aunque sin llegar a ser histeria colectiva; lo cierto es que portadas de periódico y titulares de radio y televisión se preñaban cada día con las nuevas noticias de españoles que habían fallecido a causa de lo que se llamó inicialmente «la neumonía atípica», y lo que era peor, que no se conocía el motivo y, por tanto, el tratamiento no se podía precisar al desconocerse el agente causante, con lo que se atacaba médicamente a los síntomas.
Recuerdo los no pocos bulos que corrieron en aquellos meses de incertidumbre y crisis sanitaria, y eso que no teníamos Internet, aunque a veces tampoco nos ayude tanto, imaginemos por un momento la que se lió el año pasado con el ébola en nuestro país a pesar del montón de información que manejamos. Lo que era el aleteo de una mariposa en Segovia se convertía en tornado en Lugo, y basta con que algún sesudo experto saliera con alguna recomendación sin base científica para que todo el mundo adoptara su consejo. De hecho, no recuerdo cuál fue el origen de la acción, pero el caso es que mi madre nos colocó a mis hermanos y a mí una bola de alcanfor en el bolsillo pues al parecer eso inmunizaba frente al desconocido agente que provocaba esta extraña y devastadora enfermedad. Y es verdad que salías a la calle y comentabas con los amigos el asunto y daba la impresión de que el mal estaba en el ambiente y que solo la suerte nos libraría de tan nefastas consecuencias, bueno, a mí no, porque para eso llevaba la bolita de alcanfor.
Se tardó demasiado, más de lo esperable, en resolver el entuerto, murieron unas 700 personas; pasados unos meses desde que estallara la voz de alarma, meses que se hicieron eternos, por fin comenzó a hablarse del aceite de colza desnaturalizado y aquella neumonía atípica pasó a llamarse «el síndrome tóxico». Despejada la incógnita comenzaron a difundirse los nombres de las marcas que comercializaban aquel extraño aceite, de hecho, hasta ese momento yo desconocía qué era la colza y mucho menos que se extrajera un aceite de ella. De hecho, los aparentemente insólitos y hasta rebuscados nombres de esas marcas casi evocaban que llevaban el mal dentro de sí (el veneno amasado como diría José Mota), así Raelsa, Rapsa, Selmi, Raesol, Raolí o Rarnoli, comenzaron a inundar los telediarios y también se comenzó a despejar la incógnita.
Al parecer fueron aceites de uso industrial provenientes de Francia, a los que se les había añadido colorante (anilina) para que no pudieran utilizarse para el consumo humano. Los importadores españoles pensaron que comprando unas partidas importantes y sometiendo el aceite a un proceso químico para eliminar la anilina, se podría poner en el mercado, aun de forma fraudulenta, con una evidente ganancia, que era la de comprar un aceite barato y comercializarlo fuera de los canales de consumo habituales, de hecho, se vendía en mercadillos. El proceso de desnaturalización del aceite de colza y posterior naturalización provocó que la anilina no se eliminara completamente y los comentarios de la época hablaban poco menos de que ese aceite llevaba una serie de compuestos químicos letales que lo hacían prácticamente una porquería, amén de un cóctel asesino.
A la par de estas revelaciones también se iba perfilando el mapa de afectados y la tranquilidad iba por barrios. Es evidente que una de las zonas más tranquilas fue la mía, la provincia de Jaén, consabida zona de producción en masa de aceite de oliva de excelente calidad desde tiempo inmemorial y donde no se conocía lo que era el aceite de colza ni Cristo que lo fundó. De hecho, sin ser evidentemente científico esa distribución geográfica de damnificados, entre muertos y enfermos en general, se situaba en regiones con menor superficie de olivar y, por ende, menos proclives al consumo de nuestro oro líquido.
Con la misma vertiginosidad en la producción de noticias del síndrome tóxico, resuelto el enigma y atajado el problema, también cesó la ansiedad y la producción de noticias. Esto es a los enfermos se los pudo tratar de forma más eficaz, se destruyeron todas las partidas de los aceites de colza en cuestión, y se identificó a los culpables.
Y ya está, los culpables cumplieron su pena y ni se habló mucho más de ellos, o sea, unos completos desconocidos aunque imagino que para las familias afectadas no olvidarán sus nombres ni sus caras. Pero para el conjunto de la opinión pública hoy por hoy nos podríamos encontrar con aquellos trepas, por poner un calificativo suave, y hasta los podríamos identificar con honestos ciudadanos.
Por lo que respecta al propio aceite de colza, o a la colza en sí, hay que decir que es un vegetal bastante común en cuanto a su superficie (el tercero del mundo tras trigo y cebada), incluso en nuestro país, de hecho es un cultivo muy extendido para forraje de animales y el aceite, que tras el de soja y palma va también tercero en la clasificación mundial de producción de aceites vegetales, tiene numerosas propiedades, entre ellas ácidos grasos omega 3 y 6, rico en grasas monoinsaturadas (las buenas, las que tiene el aceite de oliva) y fuente de vitamina E.
Lo cierto es que la pesada marca de lo ocurrido hace algo más de treinta años nos privó de utilizar eventualmente este rico aceite y, de facto, los de mi generación siguen recordando aquella crisis sanitaria y el consumo en España de este aceite es insignificante en relación con otros aceites vegetales, aparte de que es difícil de ver en los supermercados.
A pesar de todo lo ocurrido, y pasado el tiempo y la presión de la opinión pública, surgieron algunas voces que pusieron en tela de juicio el agente causante de aquel síndrome; la hipótesis que más ha sonado desde entonces fue una que planteaba una confabulación político-empresarial para desviar la atención y culpabilizar a cabezas de turco, pues sostienen que fueron partidas de tomates (españoles y cultivados en nuestras tierras) tratados con un letal combinado insecticida. A mí me parece demasiado rebuscado y a estas alturas de la película habría habido posibilidad aún de destapar otra verdad, si la hubiere, que yo sinceramente creo que no la hay.
Pues así viví yo aquella crisis, el resumen es que no tuve la sensación de una gran psicosis, y más aún cuando conocimos que lo que provocó aquello era un desconocido para nosotros aceite de colza. Y es que no pararemos de elogiar y engrandecer a ese aceite de oliva que forma parte de nuestras vidas y de nuestros cuerpos, que los que somos de aquí abajo compramos directamente en fábrica, sin intermediarios, y que es sano lo mires por donde lo mires, y rico, rico, ¿qué te voy a contar?
La congoja fue generalizada aunque sin llegar a ser histeria colectiva; lo cierto es que portadas de periódico y titulares de radio y televisión se preñaban cada día con las nuevas noticias de españoles que habían fallecido a causa de lo que se llamó inicialmente «la neumonía atípica», y lo que era peor, que no se conocía el motivo y, por tanto, el tratamiento no se podía precisar al desconocerse el agente causante, con lo que se atacaba médicamente a los síntomas.
Recuerdo los no pocos bulos que corrieron en aquellos meses de incertidumbre y crisis sanitaria, y eso que no teníamos Internet, aunque a veces tampoco nos ayude tanto, imaginemos por un momento la que se lió el año pasado con el ébola en nuestro país a pesar del montón de información que manejamos. Lo que era el aleteo de una mariposa en Segovia se convertía en tornado en Lugo, y basta con que algún sesudo experto saliera con alguna recomendación sin base científica para que todo el mundo adoptara su consejo. De hecho, no recuerdo cuál fue el origen de la acción, pero el caso es que mi madre nos colocó a mis hermanos y a mí una bola de alcanfor en el bolsillo pues al parecer eso inmunizaba frente al desconocido agente que provocaba esta extraña y devastadora enfermedad. Y es verdad que salías a la calle y comentabas con los amigos el asunto y daba la impresión de que el mal estaba en el ambiente y que solo la suerte nos libraría de tan nefastas consecuencias, bueno, a mí no, porque para eso llevaba la bolita de alcanfor.
Se tardó demasiado, más de lo esperable, en resolver el entuerto, murieron unas 700 personas; pasados unos meses desde que estallara la voz de alarma, meses que se hicieron eternos, por fin comenzó a hablarse del aceite de colza desnaturalizado y aquella neumonía atípica pasó a llamarse «el síndrome tóxico». Despejada la incógnita comenzaron a difundirse los nombres de las marcas que comercializaban aquel extraño aceite, de hecho, hasta ese momento yo desconocía qué era la colza y mucho menos que se extrajera un aceite de ella. De hecho, los aparentemente insólitos y hasta rebuscados nombres de esas marcas casi evocaban que llevaban el mal dentro de sí (el veneno amasado como diría José Mota), así Raelsa, Rapsa, Selmi, Raesol, Raolí o Rarnoli, comenzaron a inundar los telediarios y también se comenzó a despejar la incógnita.
Al parecer fueron aceites de uso industrial provenientes de Francia, a los que se les había añadido colorante (anilina) para que no pudieran utilizarse para el consumo humano. Los importadores españoles pensaron que comprando unas partidas importantes y sometiendo el aceite a un proceso químico para eliminar la anilina, se podría poner en el mercado, aun de forma fraudulenta, con una evidente ganancia, que era la de comprar un aceite barato y comercializarlo fuera de los canales de consumo habituales, de hecho, se vendía en mercadillos. El proceso de desnaturalización del aceite de colza y posterior naturalización provocó que la anilina no se eliminara completamente y los comentarios de la época hablaban poco menos de que ese aceite llevaba una serie de compuestos químicos letales que lo hacían prácticamente una porquería, amén de un cóctel asesino.
A la par de estas revelaciones también se iba perfilando el mapa de afectados y la tranquilidad iba por barrios. Es evidente que una de las zonas más tranquilas fue la mía, la provincia de Jaén, consabida zona de producción en masa de aceite de oliva de excelente calidad desde tiempo inmemorial y donde no se conocía lo que era el aceite de colza ni Cristo que lo fundó. De hecho, sin ser evidentemente científico esa distribución geográfica de damnificados, entre muertos y enfermos en general, se situaba en regiones con menor superficie de olivar y, por ende, menos proclives al consumo de nuestro oro líquido.
Con la misma vertiginosidad en la producción de noticias del síndrome tóxico, resuelto el enigma y atajado el problema, también cesó la ansiedad y la producción de noticias. Esto es a los enfermos se los pudo tratar de forma más eficaz, se destruyeron todas las partidas de los aceites de colza en cuestión, y se identificó a los culpables.
Y ya está, los culpables cumplieron su pena y ni se habló mucho más de ellos, o sea, unos completos desconocidos aunque imagino que para las familias afectadas no olvidarán sus nombres ni sus caras. Pero para el conjunto de la opinión pública hoy por hoy nos podríamos encontrar con aquellos trepas, por poner un calificativo suave, y hasta los podríamos identificar con honestos ciudadanos.
Por lo que respecta al propio aceite de colza, o a la colza en sí, hay que decir que es un vegetal bastante común en cuanto a su superficie (el tercero del mundo tras trigo y cebada), incluso en nuestro país, de hecho es un cultivo muy extendido para forraje de animales y el aceite, que tras el de soja y palma va también tercero en la clasificación mundial de producción de aceites vegetales, tiene numerosas propiedades, entre ellas ácidos grasos omega 3 y 6, rico en grasas monoinsaturadas (las buenas, las que tiene el aceite de oliva) y fuente de vitamina E.
Lo cierto es que la pesada marca de lo ocurrido hace algo más de treinta años nos privó de utilizar eventualmente este rico aceite y, de facto, los de mi generación siguen recordando aquella crisis sanitaria y el consumo en España de este aceite es insignificante en relación con otros aceites vegetales, aparte de que es difícil de ver en los supermercados.
A pesar de todo lo ocurrido, y pasado el tiempo y la presión de la opinión pública, surgieron algunas voces que pusieron en tela de juicio el agente causante de aquel síndrome; la hipótesis que más ha sonado desde entonces fue una que planteaba una confabulación político-empresarial para desviar la atención y culpabilizar a cabezas de turco, pues sostienen que fueron partidas de tomates (españoles y cultivados en nuestras tierras) tratados con un letal combinado insecticida. A mí me parece demasiado rebuscado y a estas alturas de la película habría habido posibilidad aún de destapar otra verdad, si la hubiere, que yo sinceramente creo que no la hay.
Pues así viví yo aquella crisis, el resumen es que no tuve la sensación de una gran psicosis, y más aún cuando conocimos que lo que provocó aquello era un desconocido para nosotros aceite de colza. Y es que no pararemos de elogiar y engrandecer a ese aceite de oliva que forma parte de nuestras vidas y de nuestros cuerpos, que los que somos de aquí abajo compramos directamente en fábrica, sin intermediarios, y que es sano lo mires por donde lo mires, y rico, rico, ¿qué te voy a contar?
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