"RIÑA DE GATOS. MADRID 1936", DE EDUARDO MENDOZA

Llegó este libro a mis manos gracias a un buen amigo, Miguel Ángel Angosto, y a la sazón seguidor de este blog, que a buen seguro vio reflejado en el mismo mi aprecio literario hacia Eduardo Mendoza o tal vez alguna vez lo comentamos en nuestras conversaciones, siempre alejadas de lo prosaico.

Pues sí, me gusta mucho Eduardo Mendoza y he de manifestar muy a mi pesar que este libro me ha decepcionado. Ya he comentado en alguna ocasión que es cada vez menos orientador el hecho de que una obra haya ganado un premio importante, particularmente esta consiguió el Premio Planeta en 2010. Y es que este galardón está hecho para autores consagrados, es un premio consagrado, y busca hacer caja y no sé en qué momento se apartaron de la calidad literaria sin tacha alguna, para pasar a ser un premio especulativo impulsado por una editorial que busca portadas y nombres, dejando en segundo plano otros factores que se debieran ponderar más, básicamente el contenido, el fondo y la calidad. O es esto, o como siempre pregono, yo soy muy corto de miras, no es descartable, o lo que se presenta debe tener un tono gris, por subrayarlo de algún modo.

Y ya digo que me pesa porque Mendoza es de mis autores preferidos; pero aquí no acierta, comienza a construir una historia que es atractiva, y comienza a liarla y a liarla de tal forma que al final todo interés inicial se diluye.

Curiosamente, en una asociación de ideas un tanto caprichosa, el devenir de esta historia me ha recordado al cura de la parroquia de mi barrio a la que yo iba de pequeño. Don Luis era un hombre bueno, una buena persona, lo cual no es una cualidad que implique necesariamente provocar una vocación sacerdotal, y él no creo que tuviera una vocación exacerbada; aunque lo que peor llevaba eran los discursos, por más que cada domingo se subiera al púlpito, mi padre señalaba de él que sabía empezar pero luego no sabía salir. Y el no poder salir se convertía en una especie de lío de madeja de proporciones desorbitadas que le llegaba a poner en duda todo y sobre todo le hacía terminar de la forma menos edificante, de hecho, aún recuerdo alguna vez en la que decía algo así como: «¿Dios existe? Pues me parece muy bien, pero no lo sabemos, porque nadie lo ha visto». Sus homilías eran para enmarcarlas, pero por lo poco ortodoxas que eran, y eso que estaban dirigidas a niños.

En una suerte de maraña se fue metiendo Mendoza en este libro que mantiene el interés hasta la mitad poco más o menos, pero cuando el enredo pasa a ser cada vez mayor y la sensación de que el final va a ser errático, es cuando uno se desespera, se desencanta y aspira a que se pueda enmendar en algún momento o que el final nos depare una sorpresa mayúscula que compense la pesada espera o el largo caminar por el desierto.

Tenía buenos mimbres para hacer un gran cesto, pero bajo mi punto de vista se queda en el intento. Es invierno en el Madrid de 1936, la Segunda República instaurada en nuestro país, acaban de concluir las elecciones de febrero en un clima más que caliente, con la victoria de la alianza de izquierdas del Frente Popular pero con la victoria moral de las derechas, con la CEDA a la cabeza. Existe enorme tensión social y grandes desigualdades, con los militares más nerviosos que un avispero y, sobre todo, con la sensación de que la Segunda República no terminaba de satisfacer los objetivos que la proclamaron, provocan que se vivan momentos muy convulsos que presagian, y parece que no fue una sorpresa, el levantamiento militar que se produciría unos meses más tarde.

No ajeno a todos estos elementos aparece en escena un inglés Anthony Whitelands, un experto en arte que viaja a España con la misión de tasar unos cuadros de una familia aristocrática que, en principio, necesita liquidez para largarse de España ante la inminente confrontación bélica.

El trabajo que, inicialmente, es un trámite sencillo comienza a complicarse cuando se revela que lo que tenía que tasar no era lo que le dijeron sino un cuadro enormemente valioso y desconocido que el inglés atribuye a Velázquez y que supone un giro relevante en la historia del arte. Y es cuando a Whitelands comienzan a aparecerle personas interesadas en inmiscuirse en su días de visita profesional en España: la propia familia aristocrática que le contrató, la policía española, el Gobierno republicano, la Embajada británica, la Falange, los comunistas y hasta una prostituta a la que pretenden hacerla su protegida. Y, a todo esto, se suceden en el libro personajes históricos que en esos días también tuvieron contacto con el tasador: José Antonio Primo de Rivera y los miembros más destacados de la Falange en esas fechas, el presidente Azaña, Francisco Franco...

El problema es que no me represento a Anthony Whitelands, no me hago una imagen mental de cómo sería o cómo Eduardo Mendoza quería que hubiese sido. El caso es que no he podido llegar a esa representación, porque básicamente me ha parecido un personaje paniaguado y muy alejado de las virtudes que el resto de personajes de la novela parecen atribuirle. En un dechado de virtuosismo el interés que despierta el inglés en todo quisque es tal que en cada capítulo del libro aparece un nuevo personaje que interactúa con Whitelands, y cada vez más, y cada vez más personajes, llegados a un punto en el que si uno no lleva un cuadernillo para tomar notas, o lee el libro de un tirón, algo que no está a mi alcance, pues se pierde; se pierde porque Eduardo Mendoza traza una red que visto el final se revela incomprensible e insustancial, en definitiva, poco creíble y además es como si la historia se desinflara porque esa red no está bien tranzada, tiene destacados fallos argumentales.

Y a todo esto, en otra ida de olla de las mías, llámese asociación de ideas de andar por casa; pues resulta que tengo un compañero de trabajo que me dijo una vez acerca del proyecto ganador del diseño de un parque de mi localidad, el cual había salido elegido en contra de su criterio, que el mismo era un «Todo 100», un poco de todo y sin esencia. Pues eso le pasa a «Riña de gatos. Madrid 1936», no se sabe muy bien qué es, es historia, arte, novela negra, humor, amor, costumbrismo. En otro contexto me hubiera parecido interesante la mezcla, en este producto me deja con mal sabor de boca.

Por cierto, como último dato y esto ya no va contra el escritor barcelonés, descubro últimamente demasiadas erratas en los libros (he fotografiado una que he visto en este para que conste), una me merecería ser indulgente, pero dos o más me parecen reprochables para un editorial como Planeta que se tiene dinero para pagar fuertes sumas a los autores estrellas de su premio literario, también debiera contar al hilo con un equipo de correctores a los que no se les escapara ni una.

Lo siendo Eduardo Mendoza, me sigo quedando con «La ciudad de los prodigios», pero no hagas otra como esta que si no me voy a enfadar de verdad y entonces ya no vamos a ser tan amigos.

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