DESMONTANDO "ZOQUETES SIN FRONTERAS"

Tenía el placer hace unas semanas de ir en coche para un evento deportivo con un conocido que conducía y a la sazón era profesor de autoescuela, buena conducción y coche confortable como no podía ser de otra manera. El trayecto era relativamente largo y ello nos permitió conversar acerca de muchos asuntos. Casi por lógica hablamos sobre autoescuelas y estuvimos poniendo al día, de algún modo, la situación del sector.

Llegamos al asunto de los exámenes y de la mayor o menor exigencia de los examinadores a la hora de aprobar a aspirantes a sacarse el carnet de conducir. Eso nos llevó, o me llevó más especialmente a mí, porque era el más veterano de todos los que íbamos en el vehículo, a recordar aquella época pasada en que me saqué el carnet.

Nada menos que tres décadas de veteranía contemplan mi carnet y mi experiencia enfrente del volante, eso por cierto no es sinónimo de pericia, porque trato de ejercer de conductor con la prudencia y autoadvertencia de que no hay que relajarse jamás dado que conducir implica un riesgo importante, y a partir de ahí ni me considero un buen conductor ni un amante de la conducción, conduzco por necesidad y por independencia.

Aquella época de finales de los 80, y desconozco cómo está la situación ahora, había una especie de boom por sacarse el carnet. Una democracia que se consolidaba, una economía que crecía y el primer dinerito de ahorro de cada joven españolito iba destinado en un importante porcentaje para sacarse el carnet y comprar el posterior coche. Las clases teóricas en mi autoescuela contemplaban un aula repleta de personas, cada uno de su padre y de su madre, pelajes de todo tipo. Recuerdo que tardé poco en aprobar el teórico, a la primera, y sobre todo recuerdo que fui rápido, fue en verano, porque apenas tengo en mi mente datos de aquella primera fase, no me atribuyo ningún mérito especial en la tal celeridad porque estaba en plenitud mental y después de meses previos de pelearme con enrevesados textos jurídicos, el estudiarme el libro de la autoescuela resultaba un obstáculo franqueable y hasta un texto que resultaba amable y entretenido.

Superada esta primera fase vino el práctico, en este sentido, la autoescuela adelgazaba a partir de ahí, o lo que es lo mismo, tú ya no tenías que ir a a la autoescuela, te recogían en tu casa para hacer las prácticas y en ese mismo coche acompañabas a otros aspirantes como tú y de paso ibas viendo los recorridos habituales de los exámenes. Dado ese adelgazamiento, ahora sí, conocías personalmente a esos otros aspirantes que te comentaban sus vivencias, y sobre todo llamaba la atención aquellas personas que tenían experiencia previa, es decir, esas personas que estaban al volante y que podían contar cómo les fue en exámenes previos, o sea, que ya habían suspendido antes. En esta tesitura te contaban sus dificultades para superar el práctico, los errores propios y la escasa empatía de los examinadores. Recuerdo que una de esas personas era mayor (no menos de 55 años) y había tomado la decisión, probablemente tardía aunque por acaeceres de la vida también necesaria, de sacarse el carnet, y ya superaba la decena de exámenes prácticos fallidos. Era una mujer que nos metía el miedo en el cuerpo a los acompañantes, pero que no te terminaba de convencer, porque tú decías, si es que es muy torpe y a buen seguro la suspenderán por eso, aparte de que llevaba ya, no menos de cien horas de prácticas, un dineral.

Y entre esa mujer y otros aspirantes que habían ido fracasando en sucesivas convocatorias, había una especie de mantra relativo a que había un examinador llamado gráficamente «el látigo negro» que se erigía en el azote, nunca mejor dicho, de todo aspirante honesto que pretendía poner en juego su aptitud en la conducción. Una evidente patraña a todas luces, toda vez que al final todo se reduce a la máxima de que cada uno cuenta la historia conforme le ha ido. En el caso de los exámenes de autoescuela, solo tenías la referencia de los vivos, es decir, los que vivían para contarlo y contaban su experiencia (negativa) a los nuevos aspirantes, obviamente tenías esa referencia de los que habían suspendido con anterioridad y nunca de los que habían aprobado, porque estos obtenían su carnet, desaparecían de la autoescuela y no generaban ninguna retroalimentación. Luego la situación no podía ser más viciosa, solo obtenías estímulos (descorazonadores) de los que habían fracasado en uno o más intentos.

Retomando al profesor de autoescuela con el que hice aquel viaje, reflexionábamos en voz alta en el sentido de que cualquier examinador de Tráfico puede tener sus lógicas particularidades pero existe un reglamento en el que se tasan las faltas leves y las graves, y no hay ni hubo ninguna mano negra, ni siquiera en forma de látigo; personaje misterioso «el látigo negro», al que en todo caso habría que atribuirle de forma hipotética que pudiera ser más seco, serio, poco amable o incluso borde, y rizando el rizo, que eso pudiera influir en los nervios de algún que otro aspirante aquejado de miedo escénico, pero es que no era fácil no ponerse nervioso en esa situación, yo me puse y eso que suelo tener el pulso firme en casi todas las situaciones, incluidas las extremas.

Curiosamente esa reflexión nos llevó a alguna más, y es que ese círculo vicioso, se genera a lo largo de la vida en muchas ocasiones, no sé si esto tiene un término en psicología, pero yo lo denominaría así «el sesgo del zoquete», una suerte de justificación del que suspende, repite o ha tenido una mala experiencia con algo y que suele pesar más que los que han tenido una experiencia positiva sobre el mismo asunto. Y todo ello porque las noticias malas corren más que las buenas, vivimos en una sociedad donde llena más lo malo que lo bueno, los medios de comunicación se ceban en las catástrofes, los asesinatos, las violaciones, es necesaria su difusión, pero a costa de arrinconar a las buenas noticias.

Con casi total seguridad mi primera vivencia con «el sesgo del zoquete» fue en 1º de BUP, llegabas al bachillerato después de ocho años de EGB, y sí que se notaba el cambio y se notó, pero también te encontrabas de sopetón, algo a lo que estabas poco acostumbrado en EGB, a convivir con un personaje que es fronterizo del zoquete, «el repetidor», pero en esta figura se encontraban los repetidores que se esforzaban y no llegaban, y que merecen y merecían toda mi indulgencia, y los repetidores nocivos, cansinos y «porculeros» que se afanaban en generar mal ambiente para dinamitar la clase e intentar captar adeptos para su causa (hacer novillos, fumar, irse a los futbolines o sacar de quicio a la gente normal). Era este segundo subgrupo el que alimentaba el referido sesgo, difundiendo su experiencia (negativa) con tal o cual profesor, que había sido muy malo porque le había suspendido sin piedad, ¡qué cosas! En 1º de BUP conocí a uno de esos tipos que realmente es que no le gustaba estudiar, era para más señas «tripitidor», lo cual le generaba un estatus de casi deidad y nadie dudaba de sus palabras, contaba todo tipo de barbaridades de los profesores y cuando al final tú aprobabas te dabas cuenta de que, en realidad, eran trolas, un escudo para estar permanentemente excusándose, echando balones fuera y revistiendo una severa frustración. Aquel tripitidor era de esas personas que orientó mal su destino o se lo orientaron mal, no digo su nombre porque hoy día es un personaje relativamente famoso y que se gana la vida artísticamente y lo hace muy bien, cada vez que lo he visto en vivo o por la tele no puedo evitar recordar el «por culo que dio», pero lo bien que le fue, al final se salvó.

En la universidad también había repetidores, pero podríamos decir que eran de otra casta, salvo el estudiante que superaba la treintena, con buena espalda de parte de papá y mamá, al que no le importaba vivir en Granada, matricularse en cualquier carrera para simplemente decir que estaba estudiando tal, aunque con el convencimiento de que nunca sacaría nada; aparte de este espécimen, luego estaban los repetidores normales, que aun con dificultad llegarían a término, porque una carrera lo era ante todo de obstáculos y de esfuerzo, a veces mezcla compleja considerando la edad con la que te tienes que enfrentar a esta tesitura. Pues bien, aun así, el sesgo del zoquete, bien es cierto que aminorado, de vez en cuando surgía. Recuerdo que uno de los exámenes de la carrera era de Economía y teníamos un profesor, Montalvo, al que atribuían los repetidores de esa asignatura un suspenso casi masivo en el curso anterior. Aquello nos inquietó sobremanera, tal vez estudiáramos con más ahínco, y el caso es que el examen no fue para pillar, pero es que nos habían puesto un cuerpo que parecía que estábamos ante un clon del «látigo negro», aunque en realidad fuera coetáneo. Yo saqué un ocho y mi novia por aquel entonces hizo pleno, sacó un diez; y ante esto me convencí para siempre que la fuerza del sesgo del zoquete es tal que enmudece la experiencia de los que han superado tal o cual prueba.

Con los años me he dado cuenta de que ese sesgo funciona en determinados niveles, el zoquete es incansable, se regodea en su propia ignorancia, conozco gente por mi profesión que quiere hacerse la víctima desde el pitido inicial porque piensan que les puede reportar más beneficios, eso de yo no sé leer, o es que no sé lo que dice ahí, por cierto, tengo experiencias y no pocas al respecto con, entre otras, gente de etnia gitana, está a la orden del día, y muchas veces me pregunto por qué quieren ser así, por qué afanarse en ser más ignorantes de lo que son.

En los actuales grupos de WhatsApp que se han extendido a todos los órdenes de la vida, también están los ya míticos «WhasApp de la clase» convertidos en el nuevo oráculo del siglo XXI, y he observado que el sesgo está presente, es más, algunos de sus participantes son claramente socios de la ficticia oenegé «Zoquetes sin fronteras», grupos en los que el que más escribe (y generalmente con más faltas de ortografía) suele ser el más zoquete. No tiende a construir sino más bien todo lo contrario y suelen ser estas personas las típicas que en el pasado alimentaron el referido sesgo y tienen necesidad de seguir por esos derroteros, con opiniones del tipo de «este profesor está suspendiendo a mucha gente, ergo es muy malo», o sea, proclamando el mal de muchos... Personas, en suma, erigidas (autoerigidas) en guías espirituales de la nueva modernidad. Yo confío más en el profesorado que en los padres y visto el nivel que tienen los educandos y el escaso interés por aprender, no es de extrañar que en algunas asignaturas los profesores no generen buenas notas para la media de la clase. Indirectamente el zoquete sin fronteras pretende transmitir el propio zoquetismo a su heredad, así de simple, así de cruel, tremenda perpetuación de la ignorancia.

Yo no me las doy de nada, he sacado cosas en virtud de esfuerzo más que en brillantez, a partir de ahí soy bastante mediocre, pero soy de la opinión de que nuestros descendientes, las generaciones que tienen que dirigir cualquier país en treinta o cuarenta años, debieran superar a sus padres. Un padre que no desee esto es un soberano cazurro.

También existe otro un sesgo, y lo he referido en alguna ocasión en esta bitácora, que se extiende al plano médico, aunque no sea tanto sesgo del zoquete sino sesgo de la mala experiencia. Se trata de esa persona que ha sufrido un error o una mala atención con cualquier médico, si es muy tóxica proclamará a los vientos que ese médico es el peor del mundo, porque la mala noticia corre como la pólvora mucho más que la buena. Y este es un fenómeno histórico y que ha pasado siempre, pues gracias a la docta sapiencia de nuestro refranero podemos citar estos dos certeros proverbios, «por un gato que maté me llamaron matagatos» o «hazme cien y no me hagas una y no me has hecho ninguna».

Y para terminar de subrayar lo nocivo que suele ser el zoquete profesional, que como por arte estadístico suele estar bien repartido en nuestra sociedad, todos los que forman parte de «Zoquetes sin fronteras», son a su vez socios plenipotenciarios de esa organización, no saben que pertenecen a ella pero todos a la par son jefes y miembros de la junta directiva, porque todos son igual de tóxicos, y no desean estar por debajo de nada ni de nadie.

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