OPORTO, UNA ALDEANA GRAN CIUDAD QUE RESPIRA VIDA

Si tuviera que definir en una imagen lo que más me llamó la atención de Oporto, probablemente me inclinaría y de hecho lo hago, por una bonita ciudad con toques aldeanos. Es Oporto una ciudad ecléctica, signo distintivo de una historia larga que ha ido dejando su sello en diferentes rincones de su geografía; pero también es un crisol de ambientes, una ciudad que se abre al Atlántico a través de una lengua potente y a la vez serena de un río Duero que le da porte y emblema a toda ella. Es ciudad atlántica que mira a las Américas, pero también a las colonias atlánticas de la república lusa, así como a la zona de influencia lusa en África, eso la hace más cosmopolita y, sin embargo, despide aromas mediterráneos.

Sin duda el Duero es catalizador, vertebrador de esta ciudad, no se entendería Oporto sin estas aguas que nacen españolas y mueren portuguesas para renacer atlánticas. El agua es atrayente como el fuego, es cautivador sentarse en una terraza para tomar un café contemplando el lento y pausado discurrir del líquido elemento que comienza a ser abatido con un oleaje cadencioso. Quien dice un café también dice un banco para tomar el sol mientras la brisa que ha pulsado las aguas se te adhiere al rostro para relajarte.

Oporto es un pueblo dentro de una gran ciudad, su periferia es moderna y abierta, el barrio de Boavista, por ejemplo, se presume como el estandarte de una ciudad europea, bulliciosa, de su tiempo, con amplias avenidas y parques interminables; no es ni más ni menos que el preámbulo de un Oporto centro, pequeñito, manejable, casi rural en determinados puntos.

Y adentrarte en ese Oporto central es recibir un impacto multicolor, abigarrado tal vez en según qué puntos, pero pese a cierto descontrol o desorden, no pesa, es más, es de agradecer. Siempre lo he dicho, y no hay cosa que más me llene al adentrarme en una ciudad por primera vez que perderse por las calles y sus rincones, sin plano, sin saber qué sorpresa te deparará la vuelta de cada esquina.

Así que esta ciudad es una paleta desorganizada de estilos, también de urbanismo y, por supuesto, de los colores que te impiden aburrirte por donde vayas. En el centro se mezclan edificios señoriales con casas algo decrépitas. Lo moderno se fusiona con lo antiguo, o directamente permanecen ahí ambas realidades para ofrecer al espectador una ciudad que se abre al visitante sin desdeñar su pasado.

Cuando una ciudad ofrece colores puede tener varias lecturas, una puede ser el origen de sus autores, y hay mucho de mediterráneo en ello, pero también, argumento mucho más filosófico, el hecho de que las existencias de las personas pueden pasar anónimas en el interior de los edificios, aburridamente cotidianas, tristes si acaso al enfrentarse a la realidad de una vida que se escapa con más sombras que luces, y esos edificios, en su exterior, pretenden ser alegres, para uno mismo y para el resto de mortales.

Muchos edificios, tanto en su exterior como en su interior nos traslucen sentimientos, colores que se depositan en paredes como pinturas al fresco o como azulejos, testigos de una quizá poco conocida tradición ceramista del país o de la zona. El interior de la Estación de ferrocarril de Sao Bento es, sin duda, un lugar obligado, no solo para disfrutar de sus grandes murales de cerámica que recuerda, en cierta forma, la tradición granadina en cuanto a su cromatismo, sino para pulsar ese cruce de caminos que es la ciudad, donde ya nos adentramos en su esencia.

Estación de Sao Bento
La salida de dicha estación ya nos está dando paso al Oporto más turístico, más pintoresco, si no es pintoresco lo previamente visto. La catedral de Oporto o la Sé se divisa desde la estación y allí se corona la ciudad, ahí es donde te haces una idea del lugar donde estás, moderno, antiguo, subidas, bajadas, lomas, calles que se estrechan, pujanza y deterioro. Ya atisbas la parte antigua, la parte nueva, el imponente Duero, pero sobre todo un Oporto barrial casi aldeano, casi decimonónico.

Estamos en el barrio do Barredo, donde apreciamos con más fruición la sucesión de edificios bien conservados y otros que literalmente se derrumban, pero también casitas llenas de colores vivos y otras más sobrias; y ya empezamos a perdernos, esas calles aldeanas, muy rurales y muy ancladas en el pasado, denotan un pasado sereno, de las mismas proceden algunas miradas furtivas, acechantes, de personas antiguas que aún se sorprenden de que haya visitantes que se muestren impresionados de lo que ven, por muy cotidiano que a ellos les parezca.

A este respecto, el Duero se hace sentir en los zócalos de esos edificios, la humedad del cercano cauce siempre permeándolo todo, avivada por la umbría de calles estrechas que hacen impenetrable el astro rey.

Y ya dejándose caer por las calles de ese barrio desembocas en el río Duero, auténtico corazón de la ciudad, punto neurálgico de turistas, ahí es una ciudad que pierde su esencia para ser más cosmopolita, es menos portuguesa, más ofrecida al visitante; pero el Duero es potente, y desemboques donde desemboques te encontrarás cercano a alguno de los puentes que une las dos partes de la ciudad. Las vistas desde la orilla son espectaculares, y sorprende ver la arquitectura y el urbanismo arracimado en torno a esa orilla, que casi se quiere comer el agua, que casi quiere apostarse en ella, flotar sobre ella. Y lo mismo, ves vanguardia y también decrepitud, una decrepitud que por un momento te lleva dos siglos hacia atrás.

De vuelta al centro, mejor perdiéndose por las callejuelas laberínticas, cada rincón te dona una instantánea inolvidable, un recuerdo imborrable, así sin querer, te encuentras con inopinados miradores, desde donde tienes otra perspectiva de la ciudad, la de su modesta línea del cielo.

Oporto tiene muchas curiosidades, reliquias pretéritas como sus líneas de tranvía del siglo XIX, apenas resisten tres en la ciudad, defendiéndose de los avatares de los medios modernos, convertidas eso sí en reclamo turístico más que en un medio operativo para moverse con rapidez por la ciudad. Estamos ante unos tranvías eléctricos, hechos principalmente de madera y que, desde luego, merecerían algún retoque. Es pues viaje obligado montarse en la Linha da Marginal que te hace un recorrido encantador por la ribera (margen, de ahí su nombre) desde el centro hasta el Jardim do Passeio Alegre, prácticamente en lo que es ya la propia desembocadura del Duero.


Museu dos Presuntos
Precisamente ese destino del Jardim do Passeio Alegre donde se nos presenta una Oporto señorial, distinguida y elegante, es también la enseña de otro Oporto que ya respira más a siglo XX. Lejos de caer en las fauces de las recomendaciones de visitantes reiterados, también hay que dejarse llevar por el instinto y continuar perdiéndose por las calles, saliéndose de los recorridos lógicos. Así que nada mejor que apartarse de lo turístico para encontrar joyas gastronómicas. No soy mucho o más bien diría que jamás he recomendado un restaurante en esta bitácora, creo, pero como esta vez todo salió perfecto, insólitamente perfecto, sorprendentemente desangelado apareció (merece que haga mención) el restaurante Museu dos Presuntos (museo de los jamones). Buena pinta exterior y muy atractivo por dentro, con una colección interminable de objetos antiguos, tal vez la temática sea la de profesiones antiguas, lo de los jamones es menos atractivo, tal vez más cutrecillo (me recordó aquel jamón añejo de la taberna jaenera del Gorrión). La comida muy buena, hecha con cariño, y lo mejor los postres, porque si algo tiene que merece la pena la gastronomía portuguesa es su repostería. El precio, bastante barato, diría que absurdamente barato, pero ya se sabe que el nivel de vida en Portugal es el que es, y saliéndote de lo turístico, lo local está a la mano y al bolsillo, asequible, mucho.

En toda esa zona aledaña al Jardim do Passeio Alegre vuelve a surgir la necesidad al visitante ocasional de seguir perdiéndose por sus calles, si cabe con más empeño, porque es ese Oporto profundo, vecinal, muy ibérico y muy español (Portugal es tan igual a España que el idioma es lo único que verdaderamente nos separa, y ni eso), del que ya no sale en los mapas turísticos, y sus calles ya no es que nos evoquen una ciudad que se convierte en pueblo, sino en aldea, casas de una sola planta con patios llenos de naranjos, con árboles que cada cual podría tener en su casa, por ser de similares latitudes. Es aldea porque no te cruzas con nadie, por esas calles solo se puede ir andando, porque no te imaginas estar en una gran ciudad, de vez en cuando alguna señora que podría ser tu tía, algún gato que se cruza y también algún altarcillo, que también expresa el afianzado sentimiento religioso de los portugueses. Y Oporto, quizá Portugal, es muy añejo, porque también te puedes encontrar con alguna viejita con pañuelo anudado a la cabeza, que esta sí podría ser tu abuela, y esa imagen no la había visto desde que era niño.

Para culminar un recorrido dorado, de vuelta al centro se puede seguir descifrando la ciudad, la Torre de los Clérigos es también visita obligada aunque sea para verla desde fuera y tratar de hacer una foto lo más recto posible para que no se te incline como la de Pisa.
Livraria Lello

Y difícil es ir a Oporto y no visitar la Livraria Lello, de la que se inspiró algún escenario de la saga de Harry Potter. Toda una maravilla arquitectónica en su interior, con maderas cuidadosamente talladas y vidrieras llamativas. No deja de ser una librería, pero que se ha convertido en un negocio turístico redondo y su dirección no desdeña este rol, lo sabe y lo alimenta, pero no engaña. La entrada vale cinco euros y hay que hacer cola en un edificio casi contiguo, lo hacen para alargar la espera y no masificar la coqueta tienda y ahí está la idea; si eres turista y no lees piensa que es un museo, te haces las fotos de rigor y ya has amortizado, si lo ves así, el desembolso económico. No obstante, para los aficionados a la lectura como yo, es más que recomendable presentar tu entrada porque si compras un libro, lo cual es lógico en el lugar, te descuentan los cinco euros de la entrada, por eso no engañan, y en este punto hay que decir que tienen una muy buena oferta de libros escritos en nuestro idioma y a precios más que razonables, no te dan el sablazo.

Seguro que se podría desentrañar Oporto mucho más pero es de estas ciudades que respira luz y que te aporta vitalidad, que te deja satisfecho con lo que ves y con lo que te llevas, con ganas de más tal vez, aunque con la sensación de que el tiempo transcurrido allí fue tiempo ganado a la vida.

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