"MI PIE IZQUIERDO", DE JIM SHERIDAN, O EL DÍA QUE LUCHÉ CONTRA LOS ELEMENTOS Y LO CONSEGUÍ

Corría el año 1992, ya ha llovido, y mientras que España era un hervidero de actividad y vanguardia, la Expo 92, los Juegos Olímpicos de Barcelona, infraestructuras que daban aire a un mundo nuevo y ciertamente vivíamos instalados en la modernidad y convencidos de que el impulso que se estaba dando nos iba a colocar en la cabeza de Europa, craso error, tres décadas no han compensado nuestro retraso perpetuo; un jovencito de provincias como yo tenía que lidiar con el obstáculo obligatorio y a todas luces improductivo de hacer el servicio militar, con decir que la principal misión de los militares de mi época era el escaqueo, con eso lo digo todo.

No voy a esconder que tuve un enchufe y pude hacer la mili en la llamada Capitanía de Granada, en un puesto relativamente cómodo aunque me tuve que chupar muchas guardias de noche. Con 24 años que yo tenía, por aquello de las prórrogas de estudio, la diferencia de edad con respecto a alguien de 18 años de reemplazo era más que notable, luego ya cumplimos años y seis años u ocho no son nada, todo se relativiza; pero de joven ese lustro y pico te otorgaba un bagaje, una experiencia, un equilibrio que alguien mucho más joven no podía atesorar.

Con esos 18 años la mayoría de los chavales que estaban por allí tú los identificabas como una especie de niños mayores, seres inmaduros, criaturas por hacer, y lo eran de hecho, muchos lloraban, tenían trifulcas, eran caprichosos, gastosos, poco higiénicos y, como no podía ser de otro modo, se pirraban por los dibujos animados, en aquella época Bola de Dragón Z, Goku y toda la pléyade de personajes de ese tipo de productos estaban a la orden del día. Yo no gastaba ni un segundo en ver esas series en contraposición a esos muchachitos que se tiraban las horas muertas delante del televisor del cuartel descuidando sus labores propias, en una de las más simples y efectivas fórmulas de escaqueo, con el obvio advenimiento o vista gorda de los mandos intermedios, que también buscaban que la jornada acabara rápido para irse a sus casas, y escaquearse también era, a su manera, ni mandar ni querer saber nada de la tropa.

Más allá de la oferta televisiva, aquella época seguía siendo boyante para los videoclubs y también los vídeos comunitarios o televisiones de barrio que se dedicaban a programar películas durante todo el día. En el cuartel no funcionaba en puridad un vídeo comunitario, pero sí que es cierto que en una habitación había un reproductor de vídeo VHS y había un canal que se podía sintonizar en todo el cuartel y que tenía como función única la de echar una película a eso de las 7 de la tarde, la hora de asueto de los que poblábamos el cuartel obligatoria o profesionalmente.

En consonancia con las series que lo petaban en la época, la elección de esa película diaria también tenía que ver mucho con las preferencias de los jóvenes adolescentes que las consumirían en la sala de televisión que estaba allí en Capitanía, en calle Pavaneras. Todos los días iba alguien al videoclub más cercano del barrio del Realejo y se traía las últimas hazañas de los superhéroes de la época y, por supuesto, mucha película de kárate, emulando a la decadente estela de Bruce Lee, y también mucha producción casposa, de usar y tirar.

No puedo negar que siempre he sido un rebelde discreto, pero rebelde al fin y al cabo, porque me rebelo contra lo que no quiero o deseo sin necesidad de llamar la atención. No sé por qué pero un día tuve la oportunidad de ir yo personalmente por la película y me vino que ni pintado, «esta es la mía», me dije, a ver si podía conseguir meter algo de cultura aunque fuera con calzador en aquella tropa adocenada, salvo honrosas excepciones.

Aunque la película que elegí ya tenía tres años, toda una eternidad para un joven por aquello de la relatividad del tiempo, lo rápido que pasa ahora y lo lento que pasaba antes, no dudé un momento en elegirla. La elección era dura, no para mí, sino para la clientela que se pudiera asomar a la tele, nada menos que una película digna de cineclub, no era propiamente una película independiente, ni poco comercial, al contrario era una producción bien conocida en los círculos cinematográficos; pero para la tropa le tuvo que sonar a chino porque la temática distorsionaba con notoriedad con respecto a las querencias populares.

Por aquel entonces en Hollywood había cierto predicamento hacia las películas que mostraran historias no convencionales, las discapacidades, las segregaciones, las minorías…, parecían ser siempre una opción deseable para los miembros de la Academia, más por la temática que por la calidad. Esa estela no se ha abandonado todavía aunque ahora se estila mucho el mirar a la raza negra y a las mujeres, por intentar equilibrar lo que ha estado tendido hacia un lado durante mucho tiempo, que luego la producción tenga calidad a veces pasa a un segundo plano.

En esta película «Mi pie izquierdo» se revela un poco de lo comentado anteriormente, la película no es brillante pero la mejoran sustancialmente sus interpretaciones. Me quejo alguna vez de la duración excesiva de determinadas películas, se hacen pesadas, algunos pasajes serían prescindibles y desde luego reflexionas acerca de que un adelgazamiento no alteraría su fin, más bien contribuiría a un mayor éxito en mi opinión. Esta película es justo al revés, es algo corta y uno tiene la sensación de que el relato vital que cuenta omite algunas realidades que sería interesante haber incorporado.

Por esta película el grandísimo actor Daniel Day-Lewis obtuvo su primer Óscar, encarnando la figura del escritor y pintor discapacitado irlandés Christy Brown. En realidad la película no es más que la plasmación del libro autobiográfico escrito por dicho autor y en el que narra una vida de dificultad en la que supo superarse gracias al apoyo de su familia y a la única extremidad que manejaba con cierta soltura, su pie izquierdo.

Es una película donde se presta más atención, diría yo, a las interpretaciones que a la historia. El director de la misma, Jim Sheridan, pretendió que se reprodujera con bastante exactitud la dolencia que sufría su protagonista, en concreto, un tipo de parálisis cerebral bastante limitativa, la atetoide. El personaje, de niño, apenas podía moverse, ni hablar, hasta el punto de que la familia dio por hecho que no tenía uso de razón hasta que comenzó a dibujar con una tiza en el suelo con su pie hábil símbolos que parecían tener sentido y empezaron a tener una comunicación cada vez más fluida.

Con la ayuda de su madre, en la película a través de una sensacional Brenda Fricker, que también se llevó el Óscar a la mejor actriz secundaria, consiguió que el chico comenzara a evolucionar en su aprendizaje y también con la ayuda de expertos, logró que pudiera hablar de forma inteligible. Crhisty Brown de niño está representado por Hugh O'Conor que realiza un papel de muchísimo mérito.

En la película también se subraya las dificultades de una familia muy humilde, padre albañil y con veintidós vástagos, que moraba en una zona obrera de los suburbios de Dublín. Christy Brown se muestra en la película como un ser querido por sus hermanos que no desdeñaban la posibilidad de que se integrase en actividades impensables para una persona con sus enormes limitaciones.

Con sus avances en pintura Christy comienza a ser conocido y se centra mucho la película en sus frustraciones en el terreno amoroso, tal vez demasiado, hasta el punto de que el protagonista sufre mucho interiormente y su única salida es muchas veces el alcohol.

No cuenta la película el fallecimiento del escritor a los 49 años en un episodio controvertido, pues murió atragantado en una comida, pero parece ser que la autopsia descubrió que habría sufrido malos tratos previos.

Resulta interesante haber visto la película después de mucho tiempo, por cierto que he tenido que tratar con gente con esta enfermedad y admiro su capacidad de entrega y superación. La cinta que he visto es en inglés con acento irlandés, y es notablemente difícil de coger frases, un acento duro.

Como se puede observar la temática era bastante lejana al perfil que una tropa un tanto cerril podía consumir una tarde de verano en un cuartel de militares de reemplazo a finales del siglo XX, pero yo di la nota, me reivindiqué, nadie o casi nadie se acordará de esto, a lo mejor mi buen amigo y asiduo seguidor de este blog Fran Jiménez Rubiño.

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