"REIKIAVIK", DE JUAN MAYORGA

Seguimos teniendo una cultura teatral en nuestro país escasa, la tengo yo en realidad pero es que soy un claro ejemplo de que alguien con cierta culturilla apenas sabe de autores teatrales. Cuando a Juan Mayorga le otorgaron el premio Princesa de Asturias de las Letras 2022, que recogerá el próximo octubre, tuve que irme a Internet para saber quién era, un dramaturgo con largo recorrido, amén de ser miembro de la RAE.

Pero es que tampoco percibo que se le haya dado mucho bombo a su trayectoria en los medios de comunicación, no recuerdo haberlo visto en la tele en entrevistas y, por supuesto, esto ya es cosa mía, no conocía ninguna de sus obras.

Ha sido muy apropiado seleccionar esta «Reikiavik» porque es una obra que secuencia una interesante parte de la historia del ajedrez contemporáneo, el encuentro (el Encuentro del Siglo lo llamaron) que tuvo lugar en 1972 en la capital islandesa entre el estadounidense Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky. Apropiado porque justo el 11 de julio de 2022, a nada desde el momento en que yo publico esta artículo, de que se cumplan cincuenta años exactos del comienzo de aquel torneo que proclamaría a un nuevo campeón del mundo, Fischer, o revalidaría la corona que en ese momento ostentaba el soviético.

Han pasado cincuenta años, sí, probablemente algunos telediarios se harán eco de este hito que marcó la historia reciente de este llamado deporte ciencia. Fischer y Spassky, algo más que un reto delante de un tablero con sesenta y cuatro casillas, en aquella época de la guerra fría el simbolismo del ajedrez como bandera del poder intelectual era algo latente en la sociedad.

De hecho ese simbolismo se mantiene hoy, muchos ajedrecistas juegan al ajedrez y tienen sus loables reivindicaciones, pero algunos muy reputados que han estado entre los mejores del mundo han trascendido a su faceta meramente deportiva para ser auténticos activistas políticos, y esas cuitas se han llevado a los tableros, como si de algún modo, la política mundial se pudiera decidir en una batalla inocente entre dos bandos de piezas inanimadas. La enemistad entre Karpov y Kasparov, uno afecto al régimen comunista de la Unión Soviética y otro díscolo con el poder establecido, fue el gran señuelo para que el ajedrez cobrara importancia hace treinta años entre los que ni siquiera sabían mover las piezas.

Como digo, hoy esa alegoría de que con el poder intelectual se puede influir sobre el poder global sigue vigente; recientemente se ha celebrado en Madrid el torneo de candidatos para dirimir quién le va a disputar el cetro al absoluto dominador de este deporte en la actualidad, el noruego Magnus Carlsen, y ese privilegiado mérito lo ha conseguido el ruso Yan Nepómniashchi, y ya sabemos, si ponemos ruso, 2022 y deporte en la misma frase casi es sinónimo de polémica. El ruso era el candidato no deseado por todos pero jugó brillantemente y ahora supone un problema. Carlsen no quiere jugar con él, pero no porque sea ruso, sino porque su apabullante fortaleza hace que ya le aburra volver a enfrentarse nuevamente con quien fue su víctima en la última defensa de su corona, aunque Nepo parece que ahora está más entonado; yo y muchos, velada mente pensamos que también hay algo de estrategia político-deportiva, y es que el noruego representa al mundo occidental y tras el imperial dominio de más de medio siglo de jugadores rusos y soviéticos, especialmente en el siglo XX, ahora él representa la excelencia intelectual en el ajedrez.

En fin, entremos en materia, Juan Mayorga crea una historia desenfrenada, pocos personajes y muchos a la vez. La representación que yo he visto es una de 2016 que se llevó a cabo en la sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán de Madrid, con la dirección de Ernesto Caballero. En un parque de Madrid un joven (Elena Rayo) se encuentra unos bancos y un tablero de ajedrez, examina la jugada, en eso que aparece un desconocido y le incita al juego, al poco surge un nuevo desconocido que al parecer queda cada día con el otro más que para jugar al ajedrez para rememorar aquellos días en que se diputó el referido campeonato en Reikiavik en 1972.

Ambos dan rienda suelta cada día a su imaginación e ilustran las vicisitudes de los ajedrecistas Fischer y Spassky en una lucha en un tablero que era la representación de la pugna entre dos grandes potencias en el tablero geopolítico mundial.

El actor César Sarachu se hace llamar Waterloo y el otro actor, Daniel Albadalejo es Bailén, sí Bailén, los nombres de dos batallas que perdió el invencible Napoleón, toda una alegoría, y ambos a su vez reinterpretan a Fischer y Spassky respectivamente.

La historia de aquel match dio para mucho y Mayorga no tiene más que indagar en los entresijos de aquellos días para proponer una obra teatral de mucho ritmo y donde los personajes, en contra de lo que uno puede suponer por la limitación de actores (3), se van sucediendo de manera casi caótica.

Spassky era el campeón que defendía el título e iba acompañado de una legión de analistas, preparadores, psicólogos…, era la gran esperanza roja para mantener la hegemonía en los tableros blanquinegros como punto de inflexión de un futuro dominio mundial de los soviéticos.

Por su parte Fischer viene de una juventud un tanto atormentada y acude al campeonato con menos medios que su rival y también con mucha presión política en torno a él. Tal vez demasiado excéntrico en cuanto a requerimientos en la sala donde se jugaba el torneo, lo cual se evidencia en la obra, demasiado público, demasiado ruido, los días de juego, el hotel no de su gusto, el tipo de piezas, impuntualidades, todo era escrutable.

Spassky comenzó ganando la primera partida y en la segunda Fischer no compareció por diferentes cuestiones, pero luego arrolló al soviético y asombró al mundo.

En toda ese frenético desenvolvimiento del torneo se suceden personajes que interactúan con Fischer y Spassky, cada uno, César y Daniel, se convierte en lo que sea, en político, en padre, en hermana, en analista, en periodista…; para el que le guste el ajedrez, o más exactamente la historia del ajedrez, como a mí, avanzar en aquel torneo histórico con la puesta en escena que Mayorga propone, con hechos reales y otros quizás adornados para el espectáculo, es todo un lujo.

Y es que la historia, para los que no la conocen, no puede ser más novelesca, no solo la de este campeonato, sino el después, y es que Fischer tuvo una carrera efímera en el ajedrez, del que se decía que era o ha podido ser el mejor jugador de la historia; no volvió a jugar tal vez por un miedo insuperable a perder, y durante mucho tiempo estuvo rodeado de un halo de misterio, por su misterioso paradero, porque apenas se dejaba ver.

En 1992 se reeditó aquel Encuentro del Siglo en Yugoslavia, pero apenas despertó el interés de la opinión pública, dos jugadores ya veteranos, y la calidad de las partidas atestiguó que aquello fue prácticamente una pachanga.

Fischer moriría en extrañas circunstancias en 2008, es el epílogo de esta obra de teatro, con más pena que gloria, un ser devorado por su propio mito; de los que de vez en cuando nos ofrece el deporte, porque Fischer se convirtió en una estrella del deporte al que el ocaso le vino de frente y a la yugular.

Me siento muy reconfortado al escuchar en la obra la nómina de un montón de ajedrecistas modernos que en lo mejor de su carrera o ya en el declive estuvieron en Linares, en aquel célebre torneo internacional al que se le llegó a llamar el Wimbledon del ajedrez y que tristemente ya no se hace. Los he visto a todos, campeones del mundo y jugadores que han estado entre los diez mejores del mundo durante mucho tiempo. De niño era muy aficionado a que me hicieran autógrafos y seguro que tengo alguno de Spassky, y de otros muchos, apenas tiene valor más allá del sentimental, pero sobre todo lo que tiene valor es que experimenté la historia del ajedrez a través de sus protagonistas vivos.

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