CARAVACA DE LA CRUZ, CIUDAD SANTA, LA RELIQUIA QUE CIMENTÓ LA FIESTA DE LOS CABALLOS DEL VINO

Era la segunda vez que visitaba Caravaca de la Cruz y me generé una deuda pendiente conmigo mismo desde el momento en que la pisé hace un par de décadas y me pasó una cosa después, un tanto tonta, pero que uno que es así desea revertir.

Aquel viaje de antaño, con mi madre, tuvo como misión expresa visitar la Cruz de Caravaca, sin más motivación. Antes no se estilaba lo de Internet e ibas, de algún modo, a la aventura, pero tampoco pasaba nada, porque llegar llegabas y visitabas lo que tenías que visitar.

En aquella ocasión podemos decir que fue llegar y besar el santo, en este caso la Cruz, porque llegamos un día de mayo, laborable, y pudimos asistir a una misa de mañana, por cierto con un cura negro. Al final de la misma se la pudo venerar y darle un beso.

Yo no soy muy devoto pero aquel viaje tenía algo de simbólico, bastante a la postre (temas míos), y me compré una crucecita para llevarla colgada de vez en cuando en el cuello, que creo que costó apenas tres o cuatro euros, el dinero es lo de menos, y la perdí y me dio mucha pena, y eso que soy muy poco de colgantes. Así, como símbolo de aquella pérdida, tenía que recuperarla.

Este segundo viaje, con mi chica, tenía otras connotaciones y traía como hilo conductor ver la Cruz y su basílica, y llevarse una imagen de toda la ciudad de Caravaca en su conjunto.

La Real Basílica-Santuario de la Vera Cruz alberga ese icono para la cristiandad que es la Cruz de Caravaca, o más exactamente una cruz de doble brazo (representa, creo, la muerte y resurrección de Jesucristo) que más allá de su forma, lo relevante es que se deposita en su interior un trozo real de la Cruz en la que murió Jesús.

Dicho esto, lo cierto es que la existencia de ese trozo o astilla data de tiempos inmemoriales, que fuera real o no, no es objeto de esta bitácora, cuanto más atrás retrocedemos en el tiempo es más complicado refutar o verificar tradiciones milenarias como esta. Como esa tradición está y estaba tan fuertemente arraigada en el pueblo y, por ende, en la cristiandad, no en vano Caravaca es una de las ocho ciudades santas del catolicismo (privilegio otorgado por Juan Pablo II en 1998), la Cruz y la reliquia se perdieron con la Guerra Civil, y fue la Santa Sede la que donó un nuevo trozo de esa cruz (lignum crucis).

La Basílica impresiona por su porte y porque domina la localidad, y rezuma estilos arquitectónicos diversos donde destaca el barroco. Se construyó en el siglo XVII sobre lo alto de una colina, se hizo con toda seguridad sobre los restos de alguna ermita o castillo anterior por la historia no menos famosa que contaré a continuación. La basílica está amurallada lo que desvela su carácter defensivo de antaño.

El paseo por las calles aledañas, incluido su museo arqueológico, respiran a pasado árabe, musulmán y cristiano; calles estrechitas y empinadas, las cuales algunas de ellas son escenario del viacrucis de Semana Santa, y no se me ocurre fondo que favorezca el necesario recogimiento.

Y es que, y esto sí que se me pasó cuando viajé con mi madre, la Cruz de Caravaca va unida de forma indisoluble con una tradición también antiquísima como es la de los «Caballos del Vino», pues según reza la leyenda sobre el siglo XIII caballeros templarios defendían la fortaleza donde se protegía y veneraba la sagrada reliquia, época aquella en la que ya se sabe que los árabes habían invadido buena parte de nuestro actual país, siendo sitiados por estos y quedándose escasos de víveres, fundamentalmente agua, salieron a caballo de la fortaleza y volvieron sin agua pero sí con vino que cargaban en pellejos (que encontraran más fácil vino que agua me es del todo sorprendente) y a toda velocidad subieron las cuestas que los acercaban a la fortaleza, hoy basílica, y rompieron el cerco de sus enemigos.

Los Caballos del Vino se convirtieron también en una tradición que se pierde en la noche de los tiempos, aunque la información más actualizada habla de que el verdadero impulso lo obtuvo a finales de los años 60 del pasado siglo, reactivándose la tradición y el seguimiento popular que había decaído tras la Guerra Civil. Sesenta peñas, ni una más ni una menos son las que le dan vida a esta hermosa fiesta.

Del 1 al 3 de mayo Caravaca es bullicio puro, con el caballo como hilo conductor. Tres son los concursos en torno a los cuales giran las festividades. El más representativo es el que rememora aquella gesta de los caballeros templarios, y consiste en subir una cuesta aledaña a la basílica, de unos 80 metros de longitud, por parte de cuatro personas agarradas a un engalanado caballo, pertenecientes a las sesenta peñas. Tiene sus reglas bien establecidas y gana el caballo que más rápido sube sin que se hayan soltado sus cuatro acompañantes. Ni que decir tiene que, viendo las marcas conseguidas, superándose casi año a año, hay que tener una preparación física por parte de los participantes que debe rozar con lo profesional. Por cierto, llama la atención que no haya viñedos ni bodega en la localidad siendo el vino un símbolo inequívoco de su acervo cultural.

Cuando refiero lo del caballo engalanado, introduzco el segundo concurso, que es el del enjaezamiento; todos los caballos participantes, los sesenta, tienen que llevar un número de piezas exactas a lo largo y ancho de su cuerpo, se trata de unas joyas del bordado que ocupan a los talleres dedicados a ello buena parte del año, son auténticas obras maestras, cuadros verdaderos, donde se reflejan las tradiciones y la historia del pueblo, y en no pocas ocasiones, los mismos retratos de los peñistas que hacen perdurar la fiesta. Para llevarse una imagen fidedigna de la fiesta, de los adornos, de la carrera, es imprescindible pasarse por el céntrico museo dedicado a los Caballos del Vino, y se podrá disfrutar de una sensación que roza lo mágico.

El tercer concurso que cierra la fiesta, aunque no sea este el orden cronológico, es el del caballo a pelo, que premia la morfología del animal, para lo cual se le embellece debidamente con una limpieza para que brille su pelaje, con trenzados y donde lógicamente se valora el porte del animal y su manera de andar o trotar.

Siendo la Cruz y los Caballos del Vino los iconos de Caravaca, el paseo por las calles denota ese señorío propio de las ciudades con historia, con iglesias de gran porte y belleza artística tanto por fuera como por los tesoros que albergan, o conventos que siguen luchando contra los avatares del tiempo, de un tiempo con menos espiritualidad y más materialismo.

En el paseo por las calles estrechas y recogidas de Caravaca me devolví aquella cruz perdida y que ahora porto de manera simbólica, el círculo se ha cerrado por fortuna.

El ayuntamiento y la plaza donde se sitúa evocan el bullicio que gira alrededor de ese lugar en los días en que se celebran los Caballos del Vino, y además el edificio, de estilo barroco, estructurado bajo un arco que une plaza y calle me recordó al de Cuenca.

Tampoco hay que irse de la ciudad sin perderse el Templete, otro monumento barroco y otro lugar que entreteje las tradiciones del pueblo, porque en él, en las aguas que lo circundan se baña la Vera Cruz el 3 de mayo, en un rito que se remonta al siglo XIV, y visto el día que se celebra es inevitable aseverar que la Cruz y los Caballos del Vino van intrínsecamente unidos. Al Templete se accede desde un coqueto paseo o alameda, llamado «la Glorieta».

La sorpresa insospechada de Caravaca vino al final de nuestro recorrido matutino, a la hora de comer, con recomendación previa de acudir a un restaurante ubicado en las Fuentes del Marqués, sin saber muy bien lo que era. El restaurante bien, correcto, no gastan sonrisas. Y las Fuentes, una maravilla, una verdadera maravilla, naturaleza esculpida por el agua, agua por todas partes, varias hectáreas de terreno para perderse, caminar, correr, respirar aire puro, esponjarse de naturaleza, de verde, de árboles, el romanticismo en su quintaesencia, un lugar para evadirse, una joya para los caravaqueños, un lugar que difícilmente puede aburrir por más que uno pasee por allí cada día.

Como el centro neurálgico de la visita siempre ha de ser la Basílica y es reseñado que, como función defensiva que tuvo en la antigüedad, como fortaleza o castillo, ya se sabe que siempre está en lo alto de cada pueblo, de hecho, muchos pueblos deben su existencia a que proliferaron alrededor de esos núcleos; desde ese lugar privilegiado pudimos ver todo el pueblo, y nos pareció singular por su color, porque impacta entre tanta monumentalidad o un urbanismo de pueblo medio, su plaza de toros, así que allí que nos dirigimos; no soy mucho de toros, nada para ser más exactos, pero la arquitectura de las plazas de toros le da prestancia a las ciudades, y esta rezuma ese señorío que adorna más a esta ciudad.

Desde la plaza de toros accedimos a la Ermita de la Reja, otro punto alto del pueblo, y digo bien pueblo, porque en esa especie de barrio periférico Caravaca parece más pueblo que otros pueblos, pareces transportarte a hace cincuenta años, y eso entra en contradicción con su centro, donde puedo afirmar que Caravaca también parece más ciudad que otras ciudades.

Caravaca de la Cruz es, sin duda, otro de esos puntos neurálgicos que uno tiene que visitar alguna vez en su vida.

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