CAMINO DE SANTIAGO "EL FRANCÉS DESDE PONFERRADA". VIAJE INICIÁTICO II

Inicio en Ponferrada
Para la gente que me sigue en este blog, poca, fiel y silente (esto último lo agradezco profundamente porque huyo de todo afán de protagonismo), nada extrañará acerca de esta entrada, porque saben de mi realidad y de mis motivaciones.

Por resumir muy brevemente y no parecer el típico soba y llorón, apuntaré que en septiembre de 2023 hice el Camino de Santiago en grupo, tuve una experiencia agridulce y finalmente desembocó en una de las peores pesadillas de mi vida, asistí sin entenderlo, una semana después, a una inmolación en toda regla. Y como una manera de sanarme, de romper con mis pensamientos negativos y con mi antigua vida, de enfrentarme a mis miedos y de conocerme interiormente, decidí volver a hacer el Camino en plan aventurero, en solitario y en una época intempestiva como era y fue, aunque luego no fue tal, a finales de enero de este año, apenas hace tres meses; o sea, nunca había hecho el Camino y en cuatro meses lo he hecho dos veces.

Ya lo comenté cuando narré mi primer Camino que aquello era como un viaje iniciático, y espero que este suponga el devolver desde el fondo de la pista la bola que casi me aplasta. Entiendo que mucha gente que hace el Camino repita, porque es un fenómeno sociocultural que concilia muchísimos atractivos. Es como un laberinto domesticado, es un chute de naturaleza, es un enfrentamiento con los miedos personales, es conocer gente, es vivir interiormente, es sentir la fuerza telúrica e inspiradora de tantas historias que se congregan en cada uno de los centímetros del recorrido…

De verdad que, aparte de que me quedaban vacaciones que debía agotar, el hecho de hacer el Camino nuevamente a finales de enero tenía una parte de autoflagelación, quería que me lloviera, que me nevara, que aquello se convirtiera en épico… Dicen que no hay nada mejor para romper los pensamientos rumiantes que meterte estímulos nuevos y fuertes, como una manera de salir de tu zona de confort; rellenar la cabeza de esos nuevos recuerdos quería pensar que oxigenaría mi mente y desplazaría pensamientos negativos, y si además venía con ese punto épico, sobrehumano si se quiere, creo que me vendría de perillas, y además soy de los que tiene una gran capacidad de resiliencia física. Pero no, este fin de enero de 2024 ha sido el menos enero de los últimos veinte años, sorprendentemente gocé de una temperatura primaveral y apenas me llovió un rato precisamente en mi primera etapa.

Y también quería hacer este Camino de la manera más auténtica posible, que es la del peregrino, austero, espartano, minimalista, un tanto vagabundo, privado en la medida de lo posible de los adelantos de la sociedad moderna, de tanta tontería que a veces llevamos en nuestro acerbo y, por supuesto, alojándome en albergues.

Pues lo de los albergues era para mí una experiencia nueva en sí misma, pues mi primer Camino fue en plan fino, con habitación de hotel cada día y un autobús que te llevaba al inicio de la etapa y te recogía al final. Me hacía una idea de cómo funcionaba un albergue pero muy ligeramente, así que al primer albergue que llegué, el domingo que inicié mi aventura en Ponferrada, le tuve que interpelar al hospitalero algunas cuestiones, y todo es evidentemente muy simple y muy obvio, en cinco minutos lo controlas todo.

Curiosamente conocí la película «The way» (Emilio Estévez, 2010) haciendo este segundo Camino, una producción aceptable y que casi es un documental narrado o un largometraje divulgativo, y en la que el protagonista, representado por Martin Sheen, también llega por primera vez a un albergue y le pasa como a mí, se encuentra de bruces con lo que es, pero lo das como bueno, diría que muy bueno, porque vivimos con muchos prejuicios, muchos artificios, y somos o debiéramos ser más naturales, despojados de superficialidad, con esta experiencia un pelín primitiva se te quitan muchas vanidades. Ser más natural es dejarse de las banalidades de un mundo moderno donde adoramos a dioses triviales.

Antes de empezar este recorrido que me servirá como recuerdo, atendiendo a que este blog es mi consabida memoria virtual, tengo que decir que para los que me siguen habitualmente a veces escribo notables idas de olla, como la que publiqué hace unas semanas para ilustrar al primer jugador que fue expulsado de un Mundial de fútbol por doparse, en dicha entrada ilustraba que últimamente me suceden muchas serendipias increíbles, y el resumen de mi ida de olla es que ustedes que me leen no existen en realidad, son un relleno de mi mente, porque soy el único habitante del mundo o el único protagonista de un juego que controla un ser superior. En fin, aquí viene la serendipia que conecta con esta entrada, y es que observo que algunos blogueros o tuiteros recomiendan una música mientras se lee lo que publican, hoy voy a hacerlo yo. Siempre escucho música en el coche, descargada y dicha elección responde a mi estado de ánimo en cada momento, así que tras terminar este segundo Camino me puse en bucle a Ludovico Einaudi, para inspirarme, motivarme y emocionarme, y resulta que llevaba varias semanas escuchando un disco más que sugerente, que aunque parezca aparentemente que ese disco o cualquier otro de Einaudi no tiene marcha a mí me pone a tope, en concreto este era «Seven Days Walking», pues eso, justo los siete días caminando que yo completé en este mi segundo viaje iniciático.

Llegué el domingo 21 de enero a Ponferrada, allí me esperaba el albergue San Nicolás de Flüe, uno de los tres patrones de Suiza y del que yo jamás había oído hablar, del santo. Si la memoria no me falla y no me suele fallar en datos intrascendentes, éramos doce personas, ocho surcoreanos (con dos de ellos, los más jóvenes, coincidí en algunas rutas y mantuvimos un colegueo bastante agradable), Maria, una chica alemana, y dos españoles más yo mismo con los que compartí habitación, uno de ellos se llamaba Mariano y con él también coincidiría en algunos momentos y especialmente en mi última etapa. Y es que cada uno va a su ritmo y el Camino te une y te separa aleatoriamente.

Castillo de los Templarios en Ponferrada
En Ponferrada pude pasear por su casco antiguo por la noche, me sorprendió su castillo templario y me pareció una ciudad elegante. Allí completé uno de los propósitos de este viaje interior, meter una carta en un buzón y dar por extinguido un capítulo de mi vida de la manera más elegante que me permitieron las circunstancias. A partir de ahí llegó el pistoletazo de salida para reinventarse, una vez más.

Tuve la previsión de hacer un vídeo cada día al principio de la mañana, y al final del día también me escribía una postal y me la mandaba a mi casa a modo de resumen de cada jornada. En una etapa de mi vida que en aquel momento era algo depresiva sin llegar al estado de depresión, reflexionaba que soy una persona muy sensible pero que me cuesta trabajo llorar, a veces no lloro cuando debo y al revés, y necesitaba llorar (aunque de algún modo yo ya había agotado todas mis lágrimas), pero llorar de alegría, para liberarme, para desahogarme, y también y mucho porque sentía que estaba haciendo lo que quería, sin presiones, para poner un punto final y mirar el futuro con ilusión. Algunos de esos vídeos me los tuve que repetir porque se me saltaban las lágrimas, son muy íntimos.

Cabe apuntar que el Camino que yo elegí fue el francés, el cual pensé que podía ser el más popular en aquel momento, y que más allá de ver peregrinos como yo, me permitiría una infraestructura mínima para comer y alojarme. A la par, existen una serie de etapas, digamos oficiales, que suelen empezar y acabar en puntos de cierta relevancia y donde hay una distancia asumible de entre 20 y 25 km accesible a prácticamente gente de toda condición física. En mi peregrinaje tenía, en principio, la idea de cubrir nueve etapas oficiales en siete días.

Desperté el lunes con esa ilusión de empezar algo deseado; ya me di cuenta de que por una cuestión de longitud geográfica, entre Bailén y Ponferrada hay algo más de media hora de diferencia en las salidas y puestas de sol, así que desperté, ordené la mochila y me fui a desayunar; cuando terminé, al filo de las 8.30 todavía seguía siendo noche cerrada y tuve la curiosidad de ir a tomar unas fotos de las juntas del caudaloso río Sil (dicen de él con respecto al Miño que el Sil lleva el agua y el otro la fama) y el Boeza, pero al ver que el día no levantaba y ante la incertidumbre de cómo se me daría esta primera etapa emprendí mi viaje.

Apenas abandonando las calles de Ponferrada un vecino me sugirió una variante de menos kilometraje, la cual decliné ya que obviamente no estaba haciendo el Camino para ahorrarme ningún metro del recorrido oficial, sería engañarme a mí mismo.

A este respecto es interesante señalar que, aparte de que el Camino está muy bien señalizado y existen decenas de hitos en cada cruce, cada calle, cada revuelta, todos los días miraba desde la cama la etapa de una web muy conocida por todos los peregrinos y denominada Gronze (gronze.com). También me había descargado en el móvil la que creo que es la mejor aplicación para enterarse de todo el Camino y que funciona a las mil maravillas, Buen Camino, que además contrasta con lo mediocre que es la aplicación oficial de la Xunta de Galicia, que apenas descargarla la deseché por poco práctica.

La periferia de Ponferrada y, en general, la comarca del Bierzo, me mostraba un escenario postindustrial, con ciertas similitudes a Linares o Bailén, y que evoca un pasado pujante hoy venido a menos donde la reconversión industrial se ha realizado desde dentro, desde el pueblo y con escaso apoyo de las autoridades nacionales, a lo bruto.

He de decir que esos primeros kilómetros eran bastante llanos y fui rápido, con alegría, se me queda en la retina mi fulgurante paso por Camponaraya, localidad natal de nuestra campeona olímpica en halterofilia Lidia Valentín; pude haberme parado a desayunar pero como no sabía lo que tenía por delante, más allá de los kilómetros que me quedaban, preferí continuar.

El siguiente pueblo importante era Cacabelos, y su nombre lo llevaba en mi mente desde hace más de veinte años, de cuando un concejal de mi ayuntamiento fue a explorar el futuro del desarrollo local con un pionero de aquella localidad como era y es José Luis Prada, más conocido por su marca «Prada a tope», empresario versátil y artista; curiosamente el Camino pasaba por un museo dedicado a él.

Las aguas de ríos, riachuelos y arroyos iban jalonando mi trayecto, qué maravilla y qué envidia. Justo a la salida de Cacabelos tuve el momento más complicado de todos los días, ahora lo veo como una tontería y me imagino que me pasó porque todavía no había entrado en calor, y es que a la salida del pueblo hay una subida de unos cuantos kilómetros que además se hace junto a una carretera y es poco pintoresca. Fue un espejismo, coroné y entre viñedos y pastizales, aquel lunes experimenté el mínimo instante de mal tiempo de toda la semana, y ello considerando que tuve que parar para refugiarme durante diez minutos pues ya llevaba unos cientos de metros con un intenso orballo y al llegar a la aldea de Valtuille de Arriba me tomé un pequeño descanso, mientras un lugareño un tanto peculiar me recibía con un fuerte acento gallego, tanto que apenas lo entendí (a la única persona que no entendí en todo el camino), pues me refería algo relativo a un lance torero. Y es que a título de paréntesis en este recorrido, el Bierzo es considerado por los lugareños como la quinta provincia gallega y este parroquiano con el que me encontré tenía más deje gallego que otra mucha gente con la que hablé en el Camino.

Colegiata de Villafranca del Bierzo
La mínima parada me hizo reflexionar que iba bien de tiempo y que el objetivo de comer en Villafranca del Bierzo estaba a la mano, y así fue, porque apenas quince minutos después de dejar Valtuille de Arriba tenía un suave descenso hacia esa sobremesa que me esperaba en este primer día de mi viaje. Villafranca del Bierzo tiene 2.500 habitantes pero en esta comarca del Bierzo tan despoblada, da la impresión de ser mayor, acapara negocios y una vida social que ofrece la perspectiva de ser el núcleo vertebrador de las localidades vecinas.

Comí un reparador menú en Restaurante Sevilla, y fue una suerte porque en los días posteriores no fue fácil hallar restaurantes con menú (y, por supuesto, brilló por su ausencia eso del «menú peregrino»), de hecho, fue imposible. Me puse en marcha degustando la belleza del pueblo y los varios monumentos que lo jalonaban. El Camino me llevaba por una senda junto a la carretera, de lo más aburrido y poco pintoresco de este tramo, que iba en paralelo al río Valcarce, no lo conocía y me sorprendió por su caudal y su indómita naturaleza alrededor.

Con muy buen tiempo climático y con buena media de velocidad la que hice para completar los algo más de 40 km de esta primera jornada, el recorrido de la tarde fue tranquilo y solitario, llegué plácidamente a Trabadelo, mi destino previsto. Allí había un albergue privado y tal y como me imaginaba iba a estar solo aquella noche allí, suponía también cumplir con uno de los objetivos de este viaje iniciático, enfrentarme a mis miedos, salir de mi zona de confort, pero no adelantemos acontecimientos.

La tarde-noche me permitió descansar, hacer un poco de turismo por Trabadelo, apenas 100 habitantes, y nutrirme bien de cara a las jornadas futuras. De igual modo, como tenía previsto hacer cada tarde, también debía planificar la etapa del día siguiente, aunque la siguiente jornada tenía truco, y es que empecé a ver lo que se venía, la denominada «etapa reina», tanto que decidí no mirar más lo que iba a tener por delante para no agobiarme, aunque para este tipo de cosas soy algo indestructible y no me arredra hacer algo épico.

Me levanté temprano aquel martes, como todos los días, aunque como ya he comentado, amanecía tarde y asumía que la primera hora de la etapa siempre la haría de noche. Desayuné opíparamente en el bar del albergue, que también tenía hostal, opción para los más cómodos.

Me puse en marcha, el valle del río Valcarce se iba angostando entre montañas de cierto porte y me ofrecía una de las partes más pintorescas y bellas de esta etapa. Agua, verdor y una sucesión de aldeas entre lo cuidado y lo decadente. Paré a media mañana en Las Herrerías a tomar un café reparador, muchas veces paraba para descargar el peso de 12 kg de la mochila, más por los hombros que por las piernas, estas iban bien. Tan bien iban que al poco de esa parada reparadora el Camino abandonaba la carretera rural que me había acompañado desde la salida para adentrarse por un sendero que presagiaba, por la perspectiva que tenía delante, una escalada de muchos quilates, que sí que era un examen de resistencia física.

Frontera Castilla y León-Galicia
En realidad, tenía unas cuatro horas de subida mantenida con una sucesión de puertos de montaña con el mítico O Cebreiro como punto neurálgico que no final. Sin duda el primer plato fue el más duro, la pendiente era severa, luego leí que era un 16 % de desnivel medio durante 2 km, el sendero no estaba muy cuidado, las lluvias invernales lo habían deteriorado y la inclinación era tal que casi me quedaba con las manos tocando el suelo, a muy escasos centímetros. Pequeño descanso en La Faba y a seguir el ascenso hasta La Laguna de Castilla y, como decía mi aplicación en el móvil «el gigante ya casi estaba vencido», y es que la subida se iba suavizando y llegaba una de las fotos que todo peregrino tiene que hacerse obligatoriamente, la frontera entre Galicia y Castilla y León, y sí al poco O Cebreiro.

Verdaderamente la llegada a O Cebreiro es icónica, un bellísimo enclave, un miniparque temático del Camino de Santiago, que tiene de todo un poco. No es inhabitual en invierno que mucha gente corone O Cebreiro sufriendo nevadas o estando rodeado de nieve; con lo que todavía me sorprendía más que pudiera estar atravesando el pueblo en manga corta en esas fechas. De hecho, en Semana Santa y también con posterioridad a mi viaje ha habido nevadas tan fuertes que algunos tramos de esta etapa se cerraron y redirigieron a los peregrinos hacia carreteras.

En este punto quiero destacar que la etapa no me estaba mermando físicamente pero sí que me estaba deshidratando; y esta fue una máxima de los siete días, no recuerdo haber bebido tanto y de una forma tan continuada como en esas jornadas. Llenaba mi botella de 750 ml a cada momento y muchas veces me las veía y me las deseaba para encontrar una fuente o un venero donde repostar; no exagero si digo que podía beber más de 5 litros diarios, porque obviamente sudé muchísimo, ¡en enero!

Hubiera estado bien almorzar en O Cebreiro en alguno de sus sugerentes restaurantes, pero había programado esta etapa como la segunda más larga después de la del primer día, con el agravante de que los varios kilómetros de subida y otros que tenía por delante iban a menguar mi media de velocidad y decidí continuar. Mientras bajaba O Cebreiro me nutrí con unos frutos secos y enfilé una bajada hasta Liñares.

Curiosamente Liñares me recibió con un cartel de entrada en la aldea que ponía Linares, ¿error u otra forma de denominación? En una tienda de recuerdos muy cuidada pregunté a la señora que atendía si allí se podía comer pero apenas tenía dulces y repostería, y no era esa la mejor opción para avituallarme, así que me dijo que había un bar unos kilómetros más arriba. Todo fue un ascenso por buenos senderos, en una jornada que era subida tras subida. Al filo de las 4 de la tarde llegué al Alto de Padornelo, coronando antes el Alto de san Roque y habiéndome hecho la foto de rigor en el impresionante Monumento al peregrino (1.277 m), y posteriormente haciendo cota del mismo modo el Alto de Poio (1.335 m). En ese Alto fue donde encontré el bar, llegué en manga corta y con la sensación, siempre constante, de estar sediento, porque a buen seguro mi botella estaba vacía; lo de la manga corta reitero que es extraordinario a finales de enero, porque hay innumerables fotos de peregrinos coronando todos estos altos y con abundante nieve, incluido el Monumento al peregrino que con nieve alrededor resulta aún más espectacular.

Monumento al peregrino
Entré al bar del Alto de Poio, unos cuantos parroquianos jugaban a las cartas cerca de una estufa de leña, a todas luces innecesaria ese día pero imagino que encendida por costumbre. A la chica que atendía le pedí de comer y no me preguntó qué quería, me sacó un buen trozo de tortilla de patatas, de ese grosor que parecía una de esas que sirven en un célebre sitio al lado de la Mezquita de Córdoba, aquello me pareció un manjar al alcance de los dioses. El placer era inmenso, el tiempo me acompañaba, iba al ritmo que había previsto, me estaba poniendo fino con la tortilla y aunque quedaban casi 15 km hasta Triacastela, el final de etapa, ya era todo bajada. Antes de irme entraron en el bar dos chicos extranjeros, peregrinos, que se pidieron unos helados, la primaveral temperatura daba para ello, caí en la cuenta de que no había visto a un solo peregrino en todo el día y estos fueron un interesante hallazgo en este viaje, como después comprobaría.

Los vi bien a lo lejos al salir del bar, eran cuatro, y se lo tomaban con calma, con lo que adelanté al poco a dos de ellos y continué descendiendo y soltando piernas tras las reiteradas subidas antes de la sobremesa y el contundente y reparador almuerzo que me había metido entre pecho y espalda. Justo al llegar a la aldea de Fillobal me paré un momento con una señora mayor, una lugareña que paseaba por los prados, y estuvimos charlando un ratillo sobre el calor que hacía para esa época, lo poco que llovía últimamente incluso allí (el cambio climático), e incluso de la España vaciada, fue muy agradable. Ya estaba en la provincia de Lugo en una zona rural y la señora no tenía mucho acento gallego.

Esto me llevó a la siguiente reflexión que fue también una sensación recurrente durante mi viaje, y es que a la vista de los escasos establecimientos abiertos en el Camino, este que se precia de ser el más popular aun siendo enero, sufrí más soledad de la esperada, no ya la del Camino, el de no encontrarme peregrinos, que eso me lo esperaba, sino la soledad de no recibir la hospitalidad que debiera recibir un peregrino más auténtico que el que hace el Camino en julio, tipo de peregrino al que se le llama con cierta sorna «turigrino». Me hubiera gustado que algún lugareño me preguntara si necesitaba algo, agua fundamentalmente que es lo que acababa con inmediatez y me costaba reponer a veces; vi algunas casas donde cerraban puertas o ventanas a mi paso (la vieja del visillo).

Con la maravilla de las nuevas tecnologías y mi madre apuntada recientemente al Whatssapp alguna que otra videollamada le hice y este día fue uno de ellos, y mientras pasaba aldea tras aldea, la llamé y nos estuvimos viendo mientras le mostraba unos preciosos valles y una explotación ganadera.

Cerca de Triacastela alcancé a los otros dos integrantes del cuarteto que había visto en Alto de Poio, y fue mi primera relación seria en el Camino. Un chaval francés, Gael, y otro italiano, Umberto; esperamos a que llegaran los otros dos, otro italiano, Pietro y un belga del que no recuerdo el nombre. En el pueblo había dos albergues y preferí ir al que ellos iban para estar acompañado y también para no pasar la noche solo, Albergue Oribio.

El último tramo hasta Triacastela estaba bastante encharcado y llegamos con las zapatillas mojadas. La noche ya nos estaba alcanzando y la puesta de sol no nos permitió hacer con la suficiente luminosidad una foto típica del pueblo que es la del Castaño centenario de más de 800 años, un impresionante tronco y una maravilla de la naturaleza.

Mis cuatro nuevos compañeros me regalaron conversación y risas. Gael viajaba solo, este francés vivía en Canadá y era repartidor en ese país, un tipo singular. Los otros tres eran estudiantes de Erasmus en Oviedo y habían decidido tomarse una semana de vacaciones para hacer el Camino. Umberto era realmente Hubert, en alemán, procedía de esa parte de Italia, Bolzano, donde se habla alemán. Hubert hablaba tan mal el italiano que su amigo Pietro me comentaba que prefería hablar con él en inglés. A todo esto una de las cosas interesantes del Camino es que empiezas a hablar en inglés, también en español con alguno de ellos que tenía más conocimientos, y al final no sabes en qué idioma hablaste con cada uno aunque sabes de qué hablaste. Con un inglés macarrónico te defiendes y yendo un poco más allá, basta unos pocos días para soltarte y expresarte con más confianza, el vocabulario fluye tras tantos años de educación en idiomas mal enfocada en nuestro país.

Me invitaron a cenar pero decliné el ofrecimiento, estaban preparando unos macarrones y una ensalada bien repleta, pero se lo tomaban con tal parsimonia que tardaron cerca de dos horas en la preparación, y precisamente por eso yo cené antes y me retiré a descansar y a dar por culminada una jornada inolvidable, la etapa reina.

En ese albergue también había dos chicos más, eran surcoreanos, estaban también en el albergue de Ponferrrada y fueron mis acompañantes inopinados en las siguientes jornadas.

Había completado tres jornadas oficiales en dos días y ahora tocaba ir más tranquilo, tal y como había planificado, siguiendo más o menos las etapas oficiales, haciendo turismo, y alcanzando en ese tercer día la mítica localidad de Sarria, donde muchos peregrinos empiezan el Camino.

Por eso, ese miércoles, en Triacastela, me despedí de mis nuevos amigos y el Camino deparaba dos opciones, una corta, de 17 km, por bosques, y otra más larga, de 23 km, al lado del río Oribio (también denominado Sarria) y con una parada en el monasterio de Samos a media mañana. Después de haber hecho más de 40 km los días anteriores, hacer 23 me parecía un paseo, así que opté por este y obviamente tampoco quería perderme una visita turística a ese enclave intermedio.

Monasterio de Samos
Al filo del mediodía llegué a Samos, zona residencial con casas bien cuidadas, muy turística y muchos establecimientos; me paré a desayunar y mientras lo hacía miré cuándo se podía visitar el monasterio, ¡justo a las 12 cada día, vaya!, no había calculado esto, pasaban unos minutos de las 12 y no me quedaba otra que terminar mi desayuno y después pasear alrededor del bello monasterio y su entorno.

Después de esta parada larga, afronté lo que me restaba para llegar a Sarria, en uno de los tramos más bonitos y poéticos de la ruta. Valles verdes alimentados por el río Oribio ofrecían idílicas postales. Me encontré con los surcoreanos, siempre iba uno delante y varios cientos de metros después el otro, cosas de surcoreanos. Le pregunté al más rápido cuántos días llevaban de Camino y me dijo que unos cuarenta, obviamente habían empezado antes de Navidad y el punto de inicio era el tradicional Saint-Jean-Pied-de-Port, en el Pirineo francés, otro clásico para los puristas del Camino que quieren hacerlo de una forma íntegra.

A Fonte das bodas
Yendo tan bien de tiempo apetecía comer en el Camino antes de llegar a Sarria, si la cosa se daba, lo cual era misión complicada. Pero hete tú aquí que en mitad de la nada, en mitad de uno de esos valles, me encontré una casa de campo singularmente decorada, parecía una morada particular, entré y tenía pinta de hostalillo, estaba abierta, abierta y vacía, dije hola y salió una señora con un mandil y pregunté si se podía comer y me dijo que por supuesto, y a aquí empieza la historia más bonita y ensoñadora que me ocurrió en el Camino, y que solo por la misma hubiera merecido realizar este viaje mil y una veces.

Apenas me estaba quitando la mochila y colgando mi ropa en la silla de una larga mesa vacía cuando escuché en una habitación contigua una voz que preguntaba si yo era peregrino, a lo que la señora respondió que sí. Inmediatamente esa voz dijo que me invitaba a su mesa y la señora me acompañó a la misma, allí había dos personas, un señor algo más mayor que yo y el que me dijo que era su sobrino, y que se congratulaban de que me uniera a su mesa, lo cual agradecí.

En ese rato de sobremesa se produjo algo milagroso, el señor mayor me habló un poco de su vida y de la motivación para hacer el Camino, otra serendipia: fruto de un desengaño amoroso. En ese momento noté que la conexión se había producido, me sinceré, conté mi historia, lloré, la señora de la casa también estaba y fue de lo más emocionante de mi vida.

Mientras daba cuentas de las viandas que me puso la señora, tampoco tuve que preguntar, me sacó lo que tenía y estaba bien rico, estuvimos charlando de esto y de aquello, del bien y del mal, del hoy y del mañana, ella nos acompañaba en la distendida pero profunda y humana tertulia. Podía haber estado toda la tarde, toda una vida charlando con esa gente. Cuando se despedían, el señor me dijo que yo jamás olvidaría su nombre, por lo singular, Alfredo Gusano, no lo iba a olvidar en ningún caso, era de ese tipo de personas con las que disfrutarías conversando horas y horas.

Se fueron y la señora se quedó conmigo, ella también había comentado en la tertulia que en su vida también había sufrido un desengaño y que su trayectoria era una auténtica historia de superación para sacar a sus vástagos adelante. Se despidió de mí, me regaló una vieira que me colgó, me dio un abrazo no sé si con el corazón o de verdad, me volví a emocionar y le prometí que volvería. Muchas gracias, Isabel Cabarcos, y recomiendo encarecidamente la visita a su llamada Pensión A Fonte das Bodas.

A la salida no podía salir de mi asombro, me costaba pensar si lo que me había ocurrido era real. A Alfredo Gusano lo encontré fácilmente en Facebook, le pedí amistad y al terminar la jornada ya me había correspondido.

Llegué mediada la tarde a Sarria con una temperatura estupenda, lo normal en esos días, visité la localidad, sus monumentos, paseé por sus calles, me mezclé con sus habitantes. En el albergue de la Xunta sí que había más gente, unos quince o así, y entre ellos Mariano, el vallisoletano al que conocí el primer día, también los dos surcoreanos.

El cuarto día, jueves, el recorrido también era un clásico, desde Sarria hasta Portomarín. Desayuné en Sarria y me adentré en la ruta, en un Camino que se hacía cada vez más atractivo por el paisaje, por las numerosas aldeas que salpicaban la ruta. En el primer tramo me encontré con Gael, el francés-canadiense con el que tuve una deliciosa conversación sobre el poder de la naturaleza, también sobre el poder de los astros, del que Gael sentía notables influjos, así como de lo odioso de nuestra rutina laboral, obligada pero no deseable en un hipotético mundo paralelo.

Era y es una obviedad que cuanto más cerca de Santiago más señales de que el destino ya está en el horizonte, o lo que es lo mismo, más bares, restaurantes, albergues, hostales, hasta zonas para masajes…, aunque en estas fechas todo mayoritariamente chapado.

Embalse de Belesar y Portomarín al fondo
El kilómetro anterior a alcanzar Portomarín suponía un sendero estrecho y con pendiente descendente de mucho atractivo, no apto para personas con movilidad reducida. En realidad llegas a Portomarín mucho antes de entrar en el pueblo, y es que la defensa del pueblo es el impresionante embalse de Belesar, sobre el río Miño, el más grande de su cuenca, y lógicamente lleno. El observar una masa de agua de esas dimensiones es algo que a mí me abruma. El pueblo tenía el aspecto propio de puerto deportivo casi marítimo, y eso que está a un centenar de kilómetros de la costa. Muy bonita la visita por sus calles, con muchos guiños jacobinos. Subí a la plaza del Ayuntamiento donde aún permanecían las decoraciones navideñas y allí comí con esa extraña afección a lo que es mi trabajo cotidiano aun cuando quería olvidarlo o al menos desconectar.

Por aquellas calles me encontré a Mariano y a los dos surcoreanos. Era mediodía, sobre las 3, y me parecía feo estar holgazaneando tantas horas en Portomarín, así que habiendo madurado la idea durante la jornada, me dije a mí mismo que iba a alargar un poco la etapa, porque el perfil que tenía por delante era plano.

Así que el destino final de aquel jueves era la pequeña aldea de Gonzar. A la salida de Portomarín tenía un bello sendero a través de un bosque de castaños y álamos que pronto se acabó para dejar un aburrido camino que circulaba junto a una carretera nacional, poco atractivo, y que atravesaba varios núcleos de industrias abandonadas.

Antes de las 6 llegué a Gonzar, en el albergue de la Xunta me recibió amablemente la hospitalera. Estaba solo, y ya me imaginaba que nadie llegaría después. El funcionamiento de los albergues públicos es el siguiente, se acogen peregrinos hasta las 10 de la noche (abren a la 1 de la tarde aproximadamente) y a esa hora la hospitalera, como era en este caso, se va, las puertas se quedan cerradas por fuera pero no por dentro, lo cual quiere decir que cuando te vas, por la mañana, lo haces de una vez y debes intentar no dejarte nada, especialmente cuando estás solo como yo estuve aquella noche. Y, por cierto, la hora de salida no puede ser más tarde de las 8.30.

Aunque todas las jornadas hizo un tiempo estupendo, se agradecía un poco de calefacción porque por la noche refrescaba, máxime cuando yo estaba solitario en una sala con no menos de treinta literas, incluso pude lavarme mi ropa y secarla en los radiadores, algo no recomendable con gente, pero estando solo…

Estando solo y en otra muestra más de mi masoquismo, en ese escenario que asemejaba al hotel perdido de la película «El resplandor», me puse a ver la noticia de aquella peregrina estadounidense de origen oriental que había sido asesinada en el Camino, en la provincia de León, por un tarado, unos años atrás. Esa estadounidense y otros muchos viajaron y viajan para hacer el Camino, gracias a esa película a la que aludía al principio, nunca una película tan normalita ofreció tantos dividendos a la causa.

Castromaior
Salí el viernes nuevamente de noche y a poco de Gonzar me topaba con uno de esos sitios que tienes que ver y hacer fotos, y me pilló amaneciendo y se trataba del mágico castro de Castromaior, la nomenclatura da idea de la excelsitud. Lo sorprendente es que es un lugar abierto (cualquiera se puede llevar una piedra si quisiera), te podías meter en las calles, en las casas de un asentamiento que data de la Edad del Hierro. Sin duda, fascinante y un tanto acongojante estar allí, solo, amaneciendo, sintiéndome un ser prehistórico, todo era tan surreal que mi hijo me sacó de mi embelesamiento pues quería que le solucionara un asunto a mil kilómetros de distancia.

Junto al castro hay un centro de interpretación no menos sorprendente. Yo lo calificaría como una de esas inversiones públicas sin sentido. El mismo es también un espacio abierto, diseñado sin puertas ni ventanas, y del que se espera en el futuro darle contenido, pero ¿cómo lo van a vigilar sin puertas ni ventanas? Y a todo esto, apenas se construyó hace un par de años y tiene el aspecto, ya, de ser un edificio en ruinas.

El recorrido posterior fue pesadillo, algún que otro cruceiro interesante y una sucesión de aldeas con todos los bares cerrados. El paisaje no estaba mal, valles verdes que abastecen la ganadería autóctona.

La guía me sugería un desvío para visitar un monasterio, el de Vilar de Donas, había que hacer cinco kilómetros más, y el ofrecimiento parecía interesante. Y fue frustrante, no mereció la pena para nada, una iglesia románica no bien conservada, nada del otro mundo, y tal vez lo interesante estuviera dentro, estaba cerrada, pero lamenté haber hecho un esfuerzo que podía haber aprovechado parándome en otros hitos posteriores.

La etapa clásica terminaba en Palas de Rei, y se trata de otro de esos municipios con mucho sabor a Camino, aunque obviamente todo cerrado y apostado para esperar masas de peregrinos en meses más turísticos. Justo a la salida del pueblo pude encontrar un restaurante abierto y, por primera aunque no última en el Camino, comí pote gallego.

A media tarde ya me estaba esperando Melide, otro pueblo bullicioso, y donde el albergue de la Xunta me depararía otro de los recuerdos culminantes de mi viaje. Tomé litera, allí estaban mis amigos los surcoreanos y otra pareja más de surcoreanos, y mientras me desprendía de mi equipaje había un chico cargando su móvil cerca y al que escuché hablar a través del mismo y deduje por su acento que era andaluz.

Y sí, en nada trabamos amistad Kiko y yo, un saladísimo malagueño que compartió conmigo unas 36 horas bien intensas, en las que nos contamos nuestras vidas. Decidimos salir a cenar y, entre otras cosas, a degustar uno de los platos típicos de la localidad, el pulpo. Me volví a tomar un pote gallego y le metimos mano al pulpo y lo regamos con cerveza y vino. A la vuelta nos comimos unos dulcecillos. Ya de noche y con el trabajo bien hecho charlamos un rato en la estancia común del albergue.

Al acostarme me di cuenta de que había perdido mi cartera, con dinero, DNI y tarjeta. Me agobié, todavía no eran las 10 y la hospitalera no se había ido, aunque Kiko me podía abrir después de esa hora. Salí a la calle, no la encontré y seguí con el agobio. No dormí bien y al día siguiente buscamos en vano, llamé a la Guardia Civil, Policía nacional. Me acerqué a Correos, cerrado y a la Policía local, cerrado. Cifrándolo todo a mi mala suerte y a un despiste propio de esas cervecillas de más que tomé y a las que no estoy acostumbrado, me tranquilicé sabiendo que podía pagar desde el móvil y que Kiko me iba a pasar dinero en metálico que yo inmediatamente le devolvería por Bizum, era mi salvoconducto.

Así que resuelto el entuerto de que en lo que restaba de viaje iba a estar más indocumentado que una liebre, me dije que no merecía la pena preocuparse, con lo que Kiko y yo desayunamos y enfilamos una etapa cortísima. Él estaba haciendo el Camino para tratar de mejorar de una lesión de rodilla y no podía machacarse, con lo que decidí que gracias a que era mi inopinado salvador, no me importaba ese sábado frenarme un poco y terminar el Camino el domingo haciendo dos etapas en una.

Kiko se reveló (perdona que sea así de sincero si llegas a leer esto y también por la foto) como un tipo noble y preocupado por mí, más que muchos, y es de agradecer, al que apenas conocía de una tarde-noche de cháchara. Seguimos contándonos nuestras vidas y él se liberó trasladándome que por su edad, 35 años, ya estaba asentando la cabeza, dejaba atrás experiencias no muy sanas, y además acababa de empezar una relación con una chica, con la que estaba muy ilusionado.

Llegamos a Arzúa, pueblo característico por su queso, al filo de la 1 de la tarde, habíamos dado un paseo en toda regla. Antes de llegar al albergue, y sí, también por hacer hora, nos paramos en un bar y ya fuimos degustando el queso, no fue de nuestro agrado. Dejamos las cosas en el albergue y nos fuimos a otro bar, este mucho mejor, y allí nos inflamos de ese queso del lugar.

Nos duchamos y sesteamos. El albergue ya estaba más concurrido, ya sea por la cercanía a Santiago y porque en Arzúa se unen otros caminos norteños, lo cierto es que se apreciaba cierta animación. Así fue como conocimos a Esteban, un valenciano de Gandía aunque de padres de El Puerto de Santa María. Su historia era increíble, llevaba cuarenta días de ruta, literalmente solo, había empezado en el País Vasco antes de Navidad e incluso paró para volver a su casa en dichas fiestas. No se había encontrado a peregrino alguno y su necesidad de conversar era palpable. La historia de Esteban en el Camino era fascinante, pero su vida aún lo era más, un tipo difícil de soslayar.

Esteban nos sugirió que fuéramos a la parroquia adyacente a una misa del peregrino que tenía lugar esa tarde y accedimos. La iglesia estaba completamente llena y era curioso porque luego comprobé que en Arzúa gobierna el BNG, cuya ideología es de izquierdas. A la salida nos fuimos a un bar, fue otro de esos momentos míticos, que jamás olvidaré en mi vida. Allí estábamos los tres, sentados en una mesa, mientras de fondo teníamos el partido del Barça-Villareal, departiendo alegremente, como amigos que se conocieran de toda la vida y hubieran quedado un sábado como de costumbre para charlar de temas mundanos. La felicidad está en las pequeñas cosas y esa tarde, simplemente, me sentí inmensamente feliz.

Con Kiko
Hete aquí que conectando con un apunte que hice al principio, el Camino es una muestra de la heterogeneidad humana, pero que por aquello de que vivimos en el mismo espacio y atravesamos por experiencias comunes todo el mundo, en mayor o menor medida, se congrega en este viaje a Santiago para vivir también un viaje interior; todos tienen, tenemos, un motivo, una razón más poderosa o más prosaica, pero algo que nos mueve a recorrer muchos kilómetros por una idea. Mi razón era un combinado de sentimientos y también sabía que, circunstancialmente, me tenía que enfrentar a mis miedos, el estar solo día y noche, el estar solo en la vida, el estar solo en un albergue en medio de la nada con tu propia compañía. Fue bonito y enriquecedor afrontar el reto, pero es que esa sensación de soledad, y de miedo, me la trasladaron Kiko y Esteban, cada uno a su manera, condicionados por salir de una zona de confort domiciliario que nos obliga a estar solos en un albergue. Kiko se acongojó en un albergue cuando de noche empezó a sonar un ventilador en el servicio de mujeres, y tuvo sus cuitas hasta que descubrió que se activaba con un sensor y puede que algún pequeño error del sistema o una ráfaga fugaz lo hubiera puesto en marcha. Esteban, que llevaba varias semanas durmiendo en albergues perdidos del norte de España, se procuraba cada día una serie de muebles colocados como muralla en la puerta del dormitorio. Al final la soledad de la vida es peor, sin duda.

Y llegaba el último día, domingo 28 de enero, debía dejar a Kiko, y también a Esteban, ambos habían decidido hace dos jornadas para llegar a Santiago el lunes casi de mañana. Kiko ya es mi amigo y quedamos emplazados en vernos más pronto que tarde, y será y se hará. Yo tenía por delante dos etapas en una, 38 km, que no estaba mal para terminar pero el trazado era benigno y el clima seguía acompañando.

Apenas salí de Arzúa, bien tempranito, y nuevamente de noche, me encontré con Mariano, que también se había alojado en el mismo albergue de la Xunta que yo. Y caminamos juntos toda la mañana y hasta la hora de comer. Curiosamente me comentó que acababa de ver cruzar unos ciervos, y me lamenté por mi mala suerte porque no tuve la fortuna de ver un animal salvaje en toda la semana, todo lo más un pobre tejón muerto en una carretera, animal que jamás había visto en mi vida.

Con Mariano también tuve una conversación magnífica, madura. Mariano era y es enólogo, su motivación para hacer el Camino diría que era por un cambio de ciclo en su vida, después de trabajar quince años en Burdeos, había «fichado» por Pago de Carraovejas e iba a trabajar precisamente en Galicia en las próximas semanas al frente de la bodega Viña Mein. Tengo un gratísimo recuerdo de este tipo, muy sensato, muy cabal, un hombre de que en otras circunstancias y en otras latitudes hubiera sido mi amigo (lo mismo Mariano, si alguna vez lees esto, perdona por la foto).

Creo que fue en Sarria cuando nos reencontramos Mariano y yo en el albergue, que ya me había comentado cuál era su profesión, así que le conté que si encartaba podíamos tomarnos algún vino en el Camino. Así que la ocasión era propicia, llegamos a mediodía a Labacolla, zona donde se ubica en el aeropuerto de Santiago. Llegamos a un bar muy concurrido y dijimos que esa era la nuestra, nos despojamos de mochilas e impedimenta y antes de sentarnos en la mesa una chica muy amable nos señaló que no tenían nada para comer, dicho con esa real amabilidad todo indicaba que era una broma, pero no, nos aseveró que no servían comidas, nada, todo lo más unos frutos secos o unas patatas fritas. El local estaba lleno, dentro y fuera, y todo el mundo bebía, en fin, cosas de gallegos.

Total que siguiendo las indicaciones de la camarera avanzamos un poco más y llegamos al Hotel Restaurante Ruta Jacobea, de varias estrellas, un lugar fino y en el que no atendieron con exquisitez. Más que nada porque íbamos de peregrinos, con el equipamiento propio del que va a coger espárragos, no nos pareció adecuado entrar en el restaurante a comer, donde la gente entraba con sus mejores galas, así que nos hicimos fuertes en el saloncito del bar. Allí optamos por darnos un pequeño homenaje comiéndonos una fantástica paella de verduras regada lógicamente con un vino blanco escogido por Mariano, probablemente Albariño o Ribeiro, no recuerdo, el cual me ilustró debidamente sobre las cualidades del mismo. Tampoco voy a dejar pasar la oportunidad de afirmar que en ese rato, esa media jornada con Mariano, fue otro momento cercano a la plena felicidad, por el corazón sereno, por el alma en paz, y por estar haciendo algo que no hubiera soñado cuatro meses antes, gracias.

Con Mariano
Me despedí con un fuerte abrazo de Mariano, que también se quedaba en un hostalillo de la zona para llegar también el lunes por la mañana a Santiago y seguir degustando el Camino. Yo continué, iba bien de tiempo y llegaría a Santiago a eso de las 6 de la tarde.

Los kilómetros previos a llegar a Santiago en este Camino francés no son especialmente atractivos, hubo muchos paisajes y escenarios que merecían mucho más la pena. Desde luego ya percibías que te acercabas a una ciudad importante más por su historia e influencia que por su población, la zona de influencia era el preámbulo de una meta soñada por millones de personas y que yo, en solitario, iba a alcanzar por segunda vez, tan distinta de la primera, y tan llena de significado.

La llegada al Monte do Gozo se presume como otro hito para todo buen peregrino que se precie, desde allí ya atisbas la gran ciudad y ese objetivo, que ya, sin detenerte, no es otro que alcanzar la plaza del Obradoiro y la catedral, donde supuestamente yacen los restos del Apóstol, da igual si están o no, porque el componente sentimental, espiritual y personal, es más fuerte y es lo que cuenta.

Y allí llegué a Santiago solo, como había empezado, como uno llega a este mundo, como uno se va de él. Solo con el amor podemos crear la ilusión de no estar solos.

Fui a la Oficina del Peregrino a entregar mi credencial y recibir mi Compostela, la segunda y más importante; a la par había llegado conmigo Maria, la chica alemana que vi el primer día en Ponferrada, decenas de kilómetros casi sin verla, cada uno a su ritmo, y llegamos en el mismo minuto. La Compostela no es un objetivo, pero es un recuerdo grato.

Busqué alojamiento que no había planificado, sabedor de que ya en Santiago la oferta es amplia, y lo hice en un albergue-piso turístico donde me dieron una habitación con cuatro camas, teóricamente para compartir. Me duché y me fui a la misa del Peregrino, había llegado con tiempo y merecía muy mucho la pena completar ese rito como Dios manda.

Paseé libre, porque ser libre es una virtud humana, por las calles de Santiago, alegre por haber cumplido y triste porque ya se acababa, porque en esa tesitura de mi vida hubiera estado andando sin límite. En el albergue volví a dormir solo y esta vez lo agradecí porque las otras habitaciones estaban ocupados por chicos de raza negra, y me hubiera sido incómodo compartirlas con ellos, no porque fueran negros, que soy padre de un chico negro y pocos prejuicios tengo, sino más bien por ser extraños, y eso me hubiera pasado igual si fueran blancos.

El lunes por la mañana partí para Madrid con la mochila llena de recuerdos que jamás se borrarán de mi mente. Allí me esperaba mi amigo Andy Pollock, que me infundió el ánimo que necesitaba para emprender una nueva etapa de mi vida. Andy es un amigo del alma, más que muchos; en contra de lo que se podría presumir, como idea generalizada, de que los estadounidenses son fríos, Andy es una persona familiar y cercana, que me llama, que se preocupa por mis problemas, es un hombre bueno y tiene un corazón inmenso y como lo tiene tan grande a lo mejor es por eso por lo que hace unos años le dio un aviso y ahora se lo tiene que controlar. Y me dio buenos consejos que he acogido con total delectación.

Reconozco que esta es mi entrada más íntima de los últimos tiempos, si has llegado hasta aquí, has dedicado el tiempo que necesita esta larguísima entrada y empatizado con algo de lo escrito, o has aguantado la brasa, muchas gracias. Lo que viene ahora es más íntimo si cabe, caótico si se quiere, pero lo necesito expresar por mí mismo, escribir me sana.

Si el destino no era el que era hay que dar gracias a las personas que compartieron mi vida, por permitirme volver a nacer en pequeñito (y morir un poco, en miniatura, pero con dignidad), también por regalarme un poco de sus historias. A veces en la vida, aunque sea duro, no es malo tocar fondo, porque estoy esperanzado, de algún modo ya lo estoy percibiendo, que el impulso es sublime, porque como decía Freud, ya he construido luto de mi vida pasada y ahora estoy fabricando mi vida presente. El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional, y ya veo, con los nervios atenazados en mi estómago, la luz al final de un largo e intrincado túnel.

Comentarios