Como un habitual de cada día de Año Nuevo, casi como anticipo del Concierto desde Viena que echan en la tele y que trato de no perderme mientras no tenga otra alternativa en mi vida, me dispongo a visionar la película sobre la temática del genocidio armenio allá por el primer tercio del siglo XX. Genocidio que, por el amplio legado de producciones literarias, televisivas, cinematográficas…, sigue dándome mis frutos en esa búsqueda que hago cuando se va acercando el fin del año cronológico.
Y es que los armenios, como pueblo orgulloso de sus ancestros y de su historia, siguen perpetuándose en la necesidad de que no se olvide lo ocurrido, que la diáspora que generó primero el exterminio de miles de sus compatriotas y luego la huida de otros tantos, continúe siendo un acicate para fortalecer a una comunidad distribuida ampliamente a lo largo de buena parte del mundo.
Trato de recordar siempre que, dentro de las diásporas, la armenia ha de ser una de las mayores en términos relativos de la Edad contemporánea, si tenemos en cuenta que en la actual Armenia viven unos tres millones de personas pero entre ocho y diez habitan fuera de esa tierra de sus ancestros, manteniendo idioma, tradiciones y la religión.
Es curioso que aunque trato de ilustrarme constantemente a medida que voy viendo películas o producciones de todo tipo, siempre voy conociendo datos de que no disponía hasta ese momento. Y cuando me refiero a la religión, cristiana y «asociada» (probablemente este no sea el término más correcto) a la Iglesia Católica, estamos hablando de que Armenia o más bien este pueblo, es considerado como la nación más antigua en adoptar el cristianismo como religión oficial del Estado. Y efectivamente, tal vez sea la religión sea el pegamento principal de los armenios, lo que cohesiona sus tradiciones, a sus gentes, ese incentivo que les hizo ser distintos y rebelarse contra todo y contra todos, considerando que vivían en tierras donde todo lo que había alrededor eran pueblos musulmanes.
Y valga esto como reflexión personalísima, a medida que avanzo en la vida me doy cuenta que lo de los nacionalismos es una milonga que nos quieren imponer los políticos. Las ansias imperialistas de los estados, muchas veces apoyados por la muleta religiosa, a lo largo y ancho de nuestro mundo, desde que tenemos un relato veraz de la historia, han hecho que me convierta en un fervoroso ciudadano del mundo, no me siento ni de aquí ni de allí, el nacimiento es un accidente, lo tuyo no es mejor que lo de los demás, creo que me va bien pensando así, no sé si es un buen consejo.
En esta ocasión esta película «El padre» (The cut) no se centra en el genocidio, si acaso pasa de puntillas, y sí más bien en las consecuencias de él, propiamente en la diáspora, lo cual ha sido para mí sumamente ilustrativo, porque ofrece otra visión de aquella realidad histórica sobre la que había explorado poco.
Estamos ante una película de 2014 que, varias décadas después de aquel episodio oscuro y relativamente reciente de la historia contemporánea, conviene poner en contexto por su configuración preliminar. Se trata de una cinta dirigida por un cineasta alemán de origen turco, Fatih Akin, y además está coproducida obviamente por Alemania, más Francia, Polonia, Italia, Canadá y, ¡ojo!, curiosamente Turquía. Quiero decir con esto último que es gratificante pensar que hay esperanza en el mundo de que con pequeños gestos como este, los turcos están pidiendo perdón, y tratan de reconciliarse, aunque sea mínimamente, con un pueblo con el que convivieron durante miles de años, como hermanos, aunque la religión (motivo de guerras a lo largo de la historia) los terminara por separar.
Como digo, la historia apenas trata el pasaje histórico del genocidio y se centra en las consecuencias de la diáspora, justo en el momento en el que se produjeron desplazamientos de esas familias armenias que ocupaban tierras que fueron ocupadas definitivamente por el Imperio Otomano, donde tradicionalmente habían vivido con armonía con sus vecinos turcos.
Nuestro protagonista, Nazaret Manoogian (Tahar Rahim) es movilizado y su destino será el de hacer carreteras en zonas desérticas, se entiende que en áreas que está conquistando el Imperio, es un trabajo muy esclavo y en unas condiciones lamentables. Con suerte logra esquivar la muerte ya que su ejecutor , en una ejecución que era un ejemplo del exterminio sufrido por los armenios, se apiada de él y simula que lo ha degollado pues la herida en el cuello no es mortal, aunque sí lo suficientemente seria como para dejarlo sin habla de forma permanente.
Nazaret es originario de Mardin y tras su liberación comienza una búsqueda de su mujer, sus hijas preadolescentes (las gemelas Lusiné y Arsinée) y el resto de su familia. Pronto se conocerá que la política de los turcos es la de echar, cuando no liquidar, a todos los armenios de las que ya son sus tierras, un éxodo brutal que deja muerte y dolor por doquier. Y así se le revelará a Nazaret la muerte de prácticamente toda su familia, a excepción de sus hijas.
El padre lleva a cabo una huida hacia delante en la que tratará de encontrar pistas para hallar a sus hijas, y no será nada fácil, primero Siria, luego Líbano. En lo que fue el Mandato francés de Siria y el Líbano, una encomienda de la Sociedad de Naciones a Francia para pacificar esa zona y controlar ese territorio que formó parte del Imperio Otomano antes de la 1ª Guerra Mundial, percibimos la presencia de asociaciones de ayuda a los armenios, algunas vinculadas a congregaciones religiosas, que organizaron la dispersión por todo el mundo.
Desde Líbano la pista le conducirá a Cuba donde se supone que las jóvenes, ya adultas, habrían contraído matrimonio. Nazaret deberá trabajar duro para viajar a América, y es obvio que el horizonte temporal desde que empieza este periplo es de años. Ya en Cuba coincidirá nuevamente con armenios y allí descubrirá que las chicas emigraron a Estados Unidos.
Las pistas parecen cerrarse, sobre todo, después de llegar a las costas de Florida (como los espaldas mojadas hoy) y conseguir llegar a Minneapolis, donde le dijeron que las chicas podrían estar trabajando en una fábrica, pues no hay nadie que tenga referencia del paradero de estas.
Casi abandonándose a un destino incierto y con las limitaciones de sus problemas de comunicación se pondrá a trabajar en la construcción de vías ferroviarias en el estado de Dakota del Norte y ahí tendrá un golpe de suerte, hasta llegar a la meta final en un recóndito pueblo del referido estado.
Una película reveladora, tal vez no muy brillante artísticamente, diría que algo larga, pero que se queda como documento interesante, así como cumplimiento de mi primer propósito de nuevo año. Esta auténtica película de carretera refleja las consecuencias de una diáspora, sobre todo mucho dolor. En este mundo siguen produciéndose diásporas a día de hoy, en algunos casos con las religiones presentes, y seguimos sin aprender del pasado.
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