Escuché hace no mucho a alguien en Twitter (yo seguiré llamándole así, lo de X no termino de asumirlo) que cuanto más fútbol veía más le gustaba el baloncesto. Yo puedo respaldar dichas palabras pero poniendo al final bastantes otros deportes y, muy particularmente, el rugby.
No voy a negar que soy y sigo siendo futbolero, pero cada vez menos ante la marrullería, falta de naturalidad y universo de egos que se mueve en el deporte rey, lo de deporte rey casi lo digo con cierta sorna. Me resisto a seguirlo con la inquina, violenta perseverancia y cazurrismo exacerbado con lo que lo viven bastantes aficionados, y por eso lo mío es un ejercicio de libertad, veo lo que quiero y cuando quiero.
Pues dicho esto, los que me siguen sabrán que tengo más o menos mis niñas bonitas, que voy alimentando a medida que avanzo en edad. Yo ya creo que me he quedado en que el deporte que más me gusta y más me va a gustar en esta vida es el rugby, seguido de cerca por el atletismo y en menor medida por el hockey hielo, este último también en un ejercicio de friquismo desaforado.
No es la primera vez que escribo de rugby, pero como ya he observado en alguna entrada anterior al respecto, también escuché a algún comentarista en televisión que dijo algo así como que el rugby es la leche y lo sería más si verdaderamente lo entendiéramos. Sí, porque aparte de una cierta complejidad de reglas que no llego a entender del todo, por ejemplo, las faltas de indisciplina que logro entender porque en las retransmisiones suele haber un comentarista experto o está bien auxiliado por un jugador que maneja el cotarro, me faltaba la comprensión de otras triquiñuelas de este deporte que tiene una mística como pocas en el mundo y que eso sólo te lo puede dar alguien que ha estado fajándose en el campo.
Aunque tenía este libro desde hace un tiempo conmigo ha sido ahora cuando le he podido meter mano y me alegro un montón, me ha sabido a poco, no porque el libro sea completo y genial, que lo es, sino porque cuando algo te gusta tanto y lo acabas en tres días, como ha sido mi caso, se te queda un hueco que te abruma.
Es casi el libro de rugby que tenía que haber leído hace mucho tiempo, igual que cuando hice de chico con los Mundiales de fútbol, para aprenderme mientras me entretenía la historia del fútbol de selecciones y las múltiples anécdotas alrededor de uno de los espectáculos deportivos más mediáticos de la humanidad; ahora le ha tocado al rugby, aunque yo ahora pinte canas y me quede con ese regusto amargo de que tenía que haberme ilustrado mucho antes en este deporte con más ansia y con más dedicación, nunca es tarde.
Fermín de la Calle es un periodista deportivo que ha tenido la fortuna de mamar el rugby desde dentro, ha jugado y creo que sigue jugando a este deporte, y sabe de la liturgia del mismo sin necesidad de que se lo cuenten, narra en su esencia la historia del rugby hasta nuestros días, con especial análisis de los Mundiales masculinos (tal vez añadir algún capitulillo sobre las féminas hubiera venido fantásticamente y hubiera quedado mejor) hasta 2019 que es cuando se editó.
Está prologado por el querido y añorado Michael Robinson, ese ser de luz que se ganó el cariño de los españoles por su didáctica del fútbol y también del rugby, que practicó de joven, y por esa particular manera de comentar los deportes con ese fuerte acento británico que nunca corrigió y que no fue un obstáculo para que lo entendiéramos perfectamente y lo alabásemos.
«Con fina desobediencia», que lleva como subtítulo «Atlas de rugby con olor a cerveza y barro» es, de algún modo, la marca de identidad con la que nació, por azar este deporte cuando allá por 1823 en medio de un partido de fútbol, William Webb Ellis se cansó de patear el esférico, lo cogió con las manos, con fina desobediencia, y lo posó al fondo de la portería rival. Esta teoría acerca de cómo se originó este deporte no está del todo calibrada, hasta el punto de que el propio Robinson en su prólogo aventura otra y es que en la ciudad de Rugby, la que da nombre al deporte, en el condado de Warwickshire del medio oeste de Inglaterra, existiría una aproximación a esta disciplina cuando también sobre principios del XIX dos equipos «batallaban» por llevar con la mano una pelota hasta una diana, lo cual se parecería algo a ese deporte «bárbaro» que se practica en Italia muchos siglos atrás como es el calcio storico.
Sea como fuere si todos los deportes tienen una cierta artificialidad, ya que al ser una creación humana para fomentar la actividad física, este es con diferencia el más atípico por la geometría de su pelota, que es una almendra, que es como cariñosamente se le llama en los bajos fondos del rugby. Parece que esta caprichosa forma se le ocurrió a un zapatero de Rugby que creyó conveniente utilizar vejigas de cerdo, posteriormente otro de la misma zona, William Gilbert, sí el mismo Gilbert o sus descendientes actuales que seguimos viendo inscrito en los balones, perfeccionó el oval desechando las vejigas, que causaban enfermedades al soplarlas, por la evidente falta de higiene, y así se quedó esta peculiar forma hasta nuestros días. Forma caprichosa que, en no pocas ocasiones, deviene en efectos imprevisibles. Seguro que se ha escrito mucho de ello y hay estudios científicos al efecto, el balón de rugby lanzado con fuerza y raseando tiene una trayectoria previsible, pero cuando la almendra es lanzada a modo de globo, el característico up and under, como se deje botar se puede armar la de San Quintín.
El repaso a la historia del rugby nos cuenta episodios que darían para muchas novelas, películas, series de televisión, relatos esforzados de cuando este deporte era eminentemente amateur y se sucedían hazañas de jugadores que durante el año eran, por ejemplo, pastores y que los fines de semana se convertían en leñadores sobre un campo de rugby. Un deporte que, en sus orígenes, y hasta bien entrado el siglo XX era sumamente duro, con unas reglas que no terminaban de proteger adecuadamente a los jugadores y las duras lesiones eran el padrenuestro en cada partido.
Hubo bastante resistencia al profesionalismo pero es un sino de nuestros tiempos, y el rugby terminó inevitablemente cayendo en las redes del mercantilismo, sin que ello sea necesariamente malo, porque yo creo que, aun así, no ha perdido muchos de sus valores que lo hacen único, como un deporte aparte del resto de los deportes con hitos, hechos y realidades que a mí me encanta proclamar: al árbitro se le respeta y no se discute con él, no hay marrullerías y un jugador al que hieren en el campo quiere seguir en él aunque esté sangrando a borbotones (ahora tienen que salir obligatoriamente del campo), las camisetas no llevan nombre porque el jugador se la tiene que ganar, y finalmente una de las grandísimas señas de identidad de este deporte: el tercer tiempo. De algún modo, lo que sucede en el campo se queda en el campo, cuando un partido termina y los jugadores están duchados y aseados, todos, los dos equipos, comparten un rato de camaradería, olvidándose de lo sucedido unos minutos antes, brindando con cerveza (el líquido que engrasa debidamente el rugby).
De la Calle repasa todos los Mundiales de rugby, hasta el de 2015, el libro se terminó en 2019 antes de que se celebrara el de Japón. Yo he tenido oportunidad de seguir bastante el desarrollo de esas citas, de hecho hay algunos expertos en deporte que dicen que es el tercer acontecimiento deportivo más seguido por los aficionados después de los Juegos Olímpicos y Mundiales de fútbol.
Siempre que he tenido tiempo y posibilidad he seguido retransmisiones en directo de partido; el rugby es un deporte muy previsible en resultados cuando hay diferencia de nivel más o menos notable, por ejemplo, si España jugara cien partidos de rugby contra Nueva Zelanda los perdería todos con absoluta seguridad, en fútbol o en cualquier otro deporte las diferencias de nivel no son tan acusadas. Eso sí, cuando las diferencias de nivel son pequeñas, entre los ocho o diez primeros del ranking no hay tales sorpresas, entra dentro del terreno de lo previsible. Pues bien, en 2015 tuve la oportunidad de ver la que yo creo que es la más grande sorpresa de la historia, ese Mundial se disputó en Inglaterra y Gales, y Japón se estaba preparando años antes, con fuertes inversiones, para celebrar con éxito deportivo el Mundial que albergaría en 2019; en aquel grupo le tocarían rivales temibles como Sudáfrica y Escocia, y justo en el primer partido de ese grupo, Japón vs Sudáfrica, los nipones con algún apoyo de jugador nacionalizado y apellidos británicos u oceánicos (australianos, neozelandeses, fiyianos…) le apretaron las tuercas notablemente a los springboks, tanto que llegaron abajo en el marcador, a solo tres puntos, en el último minuto, los asiáticos tuvieron la posibilidad de empatar el encuentro pues disfrutarían de un golpe de castigo, pero decidieron apostar por la épica y lanzaron a la lateral para una touch que resolverían con un grandioso ensayo en la otra esquina. Japón escribiría una página dorada en la historia del rugby con esa victoria por 32-34 ante Sudáfrica, aunque luego no le valiera para estar en cuartos, pero fue el mayor triunfo moral que una selección menor ha obtenido jamás en la historia de este deporte.
El libro me evoca dos historias curiosas acerca de influencias de algo español en el rugby, por ejemplo que un entrenador británico, Carwyn James, que se inspiraba entrenando y sacando lecciones para el juego leyendo a Federico García Lorca; o precisamente esa Japón del milagro en el Mundial del 2015 se basó en el juego de la España del tiki-taka y del FC Barcelona de Guardiola para conformar su ataque, movimientos rápidos de pase y efectivos.
En el rugby los grandes cambios no existen, los buenos serán buenos siempre, y los que estamos en un segundo nivel, como España, difícilmente podremos revertir esto. Podemos decir que hoy, en 2025, el rugby español está atravesando una fase bastante buena, no voy a decir sobresaliente, pero sí mejor que en épocas pretéritas, donde la gestión ha ido entre no ideal y nefasta, y donde las inversiones y el dinero no ha fluido. Ahora vamos mejor, creo que la Federación está en buenas manos y hace poco ruido, que ya es un adelanto, las federaciones territoriales están trabajando bien y los clubes también. De todo ello podemos subrayar que a nivel masculino estamos casi mejor que nunca en el ranking, justo la pasada semana, al cierre de este artículo, vencíamos por primera vez en la historia a Estados Unidos y en su casa, y hemos cerrado gira norteamericana también con triunfo a domicilio contra Canadá (otrora una selección bastante potente) y el pasado verano igualmente a Tonga y en su feudo, y además hemos conseguido por segunda vez en la historia acceder a un Mundial aunque sea porque se ha incrementado el número de equipos, aunque nos lo merecíamos antes. Los juveniles, por su parte, consiguieron el año pasado mantener la categoría de su Mundial batiendo a Fiji y donde están las doce mejores selecciones del mundo, y en abril batieron con solvencia a Escocia en un torneo amistoso por un contundente 12-29; y acaban de finalizar su Mundial de 2025 con derrotas por un punto ante Irlanda y por tres contra Argentina, casi nada al aparato. En féminas vamos incluso mejor porque nuestras chicas tienen mejor ranking, han sido mucho más habituales en las Copas mundiales y han tenido victorias ante selecciones que si extrapoláramos al rugby masculino soñaríamos con que fue una barbaridad. En rugby seven, que me gusta menos, los chicos han sido este año subcampeones las series mundiales y eso es un chute de adrenalina importantísimo, teniendo en cuenta que este es un deporte olímpico.
Pues nada, seguiré enganchado al rugby, un deporte genuino que seguirá deleitándonos en el futuro porque aúna valores e identidades que no puedes ver en cualquier otro. Porque, y por darle cierto tono literario, el rugby tiene para mí una parte novelesca, cada partido es un libro por abrir, todos son diferentes, y los jugadores, convertidos en actores con sus propias personalidades y profesiones, decantan hacia el relato de acción, de terror, de drama, incluso de comedia.
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