"EL LADRÓN DE BICICLETAS", DE VITTORIO DE SICA

Hay películas que no pasan de moda por más que hayan pasado más de sesenta años. Esta es una de ellas, más si cabe porque con esto de la crisis actual, te das cuenta que todas las crisis tienen unas características similares sea cual sea la época en que tuvieran lugar.

El ladrón de bicicletas toma cuerpo en la Italia de posguerra, en 1948, a semejanza de lo que estaría pasando en España, aunque en nuestro país iniciada con anterioridad por aquello de que la Guerra Civil fue anterior a la II Guerra Mundial. En una sociedad donde el empleo escasea, el protagonista consigue un trabajo en el que es necesario disponer de una bicicleta para desplazarse por Roma, en este caso para colocar carteles publicitarios.

La mala fortuna se cruza en su camino y en su primera jornada laboral, un grupo de ladrones de poca monta pero bien coordinados le roban su medio de locomoción, y a partir de ahí comienza una odisea, una carrera frenética en la que nuestra desdichada víctima, acompañado por su hijo Bruno trata de buscar afanosamente su bicicleta por una caótica capital italiana, tanto como buscar una aguja en un pajar.

Es un drama social y humano que encarna la desesperanza de la clase trabajadora, y en la que confluye una profunda crítica al sistema. En aquella época darle un corte de mangas al sistema no fue fácil, en España tampoco. Una manera de eludir la censura (España) o un sistema férreo (Italia) era, sin duda, plasmar escenas costumbristas y contar la realidad de forma cotidiana sin necesidad de decir frases palmarias ni circunloquios.

La bicicleta se convierte en un símbolo, el tener y el no tener, el futuro o la depresión, la vida y la muerte; por entonces los coches escaseaban, eran un lujo. Nuestro protagonista Antonio, magistralmente llevado por el actor Lamberto Maggiorani se aboca a formar parte del círculo vicioso de la sociedad, donde él se plantea, en una dolorosa encrucijada moral, convertirse en ladrón para pasar el testigo a otro infortunado.

Siempre llamará la atención del espectador español que de los italianos apenas nos separa el idioma, fijémonos en la forma de ser y actuar, las costumbres, los rasgos, las indumentarias…, no creo que haya país que se parezca más al nuestro, y eso que no tenemos frontera con él. La película nos muestra ese sentir, el bullicio de las calles, la alegría de sus gentes pese a su situación social, la pillería, las acusadas creencias espirituales de la población, a medio camino entre la Iglesia Católica y la videncia, etc. Nada, en definitiva, de lo que nos hayamos olvidado ni en España, aunque estemos en el siglo XXI.

Deja muchos mensajes esta producción, pero aparte del que más claramente quiere dejarnos su director De Sica, que es ni más ni menos que la desesperanza del ser humano ante su destino en su sociedad opresiva; hay uno muy interesante que da para reflexionar en estos momentos de fuerte depresión económica. En un momento de la acción, cuando Antonio trata de buscar ayuda de un amigo basurero que también se dedica a la farándula, aparece una escena en la que una persona que parece ser sindicalista afirma con rotundidad lo inadecuado de los subsidios de desempleo y la necesidad de obra pública. Yo sé que en estos tiempos que corren cada maestrillo tiene su librillo, y que como pasa con el fútbol, cada uno es en su casa seleccionador nacional. Sin ánimo de ser presuntuoso, hubiera sido interesante que los subsidios actuales se hubieran conjugado con más obra pública, estaríamos pagando a desempleados por trabajar, por ser productivos.

En definitiva, una obra cumbre del neorrealismo italiano, un clásico de los que se enseñan en todos los cursos de cine, la muestra más evidente de cómo una historia simple se puede convertir en una joya del séptimo arte.

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