DE PUENTE A PUENTE Y...

No habrá deporte más nacional y patrio que el de irse de puente, o meramente disfrutar del mismo, bueno quizá sí lo haya, la siesta. Por más que la crisis no pare de acechar sobre nuestras cabezas, siempre se habla del puente como un oasis en mitad del desierto de la cotidianidad y del bullicio rutinario. Los medios de comunicación se hartan de advertirnos de la mayor afluencia de vehículos en nuestras carreteras y de que tenemos que extremar las precauciones. Ya digo que ni la crisis se carga los puentes, puede que pase menos gente por ellos, pero que siguen siendo un punto de destino y deseo para los españoles, desde luego.

Pues si hay fechas en el año que me gustan sobremanera, sin lugar a dudas, me decanto por el período que va desde el puente de los Santos hasta el otro puente (acueducto) de la Constitución – Inmaculada. A mí siempre me ilusiona cuando empezamos una nueva estación, especialmente esta, cuando dejamos el calor y tenemos que sacar la ropa de invierno. Ese fresquillo te obliga a desempolvar las estufas, a encender chimeneas, calefacciones, es un reclamo para hacer nuestros hogares más acogedores, para permanecer más en casa, leyendo un buen libro, viendo una película, escuchando música, sacando los juegos de mesa del baúl...

Alguien me dijo no hace mucho una sentencia popular que yo no conocía, para referirse a estas fechas, donde no sólo tenemos un fin de semana largo, sino que por lo desapacible del clima, como este pasado, dan lugar a pronunciarla: “Es un fin de semana de las tres B, bota, baraja, borrego”. La he oído después con alguna variación, cambiando borrego por barbacoa o algo similar, pero no se modifica el sentido.

Si hay algo que tiene lugar en este paréntesis de fechas es que toman cuerpo numerosas costumbres ancestrales que hacen de estas semanas de las más entrañables del año, en mi opinión casi más que la Navidad. Empezamos con la excusa de llevarles flores a nuestros difuntos, para rescatar los dulces tradicionales, ya sea huesos de santo, buñuelos, y lo que es más típico de nuestra tierra, las gachas. Yo, precisamente no soy muy aficionado a ellas, por ser demasiado empalagosas o porque el nombre que le pusieron a este dulce me suena mal, pero ahí están, cada primero de noviembre deleitando a tantos apasionados, extrayendo una sonrisa del que se come el tradicional trozo de corcho y fastidiando también a todas esas personas que sufren las ocurrencias del gracioso de turno, que se dedica a depositar el sobrante en las cerraduras de las puertas.

Y eso, como se va acercando el frío y los fuegos hogareños lo permiten, vienen las castañas, la preparación de mantecados para las fiestas que se avecinan y también las matanzas, ¿cómo no? Sí, ya sé que las matanzas han perdido solera, y ahora es sólo es un reducto costumbrista de las zonas rurales, pero incluso así, no es infrecuente que algunas familias, en las ciudades también, elaboren sus propios embutidos, ya que el acceso a los ingredientes y a la maquinaria para una producción familiar y limitada es relativamente sencillo.

También es el tiempo de las nueces, de los níscalos, de la caza para el que le guste (yo disfruto de comer las piezas que me regala algún que otro amigo), de irse el domingo al campo a hacer una lumbre y comerse unas buenas viandas o las primeras aceitunas aliñadas de la temporada, por supuesto, caseras.

En fin, una época entrañable para hablar, para escuchar, para amar, para la nostalgia, pero también para la alegría.

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