"PI, FE EN EL CAOS", DE DARREN ARONOFSKY

Mucho Darren Aronofsky por aquí y por allá, como uno de los nuevos Midas del cine mundial, me inclinaron a buscar sus orígenes, en concreto, esta cinta que es por así decir, su ópera prima. Tendré que ver más productos suyos en el futuro para ver cómo ha desarrollado su carrera, pero este primer proyecto es, como poco, arriesgada e interesante.

Que nadie busque en esta «Pi, fe en el caos» una película lineal con un argumento comprensible y unos diálogos que alimentan sus secuencias. Es una película rara, asfixiante a veces y hasta que, a ratos, te puede poner un poco exaltado. No sabes si Aronofsky se quiere quedar contigo o, en realidad, él va soltando lastre y el espectador lo debe ir recogiendo y asumiendo.

Desde luego que a nadie puede dejar indiferente esta película, no es de esas a las que le puedes dar un cinco sobre diez, o le das la máxima puntuación o la mínima. Yo me inclino más por la máxima nota, aunque con algunas reservas. Lo mejor, aparte de su complejidad que te ayuda a activar tus neuronas, es que el metraje es correcto, en ochenta minutos está todo liquidado, una duración mayor hubiera tirado a la basura un buen esfuerzo para transmitir su esencia.

Desde luego, esta producción de 1998 fue un auténtico soplo de aire fresco en el cine: un presupuesto muy bajo, apenas 60.000 dólares (algo menos de 50.000 euros), mucho primer plano y casi siempre una sola cámara o dos, en blanco y negro, una atmósfera que bien podría dar la impresión de documental y aunque no hay mucho diálogo, hay mucho concepto, mucho mensaje.

Max es un genio matemático que busca entender el mundo a través de una secuencia matemática. Ese orden, inalcanzable hasta ese momento, se convierte en la clave del mensaje de Dios, o para regir los siempre erráticos vaivenes de la Bolsa.

Pero el problema de Max es que es un genio un tanto desquiciado, un tipo asocial, que vive en un cubículo, así nos lo traslada Aronofsky, rodeado de ordenadores, cables, chips, pantallas y papel para anotaciones. Junto a esa habitación central, se abre un aseo en el que Max nos muestra su humanidad y su terrible existencia; aquejado de terribles dolores de cabeza, sometido a un estado de cíclica esquizofrenia. Allí se inyecta, se atiborra de pastillas y se somete a una metamorfosis física.

El control de ese caos, la comprensión de todo lo ingobernable es el reto del protagonista; su genio para las matemáticas y la informática, le ayudarán a construir un complejo sistema encargado de computar los datos que habrán de revelar, aparentemente, el objetivo de conseguir esa secuencia numérica que dé respuesta a todo y, entre medias, número pi, proporción áurea, números de Fibonacci, gráficos y comprensión también a través de la razón.

La tormenta psicológica a la que está sometido Max le lleva a fracasar, o así lo cree él, incluso los últimos resultados que la impresora escupe piensa que son erróneos y los tira en una papelera de un parque; pero su maestro o mentor, probablemente el personaje más lúcido de la película, será el que le indique el camino correcto y que esa sucesión que ha desechado es la clave de todo.

Hasta ahí la película puede ser un profundo bodrio, o una bola que se va amasando y que presagia que algo va a suceder. Efectivamente, ya que si en los primeros cincuenta o sesenta minutos puede que nos hayamos perdido, que no encontremos el hilo, o que nos resulte incomprensible; al menos el giro que toma la acción nos permite encajar piezas, y que la trama se convierta, si no en más creíble, al menos en más factible, en más realista.

Por supuesto, la fotografía de la película es agobiante, infernal a veces, y desde luego es para verla relajado y sin complicaciones existenciales, porque como te pille mal te engulle. Absténganse, por tanto, personas que no quieran pensar mucho, ni menos las que piensen que en la película todo viene dado. Y seguirla es, por supuesto, un atrevimiento de Aronofsky, por no decir que es un pulso del propio director con el espectador; hay que estar no sólo siguiendo el hilo conductor, sino que también hay que lidiar con los incómodos, a veces, primeros planos, con una cámara que parece haber sido comprada en un rastrillo y que, encima no para de moverse caprichosamente, como si el que la soporta hubiera pasado una mala noche o hubiera terminado una jornada inacabable de trabajo en la huerta, o a lo mejor la portaba el primer niño que pasaba por allí donde se grababa.

¿Y la música? Pues electrónica, no podía ser otra. Un acierto en la elección, a manos de Clint Mansell, que dos años más tarde se consagraría también de la mano de Aronofsky con su estridente y genial «Réquiem por un sueño», que a la par es mucho más conocida que esta producción.

Pero hay algo más en la película, hay una disociación entre lo terreno y lo espiritual, una lucha por conseguir respuesta para entender el mundo o para entender a Dios, esta es una de las lecturas más complejas y que permitiría un largo debate en un cinefórum.

Y no digo más, sólo recomiendo su visionado, reitero que es una película rara y que se puede hacer un poco comprometida de ver, pero como tiene una duración acertada, casi no llega a exasperar, o si te cabreas, antes de que lo hagas del todo, ya ha finalizado. Y que cada cual saque sus conclusiones.

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