"TRAIDOR EN EL INFIERNO", DE BILLY WILDER

Nos situamos en 1953, no ha transcurrido ni una década desde el fin de la 2ª Guerra Mundial y el grandísimo director de cine estadounidense de origen austriaco Billy Wilder, se atreve a hacer con las heridas todavía rezumando, una película que trata sobre este conflicto bélico.

Billy Wilder se caracterizó a través de toda su obra profesional por ser un genio del séptimo arte, un tipo que sabía lo que deseaban los aficionados a las salas de cine, entretenimiento por encima de todo. Y sus películas son un producto comercial, incluso populista. Guiones sencillos y tramas muy fáciles de seguir que combinan varios géneros, una especie de «todo cien» que en otras circunstancias nos podría parecer una osadía, pero que para este director es su carta de presentación.

Porque Wilder no solo tiene la osadía de producir un largometraje sobre un campo de prisioneros en la Alemania nazi cuando el dolor y el recuerdo aun está latente en medio mundo, sino que lo hace ofreciendo una cara amable incluso cómica en medio del drama que pretende también mostrarnos.

Y es que esta película podría definirse como una comedia con trasfondo serio. Lo que se cuenta es un drama, pero alrededor de su metraje se suceden las situaciones hilarantes, los chistes, los gags. No es difícil sospechar la razón por la que su director lo hacía, primero por el fin de entretener y, en segundo lugar, porque quería que sus películas estuvieran abiertas para todos los públicos. Es una película que podría ver perfectamente un niño y, de hecho, yo la vi cuando niño hace un porrón de años.

Con las reservas temporales y espaciales, Wilder le da el toque buenista que luego preconizaría la serie de televisión «Equipo A», en la que nadie muere, no hay escenas violentas y se suprime la sangre en su mayor parte. Sí, porque muertes hay, sangre y violencia también, pero todo muy tamizado, que se muestre pero sin recrearse lo más mínimo.

En algún punto del imperio de la Alemania nazi, previsiblemente en Austria, se encuentra el campo de prisioneros Stalag 17 (ese es el título original de la película). Es importante no confundir campo de prisioneros con campo de concentración. En este Campo 17 se ubica un nutrido grupo de suboficiales (sargentos) estadounidenses, y no son en nada comparables sus condiciones y trato con el que se dispensaba en los campos de concentración-exterminio. Los campos de prisioneros debían respetar la Convención de Ginebra y, de hecho, en un pasaje de la película hace acto de presencia un representante de la Cruz Roja para pulsar las condiciones y el trato que se ofrecía a sus inquilinos.

Todo comienza cuando en uno de esos barracones se lleva a cabo la fuga de dos de sus miembros, en un plan metódicamente confeccionado que fracasa con la celeridad con la que los dos soldados se mueven por el campo hasta franquear las alambradas, donde les espera un auténtico batallón de fusilamiento.

Algo ha funcionado mal, pero todo seguirá funcionando mal, cualquier plan, cualquier estratagema que los estadounidenses quieran llevar a cabo encuentra con inmediatez la respuesta de los alemanes que desbaratan toda alegría de su contendiente. La radio y la rudimentaria antenas que les permite recibir noticias del exterior son requisadas o la muerte de sus compañeros del inicio de la película tras un plan sin aparentes fisuras, comienza a alertar a los integrantes del barracón acerca de la posible existencia de un topo, de un soplón.

El principal sospechoso es Sefton (William Holden), un tipo un tanto ruin, que es capaz de apostar hasta su padre por cualquier cuita, incluso poner a prueba la fortuna de los dos soldados que mueren al inicio, ya que él apuesta por su fracaso. Con los trapicheos que hace por aquí y por allá y esa especie de personalidad «visionaria», se hace con un buen botín de fruslerías que lo convierten en el potentado y a la par el más odiado del barracón. Él es el propietario de la cantina en la que destila un bebercio fabricado a base de cáscaras de patata, también el gerente del hipódromo en el que corren unos simpáticos caballos (ratones) sobre los que se hacen apuestas de cigarrillos, y su relativa opulencia le da para comerse de vez en cuando hasta un huevo frito, por ejemplo.

La vida se sucede con aparente relajación, es la parte jocosa y costumbrista de la historia, con unos alemanes un tanto bobos que permiten todo tipo de licencias, bromas y chanzas a sus prisioneros. Es particularmente significativa la presencia de la pareja compuesta por Harry y Chimpancé, que con su gran sentido del humor mantienen el ánimo del barracón ante las adversidades.

La llegada del teniente Dunbar al campo anima un poco el cotarro entre los chicos, pues este no solo trae informaciones del exterior sino que alardea de su última contribución a su patria, atentando contra un tren nazi.

Poco tardará Dunbar en ser llevado a la máxima autoridad del campo acusado del atentado en cuestión, con lo que la hipótesis de la existencia de un topo ya deja poco lugar a dudas y, por supuesto, Sefton no solo es el principal sospechoso sino que en un juicio sumarísimo le pegan una paliza y es declarado como el chivato del barracón, siendo degradado moralmente y apropiándosele todo el arsenal de cachivaches que hasta ese momento poseía.

Como es imaginable, nada es como parece, y desde ese punto Sefton, ya sin mayor actividad que la de la contemplación, intentará descubrir al verdadero culpable. Una bombilla anudada y una pieza en el tablero de ajedrez serán las claves que le permitirán descubrir al auténtico topo.

Todo pasa por salvar a Dunbar, al que los alemanes torturan para obtener más información, y posteriormente sacarlo del campo. Será el momento de la verdad.

En definitiva, cerca de dos horas de puro entretenimiento para una película apta para todos los públicos de las clásicas de toda la vida, que los de mi generación contemplarían en esos célebres espacios de «Primera sesión» o «Sesión de tarde» que veíamos en TVE todos los sábados por la tarde cuando niños.

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