"EL INFINITO EN UN JUNCO", DE IRENE VALLEJO

Aquel tiempo de confinamiento y el posterior que hemos ido asumiendo de convivencia con «el bicho» ha sido para mí una renovación de mi afición por la lectura. Es verdad que en este tiempo de incertidumbre que se ha ido aderezando con esa mezcla de confianza en el riesgo, hastío e indignación por la duración y por qué no conseguimos como humanidad superar esto, mucha gente ha encontrado un refugio en la lectura y, además, los medios de comunicación han ayudado a hacernos el camino más fácil con buenas recomendaciones, o aunque no fueran buenas, con el simple hecho de dedicar espacios que contribuyen a animar a la gente para que lea, que en mayor o menor medida contribuirá a que elevemos algo el nivel cultural de la población.

Y este libro que hoy traigo a colación estuvo durante muchos de esos meses de zozobra existencial siendo uno de los ensayos más vendidos y por ende más leídos en España y Latinoamérica, y su autora, Irene Vallejo, hizo una apuesta arriesgada que devino en acertada, porque para muestra un botón, este «El infinito en un junco» fue Premio Nacional de Ensayo 2020.

Irene Vallejo es por así decirlo una especie de ratona de biblioteca, una erudita de los libros antiguos; esta licenciada en Filología Clásica ha sido capaz de domesticar para el público lego en la materia un torrente de información acerca del origen y la evolución de los libros, desde cuándo se empezó a consolidar la escritura tal y como hoy la conocemos, los instrumentos para perpetuar la misma, que eran rudimentarios, hasta que la imprenta, de algún modo, permitió abaratar costes y democratizar un tanto las creaciones literarias.

Es un recorrido en el que uno casi toma mayor conciencia de la maravilla que es poder leer un relato al abrir las tapas de ese volumen que tenemos en nuestra mesita de noche; para que de algún modo ese simple y habitual gesto se produzca ha habido siglos y siglos de evolución, que hubiéramos llegado sí o sí a leer en papel no me cabe duda, pero el recorrido es tan apasionante que Irene Vallejo te sumerge en épocas pretéritas donde escribir era puro malabarismo y conservar lo escrito mucho más.

Y es que el junco nos evoca a lo vegetal, pero más que ello sobre todo la imaginación para encontrar la superficie idónea para hacer perdurable lo escrito. Los pigmentos se conocen desde que el ser humano tuvo cierto raciocinio y ya pintaba las paredes ensalzando, por ejemplo, una escena de caza. Aquello se hacía en la piedra, pero si se quería trascender la piedra se antojaba un elemento de escasa versatilidad para divulgar historias, y aunque hay muestras de telas o metales donde se han transmitido conocimientos, las pieles y posteriormente cortezas de árbol, la pasta de los juncos, fueron perfeccionando un sistema para poder escribir y conservar. Y ya, cuando el procedimiento para fabricar el soporte se pudo hacer con cierta facilidad y en grandes proporciones la humanidad dio un salto cualitativo, con ese acceso progresivo a la cultura, y fue creciendo en numerosos ámbitos.

Esta escritora nos propone una aventura apasionante en el que nos va proporcionando pequeñas píldoras que podemos ir leyendo a demanda, sin necesidad de conocer lo que se ha revelado en el capítulo anterior; aunque existe un hilo discursivo no es una novela y puedes aparcar la lectura y continuar por donde lo has dejado sin que se pierda un ápice de interés.

Puedo considerar que para que un ensayo funcione debe tener ciertos elementos que lo hagan atractivo, aquí tenemos la erudición como transmisión de conocimiento, también el entretenimiento en el sentido de que todos esos datos derivados de una vasta cultura nos son hechos llegar de una forma amena y la tercera pata finalmente sería su devastadora originalidad, yo tampoco entiendo mucho de la materia, pero Irene Vallejo me ha acercado como nadie esa parte de la historia de la lectura, la escritura y de los libros que yo jamás ni me habría preocupado por conocer, salvo cuatro datos vagos.

En este ensayo hay una dimensión histórica importante, no solo porque aparecen los protagonistas, un tanto desconocidos, que fueron forjando el saber de la humanidad a través de sus escrituras, sino porque también hay otros más conocidos, emperadores, reyes, conquistadores, que no sabían leer ni escribir, pero que entendieron en algún momento de sus vidas que para dominar su ámbito no era baladí el dominar también la parcela cultural.

La parte amena del ensayo, que yo valoro notablemente, reside en el hecho de que Irene Vallejo nos va acercando pasajes antiguos relacionándolos con hechos actuales, con anécdotas propias, haciendo alusión a películas, libros conocidos..., es una manera de hacer más dócil el entendimiento de esa catarata de datos que está constantemente ofertándonos en cada uno de sus capítulos.

También es un libro que nos hace reflexionar acerca de la influencia de los libros a lo largo de la historia de la humanidad; al hilo del interés de ciertos prohombres que fueron capaces de adivinar el poder de los libros, de la cultura en suma. Me parece interesantísima la reflexión acerca de esos gobiernos, de esos líderes, que también divisaron que una manera de acorralar y esquilmar a sus enemigos era quemar su conocimiento, sus libros. Decía Heinrich Heine en 1821 que «Allí donde queman libros, acaban quemando personas». Se me ocurre Hitler, o Mao Tse-Tung, implacables con sus adversarios, a los que quemaron sus libros y luego... Y cómo no, esta reflexión también nos acerca al sensacional libro de Ray Bradbury «Fahrenheit 451», llevado a la sazón al cine para los que no quieran entretenerse mucho, en el que nos presenta una sociedad distópica donde todo atisbo de conocimiento es literalmente soslayado, y la quema de libros una máxima del gobierno imperante.

Hoy más que nunca hay que seguir reivindicando la lectura, esa que nos hace más libres, que nos hace mejores observadores del mundo que nos rodea, y que nos ayuda a ser más maduros, más inteligentes y más plenos. Y esa lectura en papel también hay que reivindicarla porque ya aventuro yo que jamás se perderá.

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