VUELVO A GRANADA, UNA VEZ MÁS (II)

«Vuelvo a Granada, vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar...», así rezaba el estribillo de una relativamente famosa canción de Miguel Ríos, granadino ilustre y siempre comprometido con su tierra; tema de 1968, año de mi nacimiento y que evocaba precisamente un Miguel Ríos más pop que rock pero con un aire de psicodelia. Esa canción siempre me acompaña cada vez que vuelvo a Granada.

Granada es como si fuera mi hogar, lo fue durante años en mi época estudiantil, es una ciudad que conozco bastante bien, es casi mi tercera casa. Por concepto me agobiaría haber vivido de forma permanente en una ciudad donde todo es bullicio, prisa, cierta deshumanización, lejanía con el campo y, sin embargo, desde hace muchos años me dije que si tuviera que vivir en una gran ciudad no me importaría que esa fuera Granada.

Cuando digo que conozco bastante bien Granada es una realidad constatable por haber vivido cerca de seis años seguidos y haber vuelto de vez en cuando por motivos de muy diverso carácter; fundamentalmente en aquellos años de residencia tenía por costumbre algo que va con mi ser y que intento reproducir cuando viajo por ahí, y que es olvidarse de mapas turísticos y perderse por las calles del lugar que visitas para ver qué sorpresa se te presenta a la vuelta de la esquina. Y yo siempre que tenía ocasión me pateaba Granada sin rumbo preciso, con la única intención de perderme, lo cual a veces no era fácil, porque me lo conocía todo y además, como cuando uno se hace con un lugar donde no ha nacido, tenía un conocimiento bastante amplio del nombre de las calles.

La cuestión es que después de aquella época universitaria y militar mis vueltas a Granada han sido muy espaciadas y cortas, tanto que casi ahora me he visto como un extraño en mi propia casa, y hasta cierto punto eso me inspiraba o me inspira, porque me permite perderme en una de las ciudades donde más deseo perderme y que además parezca que jamás he pisado sus rincones.

Y eso precisamente es lo que ha ocurrido en este viaje «reiniciático» que realizamos semanas atrás, que Granada me pareció un redescubrimiento, y es que las calles no cambian pero su decoración sí, sus comercios, su pavimento, el flujo de gente…, y lo que hace años era una calle irrelevante hoy es principal y viceversa.

No pretendo hacer en esta entrada una exégesis dotada de datos acerca de los innumerables iconos turísticos de Granada, y sí más bien un recorrido personal, casi poético, de esa mi Granada del alma, donde soy un visitante anónimo y donde ella y sus gentes me tienen a mí también por un desconocido ciudadano, y eso está más que bien.

Granada es difícil que no te guste porque tiene esa belleza y embrujo que le proporcionan sus focos de atracción, pero yo soy muy vulgar en mis gustos y a mí siempre me ha excitado sobremanera caminar por calles desiertas de pueblos sin nombre y poder reproducir eso en una gran ciudad es casi doble excitación. La sensación de ver un pueblo en una gran ciudad es adrenalina pura para mi mente, soy así y es algo difícil de explicar; me gusta lo pequeño, pero ver lo pequeño dentro de lo grande es como una paradoja geográfica.

Como cualquier gran ciudad por histórica y monumental que sea, esta Granada tiene su parte moderna que no es atractiva, es más, muchas zonas tienen ese aire decadente de los edificios construidos con el boom de la natalidad de los años 60 del siglo pasado, un urbanismo hecho a empellones, con bloques impersonales, mínimo mantenimiento y que hoy, muchos de ellos, sucios, desconchados, ofrecen un aire postindustrial, como un Chernobyl del sur. Incluso zonas comerciales más modernas también ofrecen un aire decadente por mor del empuje de otros imanes comerciales que devastan a los primeros.

El metro, pequeño pero bien estructurado, le proporciona a Granada cierto aire cosmopolita; sí las estaciones son también muy impersonales y podría haberse cuidado algo la estética, más monumental, más artística, porque todo lo que vas a ver se lo merece, eso que está arriba y a pocos metros.

Hete aquí que por avatares del destino casi no programado, acudimos a Granada en un momento cumbre de nuestra historia reciente, en el fin de semana comienzo de la Semana Santa de 2022, con dos años sin celebración oficial, sin procesiones y, por tanto, con tres años completos de calendario de espera. Eso se reflejaba en las calles y plazas, calles y plazas que son uno de los grandes vértices populares de Granada (en cualquier ciudad de España, pero en el sur y aquí más) porque se percibía no solo la llegada de la ansiada celebración semanasantera, sino porque con la dichosa pandemia esta Semana Santa de 2022 era como una vuelta a la vida, a una cierta normalidad tan esperada y deseada. Y como no puede ser de otra manera, como somos los españoles, probablemente como es todo ser humano, después de ese tiempo de restricción, esto se cogía con gana, con ganas de reír, de gozar, de comer y bebérselo todo, de vivir a tumba abierta, porque ya que más o menos le hemos visto las orejas al lobo, redescubrimos que vivir sin más, pasear, darse la mano por la calle, besarse..., era lo más preciado que teníamos y no lo sabíamos. Fue histórico asistir en Granada a la apertura de todo y el fin oficioso de la pandemia.

El urbanismo granadino está hábilmente tachonado de plazas y no hay plaza que se precie que no cuente con una o varias terracitas, ahí se le toma el pulso a la vida. Plaza, sol, plantas y flores de primavera con sus olores, caña, tapas, ambiente. La de los Lobos es como la primera que conocí, muy hippy; la de la Trinidad es puro pueblo; la de Gracia es el horizonte de la modernidad; Plaza Nueva es el horizonte de lo antiguo; la plaza de la Universidad, mi plaza, antes refugio estudiantil, clásica, anónima y hoy refugio turístico; la del Triunfo habla de una ciudad grande; Bibarrambla es la esencia de la Granada árabe; la de Menorca era mi meta de estudiante; el Paseo de los Tristes es el más alegre de los paseos; la plaza Mariana Pineda rezumando historia y un queso gruyere que siempre recuerdo en un comercio anexo...

Redescubres esos lugares a los que tres décadas le han ofrecido un cambio de estatus, ahora Pedro Antonio de Alarcón, antaño la calle de marcha (que muchos vecinos sufrirían, me sufrirían, aunque espero que no mucho), antaño la calle que simplemente se definía por su nombre «Pedro Antonio»; ahora parece una carrera sobria, tranquila, casi una más.

El Arco de Elvira no es que separa dos zonas, no es que abre la puerta a algo es que directamente parece la separación entre dos mundos, dos países diferentes. La calle Elvira sí que fue esencia siempre de lo hippy pero ahora elevando el nivel.

La que sí se ha redefinido con el tiempo es la zona de las teterías, calles Calderería Nueva y Vieja y los aledaños; antes tomarse un tecito por allí era un acto puramente friqui, residual, que se hacía por el gusto de tomarse un té sin más. Ahora esto se ha convertido en una obligación turística, no hay tres teterías, puede haber treinta y tres teterías, que no solo te ofrecen sus tés, probablemente ya menos artesanos, pero también puedes probar la gastronomía tradicional árabe, aunque también sea un poco artificiosa. Y, por supuesto, entre tetería y tetería han surgido innumerables negocios de artesanía y abalorios. Si gusta el bullicio y un poco el té, hay que ir.

También era Granada para mí el redescubrir los sitios donde antes había bares icónicos y ya desaparecidos con lo que ya te parecía ese lugar otro distinto, la calle Jardines y un bar Asturiano que existe pero no es el que era ni en el mismo número. ¿Y el Reca? Parece que murió y no hace mucho.

Revisitando mis recuerdos pasados uno se siente tan granadino como libre paseando por el Albaicín que es casi tan Alhambra como la que tiene enfrente. Sus miradores pretéritamente paseo de estudiantes ahora es inundación de gente, propios y extraños, más procesión que la propia Semana Santa, más visitados que la propia Alhambra.

Pero más granadino me siento paseando por el Realejo, y eso que apenas fui ciudadano de allí en época militar pero casi me sentí del barrio, allí me inspiré para escribir poesía perdiéndome por sus calles aldeanas, hoy sigue siendo entrañable, también inexplorado.

La Carrera del Darro tiene ese toque romántico inigualable, no es la foto es el beso; si una ciudad con río es una delicia estética, en Granada el Darro no puede estar mejor colocado, o lo que es lo mismo, sobre el Darro se construiría Granada a uno y otro lado, la Alhambra dominante y el resto observante.

Y ya la Alhambra y el Generalife, caminando desde la cuesta de Gomérez llegas a la puerta de las Granadas, en la susodicha calle tengo un recuerdo surrealista y difícil de olvidar cuando fui a rescatar a un soldado indolente y levantisco en una casa extraña, antigua y atestada de muebles y cachivaches, tan antigua como su inquilina, que a punto estaban de derrumbarse, ambas.

Al atravesar la puerta de las Granadas pasas de la ciudad al campo, no hay más, es todo, es respirar, es oler, es sentir, es escuchar, también volver a besar, y encima primavera reventona. La Alhambra merece la pena, el Generalife del mismo modo, no dio tiempo por los pelos, pero que nadie se llame a engaño, los alrededores naturales de lugares iconos son de por sí tan atractivos que uno podría estar un día entero paseando por allí, degustando fresca agua de sus fuentes y escuchando el rumor de los arroyuelos.

Y tantas y tantas cosas, Fray Leopoldo, una novicia en una capilla, el museo de los perfumes, el Corral del Carbón, la Catedral, las procesiones, Pavaneras y mi cuartel, Reyes Católicos, las juntas del Darro y el Genil.

Se quedan cosas en el tintero para contarlas ahora y otras no visitadas para contarlas en el futuro, porque terminé, terminamos, con la promesa de que habrá que seguir cantando ese tema de Miguel Ríos y volver a Granada, cada cierto tiempo.

Comentarios